Espejismo
Caminar, me digo. Llevar estos pasos por la senda del
desasosiego que proviene de una teoría astrofísica, aunque parezca alocada la
expresión. Presumiblemente el universo no ha tenido origen. No obstante, tendrá
un final. Al menos un fin como materia y energía encendida. Estamos en
expansión, pero una expansión sostenida y permanente que alejará
inexorablemente a las galaxias entre sí, la distancia se acrecentará y el
mundo, a lo largo de millones y millones de años luz, se disipará, es decir, la
energía será consumida, definitivamente consumida, quedando materia inerte
flotando sobre la infinitud del espacio.
Menuda desazón, aunque uno no vaya a ser testigo de
semejante oscuridad y silencio cósmico.
En fin, tras estos devaneos mentales estoy sentado en un
bar a la espera de Denise, hojeando el diario, inmerso en preocupaciones, las
mismas de siempre, aquellas que van de las cuentas en el Banco al sostenimiento
de un matrimonio perimido, de notas postergadas en la redacción a un grado de saturación
con mi oficio, o de viajes imaginarios a Oriente como la permanente advertencia
de quien plasma sus deseos en la nada para seguir esperando.
¿Y qué debo de esperar?
Que algo cambie. Algo que llegue de afuera, como la
pesquisa de una señal, una sola, que provoque el advenimiento de un giro
tangencial en la existencia de un hombre que pertenece a la etapa de su
madurez.
Eso,
supongo, diría la psicología evolutiva.
Eso,
supongo, está lejos de mi alcance.
Es
que me desconozco tanto. Es tan vasta esta ignorancia y este temor. Es tan
extensa mi cobardía.
En
un café que le da la espalda a nuestro Cabildo aguardo tu irrupción con
impaciencia, queriendo ver tu andar medido, con pasos de gacela, mujer que
alberga dentro de sí tanto para dar, Denise, tanto que compartir. Y me vuelvo a
perder en esta maraña de ideas con las que he nacido para refugiarme entre las
sombras del fracaso. Es que así me siento, como un personaje de John
Cassavetes, alguien que está a punto de pegar el salto, el giro imprevisto, la
transformación de raíz. Un tipo que hace de la seguridad un lugar común desde
el cual no se atreve a la renuncia.
En
definitiva, un conservador que jamás se separará, ni se divorciará de su mujer,
aunque Denise sea el leit-motiv de mis noches, que es cuando revivo, o creo
rejuvenecer, aunque el espejo digo lo contrario.
-
Hola, mi amor.
Su
oscura voz llega a mi espalda.
Extiendo
los brazos, presiono sobre sus manos y me expongo a la vista de testigos que
bien podrían pedir cuentas que no estoy dispuesto a saldar.
-
Hola, Denise. Estás preciosa, como
siempre.
El
beso prolonga nuestra quietud.
El
tiempo se detiene.
Cierro
los ojos y vuelvo a percibir tanta materia inerte flotando en vano sobre el
espacio.
Vengo deshojando
margaritas desde que tomé Avenida de
Mayo. Que sí, que no, que me lo permitiré, que no dañaré a nadie, que es peor
mantener encendida la tentación y prolongar esta espera que ya desespera. Y le
doy mil vueltas al asunto en lugar de simplificar la cosa y asumir que estoy
loca por él, que nunca me ha tratado un hombre como él, tan tano y tan
caballero, tan atento y piropeador, tan apuesto como generoso.
Avanzo y trato de despojarme de estos
nervios que aprisionan, que condiciona mi frescura y me rotula de infiel,
aunque no haya pasado nada todavía.
Es que no me pude resistir.
Vos lo dijiste, Atilio. A veces el
corazón se burla de nuestros precarios esquemas, o mecanismos de defensa, o
como quiera que eso se llame, si es que tiene nombre.
¿A veces? Y una cae en la trampa del
sentido común para decir “¿por qué a mí?”
Porque sí, yegua. Porque así es la
vida, impredecible, ¿o acaso te vas a amparar en el hecho de haber prometido en
vano un año y pico atrás, afirmar a los cuatro puntos cardinales que ibas a
permanecer a su lado ante la salud y la enfermedad y demás? Te casaste con el
hombre que amabas y fuiste correspondida. ¡Y lo sos! ¡Y dejá de repetirlo! Es
una excelente persona que te respeta, te cuida y asume sus responsabilidades
sin pedir nada a cambio. El tipo me conquistó a fuego lento, sin prisa, sin dar
rienda suelta al fulgor de una atracción desmedida, tomándose el tiempo para
conocerme, generar múltiples salidas y darme los gustos sin chistar: Cenas,
paseos culturales por librerías y teatros, visitas a los museos y sorpresas que
jamás soñé recibir.
