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lunes, 12 de marzo de 2012

Espejismo

            Caminar, me digo. Llevar estos pasos por la senda del desasosiego que proviene de una teoría astrofísica, aunque parezca alocada la expresión. Presumiblemente el universo no ha tenido origen. No obstante, tendrá un final. Al menos un fin como materia y energía encendida. Estamos en expansión, pero una expansión sostenida y permanente que alejará inexorablemente a las galaxias entre sí, la distancia se acrecentará y el mundo, a lo largo de millones y millones de años luz, se disipará, es decir, la energía será consumida, definitivamente consumida, quedando materia inerte flotando sobre la infinitud del espacio.

            Menuda desazón, aunque uno no vaya a ser testigo de semejante oscuridad y silencio cósmico.

            En fin, tras estos devaneos mentales estoy sentado en un bar a la espera de Denise, hojeando el diario, inmerso en preocupaciones, las mismas de siempre, aquellas que van de las cuentas en el Banco al sostenimiento de un matrimonio perimido, de notas postergadas en la redacción a un grado de saturación con mi oficio, o de viajes imaginarios a Oriente como la permanente advertencia de quien plasma sus deseos en la nada para seguir esperando.

            ¿Y qué debo de esperar?
            Que algo cambie. Algo que llegue de afuera, como la pesquisa de una señal, una sola, que provoque el advenimiento de un giro tangencial en la existencia de un hombre que pertenece a la etapa de su madurez.
Eso, supongo, diría la psicología evolutiva.
Eso, supongo, está lejos de mi alcance.
Es que me desconozco tanto. Es tan vasta esta ignorancia y este temor. Es tan extensa mi cobardía.
En un café que le da la espalda a nuestro Cabildo aguardo tu irrupción con impaciencia, queriendo ver tu andar medido, con pasos de gacela, mujer que alberga dentro de sí tanto para dar, Denise, tanto que compartir. Y me vuelvo a perder en esta maraña de ideas con las que he nacido para refugiarme entre las sombras del fracaso. Es que así me siento, como un personaje de John Cassavetes, alguien que está a punto de pegar el salto, el giro imprevisto, la transformación de raíz. Un tipo que hace de la seguridad un lugar común desde el cual no se atreve a la renuncia.
En definitiva, un conservador que jamás se separará, ni se divorciará de su mujer, aunque Denise sea el leit-motiv de mis noches, que es cuando revivo, o creo rejuvenecer, aunque el espejo digo lo contrario.
-        Hola, mi amor.
Su oscura voz llega a mi espalda.
Extiendo los brazos, presiono sobre sus manos y me expongo a la vista de testigos que bien podrían pedir cuentas que no estoy dispuesto a saldar.
-        Hola, Denise. Estás preciosa, como siempre.
El beso prolonga nuestra quietud.
El tiempo se detiene.
Cierro los ojos y vuelvo a percibir tanta materia inerte flotando en vano sobre el espacio.


Vengo deshojando margaritas desde que tomé Avenida de Mayo. Que sí, que no, que me lo permitiré, que no dañaré a nadie, que es peor mantener encendida la tentación y prolongar esta espera que ya desespera. Y le doy mil vueltas al asunto en lugar de simplificar la cosa y asumir que estoy loca por él, que nunca me ha tratado un hombre como él, tan tano y tan caballero, tan atento y piropeador, tan apuesto como generoso.
Avanzo y trato de despojarme de estos nervios que aprisionan, que condiciona mi frescura y me rotula de infiel, aunque no haya pasado nada todavía.
Es que no me pude resistir.
Vos lo dijiste, Atilio. A veces el corazón se burla de nuestros precarios esquemas, o mecanismos de defensa, o como quiera que eso se llame, si es que tiene nombre.
¿A veces? Y una cae en la trampa del sentido común para decir “¿por qué a mí?”
Porque sí, yegua. Porque así es la vida, impredecible, ¿o acaso te vas a amparar en el hecho de haber prometido en vano un año y pico atrás, afirmar a los cuatro puntos cardinales que ibas a permanecer a su lado ante la salud y la enfermedad y demás? Te casaste con el hombre que amabas y fuiste correspondida. ¡Y lo sos! ¡Y dejá de repetirlo! Es una excelente persona que te respeta, te cuida y asume sus responsabilidades sin pedir nada a cambio. El tipo me conquistó a fuego lento, sin prisa, sin dar rienda suelta al fulgor de una atracción desmedida, tomándose el tiempo para conocerme, generar múltiples salidas y darme los gustos sin chistar: Cenas, paseos culturales por librerías y teatros, visitas a los museos y sorpresas que jamás soñé recibir.
¿Y entonces?
¿Acaso no es más que suficiente?
¿O acaso la vida no adquiere nunca medidas?
¿Será como dijo Romy y nunca estamos satisfechas porque nada nos colma, ni nos calmará?
En fin, ya he cruzado la 9 de Julio y avanzo con sigilo hacia El Querandí, donde me encontraré con Atilio en esta diáfana tarde de primavera dispuesta a recibir con los brazos abiertos a sus devotos amantes. Me veo reflejada en las vidrieras de los escaparates, alumbradas por la ubicua luz de un atardecer que no parece cambiar.
Sentí algo punzante en la boca del estómago. Fue repentino. ¿Y ahora? ¿Las traiciones del cuerpo? Me detuve. Así como vino se fue. ¿Regresará? El cuerpo reinicia su ritmo cansino y voy tras los designios de un acuerdo telefónico.
-        Hola, Fer. ¿Podés hablar?
-        Siempre puedo con vos.
-        Entonces esta vez no te me vas a escapar. Escuchá, mañana, alrededor de las seis de la tarde va a estar Horacio Salgán en El Querandí. Es habitué, pero mañana tocará solo al piano. No me podés decir que no.
-        ¿Tengo alternativa?
-        Sí, ¿dónde y cuándo nos encontramos?
Nuevamente me veo reflejada. Percibo una ambigüedad andante, aunque vaya tras la excusa que palpita dentro de mi mirada como alguien que cede y se entrega a una tentación de inabordable alcance.
Voy.
Sigo deshojando margaritas en la mente y no me relajo. Nada me calma, pero sigo al pie de la incertidumbre que me desplaza por la sombra, aunque me vuelva a ver con los anteojos de sol y sienta que quiero volver a fumar. No hay reloj que marque la hora de mi estado anímico. Sin embargo, creo estar en mi eje. Me lo digo y me lo repito y me miran. Sí, hablo sola y me contesto. Diría que estoy acostumbrada. No dejo de observar los libros que aparecen en las góndolas de novedades. ¿Acaso no tradujeron la última novela de Coetzee?
Inmersa en un remolino de dires y diretes mentales, avanzo por la ancha Avenida que precede su desembocadura a la altura de Plaza de Mayo. Estoy jugada. Ya te amparaste en la coartada que nunca será perfecta y vas cayendo por el tobogán. No hay de qué agarrarse. Mejor dejarse caer, me digo, y listo. Y persigo esa sombra, quizá inaugural, que cambiará la perspectiva de mi pequeño mundo.
Lo he hablado con amigas de confianza, que son dos. Cada cual con su interpretación y con su breve manual de sugerencia. Ninguna preguntó por mí, mujer de 30 años que se sabe atractiva, que luce sus encantos basados en estas largas piernas, ya bronceadas, y su andar de modelo que atrapa la mirada de los hombres. También de las mujeres, ya que estamos, a quienes admiro. Ellas despiertan el lado oscuro de mi curiosidad. Algo inconfesable que me rebasa sin asidero. Percibo sus movimientos, la ondulación de los cabellos, la fragilidad al servicio del estado anímico, nuestros cambios, ciclos, capacidad de engaño, doble mensaje y doble vida. La dependencia del reconocimiento. La vulnerabilidad a flor de piel y esa inagotable capacidad de manipular la situación con una caída de ojos, con un gesto o algún ademán ensayado ante el espejo. Puaj. A veces me doy asco. Tanta histeria suelta alrededor de una patética dependencia: los hombres.
¿Y por qué el plural?
¿No te alcanza con tu marido?
No, no alcanza.
Nunca nada nos alcanza. Por eso me desprecio, mientras cruzo veredas y miradas antes de caer rendida, traicionarme y darme el gusto con infinitas excusas inverosímiles que repito como un disco rayado, haciendo y deshaciendo versiones en busca de la conmiseración.
Entrar a una burbuja de tiempo, concebirlo de modo atemporal y creer que allí, en un par de horas fuera de todo calendario sucederá lo que tuvo que suceder como anécdota que una viejita, alguna vez, compartirá con su compañera de habitación del Geriátrico, riendo a calzón quitado, deshojando margaritas marchitas hace tanto tiempo que le agregaremos matices inexistentes para que el relato adquiera mayor vitalidad, con sal y pimienta.
¡Patética!
Y vislumbro la aparición de la Plaza de Mayo. Me detengo. Noto que, a espaldas del frontispicio del Cabildo hay un vistoso reducto para tomar algo. Una especie de.bar - restaurante llamado Paseo del Cabildo.
No sólo los pasos se han detenido.
En primera instancia no doy crédito a mis ojos. Sonrío. Busco un ángulo propicio y corroboro la imagen para mi sorpresa.
No es posible.
No es posible lo posible.
Me refugio detrás de un arbusto, quizás el amplio tronco de una palmera, y lo observo.
Debería pellizcarme.
Extraigo la cámara digital, la enciendo y saco unas fotos.
En un extremo, sobre el borde de la medianera, está la mesa compartida por mi padre y una jovencita. Ambos tomados de la mano, como dos tortolitos, absortos entre sí. Ella toca su barbilla con una mano, dice algo, sonríen y lo besa.
De inmediato me baja la presión y me sostengo del tronco. Por Dios, ojalá fuese una pesadilla, me digo. No sólo me baja la presión. También siento que me recorre un sudor frío y me mareo. Sin quitar las manos del tronco, logro sentarme. Trato de respirar profundamente. Evoco técnicas que alguna vez puse en práctica y busco llevar el aire al diafragma con lentitud. Profunda inspiración. Eso. Luego exhalo. Una y otra vez la misma ejercitación. Una y otra vez el mismo procedimiento.
Y no sirve. Siento que en cualquier momento me desmayo. Estoy al borde. Permanezco al borde. Se me cierra la visión y la oscuridad gana terreno. Desde el borde del abismo me sostengo. Observo lo que confirmo.
En una mesa del Paseo del Cabildo está mi padre, un apuesto hombre de 63 años con todos sus cabellos grises, acompañado por una jovencita de mi generación. Rubia ella. Tan atractiva como sensual. Ambos tomados de la mano. Con la mano restante acaricia el rostro de papá, que bebe su café en jarrito mientras ella saborea un trago.
Blanca y rozagante ella. Contenta. Plena.
Inconcebible el lugar de testigo.
Inmediata la evocación de las palabras de papá:
-        Nunca olviden que le valor esencial de la vida está en la familia, en el respeto, la dignidad y la unión pese a nuestras diferencias. La lealtad hacia el otro. La paciencia que debemos poner en práctica para no caer en la inmediata tentación de la agresión o el menosprecio.
¡Qué grandísimo hijo de puta!
¡Hipócrita!
Pero no abro la boca ni grito.
Observo. Aún observo y resisto. No doy crédito a mis ojos, aunque sé que no estoy inmersa en una pesadilla. Quisiera morir, gritar, denunciar, desaparecer, no haber nacido, golpear o golpearme hasta no sentir este agudo dolor que se transformará en angustia antes de llamar al tano y postergar el encuentro. Apenas me restablecí, me incorporé. Fui hasta un kiosko y compré una Gatorade. Luego de beber hasta la última gota, lo llamé.
-        No puedo, Atilio. Me vas a matar. Perdoname. ¿Qué qué me pasa? No sé. Mañana te lo explico. No, estoy bien. Bah, no. Pero ni hablar puedo. Sí, no coordino una puta idea. Perdoname si podés. Beso.
Si podés.
Lo que pude es retomar los pasos de donde vine. Regresar. Retornar con las manos y el corazón vacío. Ofuscada, atravesada por mil demonios, incrédula ante este mundo y destruida. En el breve trayecto por la Avenida de Mayo, me vino a la cabeza el Doctor Rubino, mi psicoanalista.  Sin pensar lo llamo, dispuesta a dejar un mensaje en el contestador.
Atiende.
Me nombra.
-        Discúlpeme Augusto, pero estoy desesperada. En contra de mí misma iba a encontrarme con el tano por el centro. Caminaba atribulada y enmarañada, con sensaciones en fricción, permanentemente en conflicto, confusa y demás. Se lo puede imaginar. El hecho es que sin darme cuenta seguí caminando hasta el Cabildo y descubrí un hermoso reducto, un recoveco detrás del frontispicio con un restó de moda, ¿vio? He aquí el punto de inflexión, Augusto. Ser testigo de lo imprevisible, como le gusta decir. Saqué la cámara y fijé para la posteridad la escena. Y percibo a mi padre, el mismísimo Ignacio Copello sentado en una mesa, acompañado por una…pendeja. Una mujer de mi edad, Augusto. A los arrumacos ellos. Manito por aquí, manito por allá. Un besito y otra caricia. Una auténtica escena de amor, ¿me entiende? No, no sé, me bajó la presión, supongo, casi caigo redonda por ahí. Me sujeté de un arbusto. Todo me dio vueltas. Quedé culo para arriba y seguí caminando como una sonámbula, Augusto. No sé qué hacer, ni cómo seguir mi vida. Sí, le pedí disculpas y lo llamé. Dije que lo postergaba. Sí, postergación. Eso dije. ¿Acaso tiene eso alguna importancia ahora? Ajá. Sí, ganas de matarlo, de matarme, de declamar su falsedad al mundo entero y huir. No, ni idea. Sólo huir. No verle la cara a mi marido, ni a Atilio, ni a mi viejo, ni a ningún hombre, qué joder. Sí, mañana. Lo llamo desde casa y le confirmo. Mañana miércoles. A lo mejor por la tarde. ¿Qué? ¿Qué espejo? ¿De qué me habla, Augusto? De acuerdo. Luego de verlo decido. Ahora sí. Y gracias. Y…como puedo. Hasta mañana. Un beso.
Las lágrimas ceden y me arrastran.
¿Hacia dónde?
¿Cómo regresa el alma a una misma?
¿Por qué me siento devastada?