¿Y entonces?
¿Acaso no es más que suficiente?
¿O acaso la vida no adquiere nunca
medidas?
¿Será como dijo Romy y nunca estamos
satisfechas porque nada nos colma, ni nos calmará?
En fin, ya he cruzado la 9 de Julio y
avanzo con sigilo hacia El Querandí, donde me encontraré con Atilio en esta
diáfana tarde de primavera dispuesta a recibir con los brazos abiertos a sus
devotos amantes. Me veo reflejada en las vidrieras de los escaparates,
alumbradas por la ubicua luz de un atardecer que no parece cambiar.
Sentí algo punzante en la boca del
estómago. Fue repentino. ¿Y ahora? ¿Las traiciones del cuerpo? Me detuve. Así
como vino se fue. ¿Regresará? El cuerpo reinicia su ritmo cansino y voy tras
los designios de un acuerdo telefónico.
-
Hola,
Fer. ¿Podés hablar?
-
Siempre
puedo con vos.
-
Entonces
esta vez no te me vas a escapar. Escuchá, mañana, alrededor de las seis de la
tarde va a estar Horacio Salgán en El Querandí. Es habitué, pero mañana tocará
solo al piano. No me podés decir que no.
-
¿Tengo
alternativa?
-
Sí,
¿dónde y cuándo nos encontramos?
Nuevamente me veo reflejada. Percibo
una ambigüedad andante, aunque vaya tras la excusa que palpita dentro de mi
mirada como alguien que cede y se entrega a una tentación de inabordable
alcance.
Voy.
Sigo deshojando margaritas en la mente
y no me relajo. Nada me calma, pero sigo al pie de la incertidumbre que me
desplaza por la sombra, aunque me vuelva a ver con los anteojos de sol y sienta
que quiero volver a fumar. No hay reloj que marque la hora de mi estado
anímico. Sin embargo, creo estar en mi eje. Me lo digo y me lo repito y me
miran. Sí, hablo sola y me contesto. Diría que estoy acostumbrada. No dejo de
observar los libros que aparecen en las góndolas de novedades. ¿Acaso no tradujeron
la última novela de Coetzee?
Inmersa en un remolino de dires y
diretes mentales, avanzo por la ancha Avenida que precede su desembocadura a la
altura de Plaza de Mayo. Estoy jugada. Ya te amparaste en la coartada que nunca
será perfecta y vas cayendo por el tobogán. No hay de qué agarrarse. Mejor
dejarse caer, me digo, y listo. Y persigo esa sombra, quizá inaugural, que
cambiará la perspectiva de mi pequeño mundo.
Lo he hablado con amigas de confianza,
que son dos. Cada cual con su interpretación y con su breve manual de
sugerencia. Ninguna preguntó por mí, mujer de 30 años que se sabe atractiva,
que luce sus encantos basados en estas largas piernas, ya bronceadas, y su
andar de modelo que atrapa la mirada de los hombres. También de las mujeres, ya
que estamos, a quienes admiro. Ellas despiertan el lado oscuro de mi
curiosidad. Algo inconfesable que me rebasa sin asidero. Percibo sus
movimientos, la ondulación de los cabellos, la fragilidad al servicio del
estado anímico, nuestros cambios, ciclos, capacidad de engaño, doble mensaje y
doble vida. La dependencia del reconocimiento. La vulnerabilidad a flor de piel
y esa inagotable capacidad de manipular la situación con una caída de ojos, con
un gesto o algún ademán ensayado ante el espejo. Puaj. A veces me doy asco.
Tanta histeria suelta alrededor de una patética dependencia: los hombres.
¿Y por qué el plural?
¿No te alcanza con tu marido?
No, no alcanza.
Nunca nada nos alcanza. Por eso me
desprecio, mientras cruzo veredas y miradas antes de caer rendida, traicionarme
y darme el gusto con infinitas excusas inverosímiles que repito como un disco
rayado, haciendo y deshaciendo versiones en busca de la conmiseración.
Entrar a una burbuja de tiempo,
concebirlo de modo atemporal y creer que allí, en un par de horas fuera de todo
calendario sucederá lo que tuvo que suceder como anécdota que una viejita,
alguna vez, compartirá con su compañera de habitación del Geriátrico, riendo a
calzón quitado, deshojando margaritas marchitas hace tanto tiempo que le agregaremos
matices inexistentes para que el relato adquiera mayor vitalidad, con sal y
pimienta.
¡Patética!