Al cabo de una extraña sesión con el Doctor Rubino, aceptó los lineamientos que la llevaron a almorzar con su padre.
La bronca y la impotencia permanecieron inalterables. Supo respirar, controlar su lengua bífida y la premura de los exabruptos.
Apenas pidieron le menú fue al grano y habló de ella misma.
Tono confidencial e intimista.
El padre oye con aplomo. Adquiere una postura reflexiva. Bebe el agua mineral y no opina. Adusto el rostro. Concentrado en cada frase, en el modo que su hija hilvana la trama del desencuentro, en cada gesto que la desencaja, en el cambio de expresión, en la sutileza que escapa del control, en la irrupción de una adjetivación desmesurada que acompaña la rigidez de un dedo índice en alza. Cuando señala hacia arriba, en forma desesperada, antes de acusarlo, antes de ubicarlo en el banquillo de los acusados y tratarlo de hipócrita.
El padre frunce el ceño.
-        ¿De qué estás hablando, hija? ¿Vos estás bien?
Entonces grita.
-        ¡Hijo de puta!
-        Calmate, por favor. Me estabas contando del enganche que tenés con un italiano del laburo y me saltás con esto.
-        No tenés cara, papá.
-        Es la única que tengo, pero vos decime lo que querés decir y dejá de insultar.
-        Te ví.
-        Ajá. ¿Dónde y cuándo?
-        El martes pasado, pa. Entre las 5 y media y las 6 de la tarde en el café del Cabildo.
-        El martes pasado…(reflexiona). Hijita querida, conozco perfectamente el lugar, al cual habré asistido un par de veces. Mirá, si saco la cuenta, hace más de un año que no piso por esos lares. Las pocas veces que salgo a almorzar, o tomar un café, lo hago por el bajo, por la zona de la recova.
-        Tengo fotos, papá.
-        Bien. ¿Las miraste? ¿Las tenés acá?
Ella extrae la cámara digital.
-        Estabas con una rubia de mi edad.
Pulsa sobre las teclas acertadas y expone las imágenes.
-        Mirá.
El padre la contempla y, sin quitarle los ojos de encima, se la devuelve.
-        Cobarde, mirate.
Niega con la cabeza y dice:
-        No, primero las vas a ver vos, Fer.
Serio el padre. Imperativo el tono de voz.
A ella se le congela la sangre. Presiente el advenimiento de una catástrofe. Toma la cámara con cuidado. Teme. Se atreve y observa. Abre desorbitadamente los ojos y exclama:
-        ¡No puede ser!
Repite una y otra vez la frase. El padre apoya una mano sobre su hombro.
-        Hija, ¿vos estás bien de la vista?
Asiente.
-        ¿Y de la cabeza?
-        Es que te ví, pa. Eras vos.
-        ¿Mucho stress?
La hija se cubre el rostro y llora.
-        Fer, ¿es cierto lo que comentaste sobre ese tipo?
-        Sí, papá. Todo es real.
No tiene consuelo.
-        Perdoname.
-        No hay nada que perdonar. Me preocupa tu estado. Me preocupás vos.
Mientras seca las lágrimas con ambas manos, dice por última vez:
-        No puede ser.
Entonces resuena la evocación de unas oportunas palabras del Doctor Rubino por teléfono.
-        ¿No habrá visto usted lo que refleja el espejo? Suele suceder cuando uno menos lo espera.