Y vislumbro la aparición de la Plaza de
Mayo. Me detengo. Noto que, a espaldas del frontispicio del Cabildo hay un
vistoso reducto para tomar algo. Una especie de.bar - restaurante llamado Paseo
del Cabildo.
No sólo los pasos se han detenido.
En primera instancia no doy crédito a
mis ojos. Sonrío. Busco un ángulo propicio y corroboro la imagen para mi
sorpresa.
No es posible.
No es posible lo posible.
Me refugio detrás de un arbusto, quizás
el amplio tronco de una palmera, y lo observo.
Debería pellizcarme.
Extraigo la cámara digital, la enciendo
y saco unas fotos.
En un extremo, sobre el borde de la
medianera, está la mesa compartida por mi padre y una jovencita. Ambos tomados
de la mano, como dos tortolitos, absortos entre sí. Ella toca su barbilla con
una mano, dice algo, sonríen y lo besa.
De inmediato me baja la presión y me
sostengo del tronco. Por Dios, ojalá fuese una pesadilla, me digo. No sólo me
baja la presión. También siento que me recorre un sudor frío y me mareo. Sin
quitar las manos del tronco, logro sentarme. Trato de respirar profundamente.
Evoco técnicas que alguna vez puse en práctica y busco llevar el aire al
diafragma con lentitud. Profunda inspiración. Eso. Luego exhalo. Una y otra vez
la misma ejercitación. Una y otra vez el mismo procedimiento.
Y no sirve. Siento que en cualquier
momento me desmayo. Estoy al borde. Permanezco al borde. Se me cierra la visión
y la oscuridad gana terreno. Desde el borde del abismo me sostengo. Observo lo
que confirmo.
En una mesa del Paseo del Cabildo está
mi padre, un apuesto hombre de 63 años con todos sus cabellos grises,
acompañado por una jovencita de mi generación. Rubia ella. Tan atractiva como
sensual. Ambos tomados de la mano. Con la mano restante acaricia el rostro de
papá, que bebe su café en jarrito mientras ella saborea un trago.
Blanca y rozagante ella. Contenta.
Plena.
Inconcebible el lugar de testigo.
Inmediata la evocación de las palabras
de papá:
-
Nunca
olviden que le valor esencial de la vida está en la familia, en el respeto, la
dignidad y la unión pese a nuestras diferencias. La lealtad hacia el otro. La
paciencia que debemos poner en práctica para no caer en la inmediata tentación
de la agresión o el menosprecio.
¡Qué grandísimo hijo de puta!
¡Hipócrita!
Pero no abro la boca ni grito.
Observo. Aún observo y resisto. No doy
crédito a mis ojos, aunque sé que no estoy inmersa en una pesadilla. Quisiera
morir, gritar, denunciar, desaparecer, no haber nacido, golpear o golpearme
hasta no sentir este agudo dolor que se transformará en angustia antes de
llamar al tano y postergar el encuentro. Apenas me restablecí, me incorporé. Fui
hasta un kiosko y compré una Gatorade. Luego de beber hasta la última gota, lo
llamé.
-
No
puedo, Atilio. Me vas a matar. Perdoname. ¿Qué qué me pasa? No sé. Mañana te lo
explico. No, estoy bien. Bah, no. Pero ni hablar puedo. Sí, no coordino una puta
idea. Perdoname si podés. Beso.
Si podés.
Lo que pude es retomar los pasos de
donde vine. Regresar. Retornar con las manos y el corazón vacío. Ofuscada,
atravesada por mil demonios, incrédula ante este mundo y destruida. En el breve
trayecto por la Avenida de Mayo, me vino a la cabeza el Doctor Rubino, mi
psicoanalista. Sin pensar lo llamo,
dispuesta a dejar un mensaje en el contestador.
Atiende.
Me nombra.
-
Discúlpeme
Augusto, pero estoy desesperada. En contra de mí misma iba a encontrarme con el
tano por el centro. Caminaba atribulada y enmarañada, con sensaciones en
fricción, permanentemente en conflicto, confusa y demás. Se lo puede imaginar.
El hecho es que sin darme cuenta seguí caminando hasta el Cabildo y descubrí un
hermoso reducto, un recoveco detrás del frontispicio con un restó de moda,
¿vio? He aquí el punto de inflexión, Augusto. Ser testigo de lo imprevisible,
como le gusta decir. Saqué la cámara y fijé para la posteridad la escena. Y
percibo a mi padre, el mismísimo Ignacio Copello sentado en una mesa,
acompañado por una…pendeja. Una mujer de mi edad, Augusto. A los arrumacos
ellos. Manito por aquí, manito por allá. Un besito y otra caricia. Una
auténtica escena de amor, ¿me entiende? No, no sé, me bajó la presión, supongo,
casi caigo redonda por ahí. Me sujeté de un arbusto. Todo me dio vueltas. Quedé
culo para arriba y seguí caminando como una sonámbula, Augusto. No sé qué
hacer, ni cómo seguir mi vida. Sí, le pedí disculpas y lo llamé. Dije que lo
postergaba. Sí, postergación. Eso dije. ¿Acaso tiene eso alguna importancia
ahora? Ajá. Sí, ganas de matarlo, de matarme, de declamar su falsedad al mundo
entero y huir. No, ni idea. Sólo huir. No verle la cara a mi marido, ni a
Atilio, ni a mi viejo, ni a ningún hombre, qué joder. Sí, mañana. Lo llamo
desde casa y le confirmo. Mañana miércoles. A lo mejor por la tarde. ¿Qué? ¿Qué
espejo? ¿De qué me habla, Augusto? De acuerdo. Luego de verlo decido. Ahora sí.
Y gracias. Y…como puedo. Hasta mañana. Un beso.
Las lágrimas ceden y me arrastran.
¿Hacia dónde?
¿Cómo regresa el alma a una misma?
¿Por qué me siento devastada?
Al cabo de una extraña sesión con el
Doctor Rubino, aceptó los lineamientos que la llevaron a almorzar con su padre.
La bronca y la impotencia permanecieron
inalterables. Supo respirar, controlar su lengua bífida y la premura de los
exabruptos.
Apenas pidieron le menú fue al grano y
habló de ella misma.
Tono confidencial e intimista.
El padre oye con aplomo. Adquiere una
postura reflexiva. Bebe el agua mineral y no opina. Adusto el rostro.
Concentrado en cada frase, en el modo que su hija hilvana la trama del
desencuentro, en cada gesto que la desencaja, en el cambio de expresión, en la
sutileza que escapa del control, en la irrupción de una adjetivación
desmesurada que acompaña la rigidez de un dedo índice en alza. Cuando señala
hacia arriba, en forma desesperada, antes de acusarlo, antes de ubicarlo en el
banquillo de los acusados y tratarlo de hipócrita.
El padre frunce el ceño.
-
¿De
qué estás hablando, hija? ¿Vos estás bien?
Entonces grita.
-
¡Hijo
de puta!
-
Calmate,
por favor. Me estabas contando del enganche que tenés con un italiano del
laburo y me saltás con esto.
-
No
tenés cara, papá.
-
Es
la única que tengo, pero vos decime lo que querés decir y dejá de insultar.
-
Te
ví.
-
Ajá.
¿Dónde y cuándo?
-
El
martes pasado, pa. Entre las 5 y media y las 6 de la tarde en el café del
Cabildo.
-
El
martes pasado…(reflexiona). Hijita querida, conozco perfectamente el lugar, al
cual habré asistido un par de veces. Mirá, si saco la cuenta, hace más de un
año que no piso por esos lares. Las pocas veces que salgo a almorzar, o tomar
un café, lo hago por el bajo, por la zona de la recova.
-
Tengo
fotos, papá.
-
Bien.
¿Las miraste? ¿Las tenés acá?
Ella extrae la cámara digital.
-
Estabas
con una rubia de mi edad.
Pulsa sobre las teclas acertadas y
expone las imágenes.
-
Mirá.
El padre la contempla y, sin quitarle
los ojos de encima, se la devuelve.
-
Cobarde,
mirate.
Niega con la cabeza y dice:
-
No,
primero las vas a ver vos, Fer.
Serio el padre. Imperativo el tono de
voz.
A ella se le congela la sangre.
Presiente el advenimiento de una catástrofe. Toma la cámara con cuidado. Teme.
Se atreve y observa. Abre desorbitadamente los ojos y exclama:
-
¡No
puede ser!
Repite una y otra vez la frase. El
padre apoya una mano sobre su hombro.
-
Hija,
¿vos estás bien de la vista?
Asiente.
-
¿Y
de la cabeza?
-
Es
que te ví, pa. Eras vos.
-
¿Mucho
stress?
La hija se cubre el rostro y llora.
-
Fer,
¿es cierto lo que comentaste sobre ese tipo?
-
Sí,
papá. Todo es real.
No tiene consuelo.
-
Perdoname.
-
No
hay nada que perdonar. Me preocupa tu estado. Me preocupás vos.
Mientras seca las lágrimas con ambas
manos, dice por última vez:
-
No
puede ser.
Entonces resuena la evocación de unas
oportunas palabras del Doctor Rubino por teléfono.
-
¿No
habrá visto usted lo que refleja el espejo? Suele suceder cuando uno menos lo
espera.
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