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miércoles, 16 de febrero de 2011

Versiones sobre la semilla del mal

I

Los párpados estaban adheridos, al igual que esa extraña penumbra del despertar, mientras un agudo sonido aparecía y desaparecía, aparecía y desaparecía generando una molesta expectativa convocada por su repetición.
A través de los párpados supo que ya había amanecido.
Antes de atender el teléfono quiso evocar la atmósfera onírica que, irremediablemente, había huido al olvido. Pantanoso el territorio de ese olvido.
- Hola ¿Quién es?
Cavernosa le salió la voz.
- Qué hacés. ¿Pasó algo?
Pausa.
- Che, pero qué hora es.
Sigue sin abrir los ojos.
- Está bien, siempre me despierto a las siete, más o menos. Hoy tengo el reparto, pausa para almorzar y…es martes, ¿no?
En el primer intento fracasa. Luego vislumbra los claroscuros que se filtran por las hendijas de la persiana.
- Bueno, dale. Sí, me organizo. Hablo con Armando, no hay problema. A eso de las cuatro me libero.
El reloj digital indica las 7:53
- Por Independencia, como siempre.
Gira en la cama hasta quedar boca arriba. Se refriega los ojos y quita algunas lagañas.
- No, dejate de joder. Sigo solo y sin prisa. No empecés…
Extiende un brazo, lo alza y se despereza.
- Dale. Ahí estaré. Un abrazo.
Al colgar el tubo del teléfono bostezó un par de veces y percibió, una vez más, la monacal blancura de su habitación. Como quien se desprende de sí mismo, notó que los pensamientos no lograban despuntar, ni encontrar hilación alguna. Sin sentirse perdido, hizo un pequeño esfuerzo por incorporar el cuerpo, apoyar ambas piernas sobre el parquet, calzarse las ojotas y, con algún bamboleo, dirigirse al baño. Mientras se lavaba la cara, repasó el periplo que lo llevaría de Caballito a Villa Luro. Un periplo recorrido durante más años de lo necesario. El oficio del repartidor había llegado a su fin. No obstante, algo lo retenía en el equívoco lugar de la fijación. El hombre estaba confinado a ser el rapsoda de una segura desazón.
Y sospechaba bien.
Mientras se observaba el rostro reflejado en el espejo, esa expresión acentuaba las comisuras de los labios hacia abajo, en dirección al mentón.
Aún no estoy vencido, pensó.
Aún no ha llegado mi hora.
Antes de buscar la furgoneta, decidió que se trasladaría por Avenida Rivadavia desde Río de Janeiro. Acomodó papeles, documentos y recibos en una cartera. Luego se palpó el abdomen, aún firme pero prominente, y lanzó al aire una falsa promesa. Creyó en ella una vez más sin resignarse a que el gimnasio nunca será el ámbito propicio para ejercitar la continuidad.
En la balanza doméstica acusó 91 kilos. Luego evocó la dieta sugerida por el clínico para bajar el nivel del colesterol. Luego despidió una breve puteada y puso manos a la obra.

__________


Una vez cumplida la extensa faena, se detuvo en un parador. Allí deglutió un pebete de jamón, queso y tomate acompañado por un vasito de tinto y un café doble bien cargado. Le dejó la furgoneta al socio y fue, con parsimonia, hasta la esquina en la que su cuñado lo pasaría a buscar.
Y lo buscó nomás. Puntual el cuñado. Dos veces tocó la bocina.
- Qué hacés, Juan. Cada día es un milagro que nos ofrece Dios, querido. Cambiá esa caripela, te lo pido pro favor. Subí que nos vamos.
Uno bien podrá suponer que en pocas palabras pronunciadas se constituye el retrato de lo humano. Es más, diría que comparto esa idea traída de la experiencia. Sin embargo, en aquella vespertina ocasión, percibió la gestación de un visceral temblor a partir de lo que emanaba su rostro.
¿Y qué emanaba?
Aquí entramos en terreno conjetural, lo sé. Y podemos cavilar entre tinieblas, entre imprecisas observaciones que la memoria, como de costumbre, traiciona con su fe, a veces inquebrantable, otras permeable a los vaivenes que provienen del relato, su repetición, su modificación, su convergencia con imágenes que provienen de álbumes, fotos y grabaciones caseras.
Después de atravesar calles empedradas, tomó por Juan B. Justo.
¿A dónde iremos? –se preguntó.
Cruzaron por la cancha de Vélez y subieron al Acceso Oeste.
¿Un nuevo supermercado?
¿Un templo arcaico?
¿Alguna reunión ecuménica?
En la radio suena jazz.
- Al fin te modernizaste, Tito. ¿Qué pasó?
- Y…cuando entraste a Piazzolla no sabés donde podés desembocar. Es lógico, ¿no? Por otra parte, no creas que sólo escucho música sacra.
Suena la primera etapa de Miles, Coltrane, Thelonius. Eleva el volumen y se jacta de los nuevos parlantes Pioneer.
- Escuchá esos graves.
- De primera.
También pisa el acelerador después de dejar atrás los ladrillos del Hospital Posadas.
- ¿Qué pasa? ¿Apurado por rezarle a la virgencita en Luján? ¿Una visita al cura sanador? ¿Sigue en actividad tu amigo de Moreno?
- Ansioso, Juancito. Sorpresita de primavera. ¿Acaso te fallé alguna vez?
Tito se mantiene sobre su carril izquierdo y no baja de 130 km/h.
- Mirá que hay radares.
- ¿Y qué creés que detecta este aparatito? GPS, cuñado, de última tecnología alemana.
Cada tanto lo observaba, de perfil, y a pesar de tener puestos los anteojos de sol, notaba una mirada vidriosa, de quien descansa mal, o viene consumiendo anfetaminas u otras sustancias de alto voltaje durante un tiempo considerable.
Juan tenía varias preguntas atragantadas que nunca supo formular.
Más allá del machismo imperante en Tito y su devoción religiosa, no comprendió cómo habían llegado a consolidar un íntimo nivel de complicidad, siendo su única hermana la mujer de Tito. Tampoco comprendió el o los motivos por los cuales esa mujer ha elegido a este hombre como compañero de ruta.
En fin, el misterio restituye los meandros de su insondable recorrido y uno transita por él como cualquier ignorante.
En el coche habían estampitas, un rosario blanco colgado del espejo retrovisor y una oración de agradecimiento al Santo Patrono de la paz.
De repente, cuando menos lo esperaba, el auto viró en la entrada a Padua y Merlo.
- ¿Por acá?
- Sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas. No te asustes, que no aparecerán los indios ranqueles.
Luego tomaron un nuevo camino, el de la Ribera, y bordearon las vías hasta un cruce.
- Esto es nuevo.
- Así es. Acá se invierte. Por eso me gusta.
Reconoce que cada día maneja mejor, como si el vehículo fuese la prolongación natural de su cuerpo.
Entre un desvío y otro, el paisaje de suburbio se torna inhóspito, con casas bajas, prefabricadas, un camino de tierra a la vera de un arroyo caudaloso y la irrupción de los primeros alambrados.
El cuñado, con una mano, extrae del saco un paquete de Marlboro.
- ¿Qué? ¿Otra vez?
- La ocasión lo amerita.
Lo ayuda con el encendedor y se siente perplejo.
- Volviste.
- Siempre se vuelve al primer amor.


__________

El auto detenido alrededor de unos cañaverales. La puerta del conductor ha quedado abierta.
Ha cambiado el cielo, como si quisiera abrirse, aunque estén rodeados de nubarrones oscuros.
Silencio.
Silencio del atardecer.
Silencio de tonos rosados y violáceos que se tornan malva mientras se oye la sonoridad de los grillos.
Quedan marcadas las huellas, los surcos de unas botas y de un par de zapatillas. Esas marcas se desvían del camino e ingresan a un pastizal devenido pantano. Se oye un murmullo de voces. Luego, al aproximarme, sólo oigo un tono de voz. Un hombre que le habla al otro.
Monólogo de quien arenga, adoctrina o imparte justicia.
Monólogo de la certeza.
Me aproximo. Lo hago con sigilo. Una mata de plantas silvestres me rodea. Así me siento protegido. A través de las hojas, algunas florecidas, en posición oblicua respecto a los protagonistas, observo a uno sentado, abrazando sus piernas flexionadas y atadas con la mirada perdida en el suelo.
Hombre tan abatido como sorprendido.
El otro camina a su alrededor portando un arma en la mano derecha. Lo mira, mira al vacío y también levanta la vista sobre un cielo encapotado que se aproxima como un aciago presagio. No deja de gesticular y de buscar razones que no alcanzan.
Insiste.
Fracasa.
- Por eso te traje acá, cuñado. Aunque no entiendas nada, lo hecho, hecho está. Y es irremediable. Me mirás con esa cara y no sé si creerte. En fin, me tenés que dar una respuesta. Una sola, Juan.
También se nota que el hombre al que llama Juan fue golpeado en el rostro. Una mejilla hinchada y la otra con un ligero corte cercano a la sien.
- Decime qué y se acaba esta farsa. Estás del tomate, Tito.
Éste suelta de inmediato un cachetazo que resuena como si fuese lanzado por un látigo.
- Escuchá y no interrumpas más. Soy yo el que manda. ¿Está claro?
Asiente con la cabeza.
- Decime, pero respondé de frente. Mirame. Eso, levantá la cabeza y mirame. Así.
Lo mira desconcertado.
- ¿Vos sabías que Pancha se veía con otro hombre?
Frunce el ceño.
- ¡Dije que respondas!
- No.
Tenue la respuesta.
- ¿Cómo?
- Que no, boludo. ¿Qué es lo que te pasa?
- Me estaba siendo infiel, se veía con otro hombre.
- No, pero…¿cómo se te ocurre? Mi hermana. ¿Acaso no la conocés?
- Rompió el pacto –dice sollozando.
- No, Tito. Nunca lo hubiese hecho.
- Alta traición.
- No es posible. ¿Por qué creés que lo hizo? Estás en pedo.
- Imperdonable su traición y su engaño.
- ¿Y cómo sabés?
Hay congoja, respiración entrecortada y desesperación en el hombre.
- Ya es tarde.
- Qué decís.
- Es tarde.
- Contame lo que sabés. Ya vas a ver que te equivocaste. Intensidad interpretativa, que le dicen. ¿Cómo se te ocurre?
- ¿Cómo? Escuchá.
Lo patea en un hombro. Sin fuerza la patada.
- Me cagó la vida, Juan. La cagó para siempre.
El hombre escupe. Vuelve a apuntarlo y agrega:
- Y dejá de actuar como un Juez. Si estás disimulando te voy a volar los sesos.
- ¿Juez? ¿Qué estás diciendo? Desembuchá y largá lo que sabés.
Nuevo cachetazo.
- Ahora escuchá y cállate.
Lo hace. Al cabo de una breve pausa, prende otro pucho, observa el cielo gris en expansión y luego recobra el aire. Dice:
- No sé cuando empezó, pero la intuición no falla. Una vez que ingresa el gusano a la manzana, ésta se pudre. Es la ley natural. Y digamos que empezó en la mirada, su mirada, su forma de de alejarse, eludirme, llegar más tarde, rehuir el contacto, decir que no, que otro día, que está menstruando o que le duele la cabeza, qué se yo. Ya conocés a las mujeres. O no. Hoy más bien diría que no tenemos la menor idea de lo que anida en esas almas reguladas por hormonas y por ciclos lunares. En fin, luego empecé a buscar señales, Juan. Señales de cualquier tipo. Oré y hablé con santos, olfateaba su ropa interior recién dejada para lavar, la seguí unas cuadras, levantaba los mensajes del celular, leía sus mails después de descifrar la contraseña. Abrí su billetera, San Francisco seguía allí (lo que me tranquilizó un rato), pero recuerdo que alguna vez entré al baño de repente, mientras se duchaba, y la observaba desnuda, de arriba abajo, en busca de alguna señal, soportando sus insultos por el modo de irrumpir e invadir su privacidad. Llegué a olerla de noche, después de pedirle perdón a Dios y María santísima, por sus zonas íntimas, vos me entendés, confundiendo aromas que no lograba especificar, con lo cual se acrecentaron mis devaneos alrededor de una sospecha que me poseía. Inexorable ese crecimiento. Tras cartón estaba día a día más distante, ensimismada en el laburo, conectada a Internet, meta mensajito desde que llegaba a casa. No hubo caso: el gusano ya anidaba en la manzana y ésta se podría. Estamos en presencia de lo inevitable. ¿Me entendés?
Volvió a asentir.
- Entonces para qué lo complicás. Nosotros fuimos cómplices y compañeros en innumerables ocasiones y siempre estuvimos al pie del cañón. ¿O no?
Nuevamente asiente.
- ¿Quién te entiende a vos?
- Nadie. Es que estás totalmente trastornado, estás loco. ¿Cómo podés creer que mi hermana te haya cagado? Para colmo me endilgás participación silenciosa en semejante disparate. ¿Qué querés que te diga? Estás delirando, viejo. ¿Acaso lo pudiste comprobar?
- Decilo.
- Te lo estoy diciendo, carajo. Recién me desayuno con tus alucinaciones y nunca hubiese imaginado algo parecido, porque es imposible que ella te cague. ¿Me podés soltar?
- Nada es imposible. Decilo.
- No tengo más nada que decir. Volvamos, Tito.
Carga el arma y quita el seguro.
- Como de costumbre.
Se aproxima y le apunta a la cabeza desde unos 3 metros.
- Antes quiero contarte lo que ha sucedido.
El cuñado murmura.
- Cerca de acá, en un desvío del arroyo, la traje anoche. También la até, Juan. Actuó como una yegua desacatada. Por momentos gritaba, lloraba, decía lo mismo que vos, que estaba chalado, desencajado, que cómo no lo había hablado antes. Le dije que me he descubierto, Juan. Dije lo que soy y siempre he sido: un purista. Un hombre que se mueve por confianza y fe ciega, que empeña la palabra, que cumple su promesa y asume sus compromisos. Y hay que llegar a la médula. Tocar fondo y reconocer al habitante de nuestra alma, duela lo que duela, cueste lo que cueste, y admitir que jurar amor ante cualquier adversidad no es moco de pavo. Y yo juré, Juan. Juré y cumplí. Juré y me consagré al matrimonio. Juré y estoy bajo juramento hasta el día del juicio final. Y le dí una última oportunidad, la oportunidad de una última confesión, como la unción de los enfermos.
El rostro de Juan se deforma.
- ¿Qué le hiciste?
- Y se mantuvo incólume. No lo reconoció. Ustedes, y no es novedad, son de tal palo tal astilla. Terca como una mula nuestra Pancha Rodríguez. No aflojó ni bajo el agua.
- Qué hiciste…-dijo resignado, en voz baja.
- Lo que debía de hacer. El mandato ético, Juan. Tenía un bidón de 5 litros de combustible.
Juan cierra los ojos.
- Son 5 litros inflamables sobre un cuerpo con 5 litros de sangre contaminada. Ella, me pareció, empezó a orar. Y luego, sin mediar pausa alguna, encendí el Zippo y lo arrojé sobre su cuerpo de pecado. Y al pecado hay que inmolarlo, claro. Lo demás es mejor no imaginarlo.
Los ojos permanecen cerrados.
- Dos gotas de agua, ustedes. ¿Ahora te ponés a rezar?
Caen las primeras lágrimas. El hombre se aproxima aún más y sigue apuntando con el arma.
- Es el fin, Juan. Decilo y te salvás.
Ahora apunta a la sien.
Silencio sobre una luz mortecina que me quita el aliento.
Estoy paralizado.
El cuerpo quisiera intervenir. La conciencia no me deja, ni me dejará. Lo sé.
Aunque suene inverosímil, intuyo la presencia de otro testigo. Como si alguien conociese los pormenores que confluyen en esta trágica historia.
Lo presiento cerca, a mi lado.
Por supuesto que no lo veo.
Tiemblo.
Sospecho que ambos podemos ser el mismo.
Entonces también cierro los ojos.
Con la mirada clausurada intento imaginar los diversos precedentes que convergen en esta escena.
Con esos ojos envueltos en la oscuridad oigo el disparo.
Uno solo. Seco y feroz.
Al instante se oye la caída de un cuerpo.
Al instante siguiente una voz cavernaria que grita:
- ¡¡NOOOOOO!!
No es necesario abrirlos para percibir el estado de las cosas cuando la negación, en definitiva, es el primer grito de libertad del hombre.
El grito inaugural que bifurcará al infinito las peripecias de nuestra extraña y humana condición.
Quien sobrevivió, lo supe más tarde, fue evocado por las imágenes dispersas que se reunieron en un sueño, en el terreno pantanoso del sueño que, sin darse cuenta, constituye al mundo con semillas que pertenecen al ámbito de lo imperecedero.



II

He regresado a mi habitación. Lo hice con sigilo, albergando en mi mano derecha una piedra. Juego con ella mientras arrojo un maletín sobre la cama, enciendo la tele y prendo un pucho.
Con la mano izquierda levanto la persiana y percibo incontables luces titilantes sobre una noche de cerrazón.
Incontables historias, pienso, transcurren sin su narrador.
Percibo familias reunidas alrededor de una mesa, alguna que otra pareja conversando en el balcón, madre e hija discuten para sentirse unidas y debajo de ese departamento hay un viejo que chupa del mate y dialoga con el conductor de un programa de radio.
En medio de esta inabarcable fauna humana, también estoy ocupando mi lugar en el mundo a través de palabras que no podré escribir. Entonces busco mi grabadorcito de periodista, noto que las pilas están intactas y cargadas, balbuceo alguna que otra queja debido a las puntadas que acechan sobre mi cintura, y me recuesto.
De inmediato apago la tele.
Luego oigo mi respiración. Entrecortada esa respiración. Agitada por momentos.
Un par de veces suspiré. Luego tosí. Aspiré profundamente el cigarrillo y lancé volutas de humo espiraladas. Observé cómo se disipaban sobre las pequeñas grietas que tiene el techo. Blanco el techo y blancas las paredes.
Sé que no podré escribir.
Luego enciendo el grabador, gira la cinta de la cassette y cierro los ojos.
Vuelvo a suspirar.
Sé que podré hablar. Hablar y confesar. Hablar y contar. Hablar y adquirir conciencia de los hechos, su sucesión, la materia prima que hace reverberancia en mi interior, donde el estado de ebullición revela un diagnóstico. Unívoco el diagnóstico: la traición.

__________


Nunca sabremos cuál es el origen de las cosas; para qué andar macaneando. Sin embargo, cuando menos lo esperamos, despunta algo, una sensación, un nudo en la boca del estómago, la carcoma, el giro inesperado al despertar, al mirar, quizás por vez primera, desde otro lugar.
Y en ese lugar la veo llegar, como todos los días, a mi mujer: un beso en los labios, hola, cómo estás, cómo estuvieron las cosas en el juzgado, ¿cansada?, dale, voy preparando una tarta, la de puerros, sí, mi amor, mientras tanto me baño y vos vigilá el horno.
En la faceta cotidiana, una pareja común y corriente que se respeta y hace del amor un espacio reservado a la ternura y el mutuo compromiso asumido en sagrado matrimonio.
No obstante, aquella noche detecté algo, ese primer signo de distanciamiento, esa primera mirada huidiza, ese primer gesto renuente a la complicidad entre dos personas que se aman, o dijeron amarse.
Desde entonces ejercí una atenta vigilia sobre sus movimientos, sobre su versión de los hechos, sobre su modo de actuar.
Diría que no se daba cuenta.
En verdad bien podría afirmar que jamás se percató de mi creciente observancia sobre su comportamiento. Noté besos de compromiso, al igual que una ciclotímica expresión afectiva y una merma en la entrega sexual.
Indagué sobre los mails, mensajes de texto, llamados, cenas y otros arreglos. La seguí por la calle, estaba atento a su vestimenta, los cambios de tono al hablar, perfumes que usaba, alteraciones anímicas y cualquier señal, por mínima que sea, que delatase su omisión.
En algún momento dado va a caer, me dije. Es inminente.
Noches y días inminentes que no me dejaban descansar.
Noches y días sucesivos que se fueron perdiendo del calendario, donde la fantasía, las imágenes oníricas y la realidad se interpretan en un solo plano, lindante con la locura, con ojos cansados, ojos rojos y afiebrados que buscan la bendición de Dios.
Me veo desde su omnisciente mirada y oigo la súplica.
- Averiguá y obrá en consecuencia.
Y lo hice.
Como un soldadito del Señor, recavé datos que me permitieron asociar sus variados itinerarios alrededor de una senda ofrendada al demonio.
Variopinta esa senda. Senda de cenas con amigas, del descubrimiento del Yoga, de extraños gastos en la tarjeta. Fueron gastos de perfumería, peluquería, buena pilcha o algún curso de estética corporal. Y seguí averiguando. Noté que en el último tiempo había bajado de peso, controlaba tanto su alimentación como sus palabras, medía sus respuestas y poseía un extraño brillo en los ojos.
Si bien era amable, algo me dijo que había gato encerrado.
Ya vas a caer.
Me acompañaba a misa, seguía confesándose con el Padre Carlos Rivoira y mantuvo formalmente sus rituales dentro del dogma.
Tuve pesadillas, presunciones irrevocables y una lacerante angustia que socavaba mis restos de tolerancia.
Un viernes cualquiera, una vez concluida la jornada laboral, mientras aguardaba su próximo arribo al hogar, supe que daría comienzo a un solapado interrogatorio que develaría la infidelidad.
En honor a la verdad, no fue así.
Luego de hilvanar con la mente cada una de sus coartadas (algunas ingeniosas, por cierto), supe que las cartas estaban echadas. Una creciente tensión nos llevó a la habitación del insomnio.
- Buenas noches, mi amor.
- Buenas noches.
La última noche. Noche de fotogramas despedidos por un espíritu perfeccionista que no tolera el engaño. Doble, al menos, ese engaño. Irreversible esta situación. Los sucesivos fotogramas parten de un encuentro casual en la calle. La casualidad no es tal. Sé que pasará por Carlos Calvo al salir del Estudio. Sé que puede detenerse en el bar de siempre a tomarse un cortado, pedir el diario o una revista al mozo tucumano, hacer las palabras cruzadas, hojear el horóscopo y leer los chistes de la última página, pero la sorprendo. Menciono una cobranza por la zona (la cual llevé a cabo), abro la puerta del acompañante (como es costumbre) y le digo que aprovecharemos el tiempo libre para dar una vuelta y pasear.
- Hace mucho que no lo hacemos.
Tiene razón.
Como es distraída, no tiene la menor idea de los barrios que vamos dejando atrás hasta subir a una autopista que le cuesta reconocer.
- ¿A dónde vamos?
- Estamos paseando.
Por momentos excedía la velocidad, pero conducía con aplomo. Dejamos de conversar sobre bueyes perdidos y el silencio se instaló entre ambos con un peso inaudito.
No nos mirábamos.
Si no me equivoco, por vez primera encendió un pucho dentro del auto y abrió la ventanilla. Tomé un desvío y, sin dejar de transitar por calles asfaltadas, el suburbio cobró aspecto de zona industrial venida a menos, entre fábricas abandonadas, casas bajas y precarias, un nuevo desvío y la aparición de una calle de tierra entre pastizales y la maleza creciente.
- ¿Qué hay por acá?
- Nosotros –respondí.
De inmediato encendió otro.
- No me gusta esto.
- A mí tampoco –dije mientras detuve la marcha, lo dejé en punto muerto y puse el freno de mano.
- Ahora bajemos.
- ¿Acá?
- Sí, acá.

__________


Observar el cielo, el atardecer lento y definitivo, mientras extraigo los utensilios necesarios para cumplir con la faena premeditada.
Encapotado ese cielo que no nos cubre ni protege.
De repente, cuando ella arroja el cigarrillo encendido sobre la tierra seca y lo pisa, la tomo por detrás, sujeto sus manos y la ato por las muñecas, ajusto el nudo y hago lo mismo con las piernas tomándola por los tobillos. Luego la observo. Ella también es una criatura de Dios.
Noto que madura con magnífico semblante.
Como dijo alguna vez la vieja, tu mujer envejecerá y se convertirá en una señora elegante y refinada. Tiempo al tiempo. Ahora deberá confesar.
Ayer fue por las buenas.
Hoy será por las malas.
- ¿Vos estás jodiendo?
- No.
Luego asesté un golpe sobre una de sus mejillas. Súbito el golpe. Súbito y preciso. Sonó como un latigazo. Finalmente extraje el arma.
Ella escupió para corroborar si sangraba. No fue así.
- Ahora vas a hablar.
Quedó cabizbaja, con el espeso cabello castaño claro cubriéndole buena parte del rostro. Cabizbaja y anonadada, sin responder.
- Quiero saber en qué andás.
Volvió a escupir.
- ¡Mirame! – grité.
Obedeció.
Temblaba y dijo:
- No entiendo, amor.
- Ajá. ¿Vos entendés lo que es un juramento?
Asintió con la cabeza.
- ¿O es cierto que las mujeres ignoran el sentido del honor? ¿Estás segura?
- Claro que sí.
Empecé a caminar a su alrededor como quien estudia a su presa.
- Bien. ¿Vos te acordás que unos años atrás juramos fidelidad hasta que la muerte nos separe más allá de los embates y avatares que nos ofrezca la vida misma?
Volvió a asentir.
- Entonces ahora tenés la posibilidad de contarme qué fue lo que pasó y porqué me fuiste infiel.
Lo negó. Una y otra vez lo negó. Juró sobre la tumba de su padre que jamás me había engañado. Tampoco ahora. Y juró que nunca lo haría.
Insistí sobre su única oportunidad de sobrevivir al destrabar el seguro del revolver. Volvió a repetir la misma sanata y agregó que quedaba encomendada a la voluntad de Dios.
Dije que tenía una última chance y le apunté a la sien.
Estaba arrodillada y empezó a balbucear alguna oración.
- No hay posibilidad de engaño ante sus ojos, mi amor.
No tuve tiempo de sorprenderme ante la frase despedida.
Apoyé el caño, seguramente frío, sobre la sien, cerré los ojos y gatillé con fuerza.
Un solo disparo. Certero y decisivo el disparo.
Luego oí la caída del cuerpo: como si hubiese caído en dos tiempos ese cuerpo.
- Mi amor –repetí.
Ambos ecos quedaron superpuestos sobre el segundo disparo.
Fue un acto reflejo.
Caño apoyado sobre el paladar y una múltiple explosión que diseminó al ego sobre la infinitud del espacio que no supe ocupar.
Pero la historia retorna a su punto de partida, donde he regresado a mi habitación, he cerrado los ojos y he podido rememorar con una piedra aferrada a la mano.
Y allí la veo, emperifollada en un vestido claro de tono pastel bailando con gracia, suelta, ágil e inocente.
No dejo de observarla.
No dejo de pensar que bien podría ser el amor de mi vida.
Dejo de pensar y me acerco.
Lo hago bailando. Una sonrisa convoca a la otra.
En la escena somos genuinos y elocuentes. Noto algo distinto en su aspecto. No podría precisar qué. Guiño un ojo y lanzo mis primeras palabras. Se gesta la esperada complicidad. Mientras tanto me digo: ¿se podrá narrar una auténtica historia de amor? En el mientras tanto nos sentamos e iniciamos una extensa travesía que aún titila dentro de mis ojos cerrados.
Eso sí: la decisión está tomada, aunque logre evocar tus enormes y rasgados ojos almendrados al decir que sí, esa inconfundible voz grave que embriaga los cinco sentidos, esa delicada entrega que abrió las manos al porvenir cuando dijiste que me amabas, que querías casarte, convertirte en mi mujer, llevar la indeleble estampa de mi apellido puesta en el alma, casi desmayarte cuando reconociste ambas alianzas en tu cuarto de soltera, uncida por el ardor que dijo que sí, acepto, cuando esa voz de arena se quebró y las lágrimas, mezcladas con el rimmel negro, cayeron sobre los encajes del vestido de novia, que fue el que lució tu madre en otra vida, que ya no es ésta, ni es aquella, vida que no cabe en ninguna otra parte, tampoco en las promesas de los hijos que no nacerán, al igual que éstas palabras, nunca vertidas sobre papel, aunque la decisión ya esté tomada y el grabador, supongo, registrará la tonalidad del silencio que se avecina y que otro, a lo mejor, aprenda a oír.
Aquí el perdón no será otorgado.
Aquí nace la idea de un bidón lleno de combustible para amedrentar a la acusada.


III


- …che, vos que siempre estás interesado en los policiales, ¿leíste lo que sucedió alrededor del camino de la Ribera?
- ¿De la Ribera?...¿cuándo?
- Y…unas 5 semanas atrás.
- Me suena. ¿Recordás los nombres?
- No, recuerdo los hechos; es decir, la crónica de los hechos.
- A ver.
- Más que un caso de resonancia, en lo personal, diría que fue un caso enigmático que sigue dándome vueltas por el balero.
- Dale, largá.
- A la vera del canal hallaron 3 cuerpos. El de la mujer carbonizada. Parece ser que al día siguiente otros dos hombres quedaron tendidos en el mismo lugar. Fueron ejecutados con arma de fuego. La Bonaerense hizo el rastrillaje por presunto llamado anónimo. Alguien batió la justa e informó desde un privado la ubicación de los cuerpos.
- Mirá vos. ¿Y qué se conjetura?
- Acá empieza la cuestión, gordo. Oí esto: la mujer era esposa de uno de los occisos del día siguiente. El otro era su hermano. ¿Se entiende? Es decir que los cuñaditos, en principio, fueron ejecutados en el mismo lugar que se prendió fuego a la mina.
- Dale.
- La irrefrenable fuerza del rumor dice que el dorima era un tipo especial, de antaño, de otra época, chapado a la antigua y religioso practicante.
- Judío.
- Posterior. Católico, apostólico y romano. La jermu también. Un matrimonio de larga duración y sin hijos. Mirá que estos boludos no se cuidan, ¿eh?
- A lo mejor tampoco cojen.
- Ésa es buena. La tomo. Escuchá: parece ser que el tipo olfateó un fato en ella.
- No te digo…
- No sabemos si halló la prueba fáctica, aunque las típicas señales estaban. Ella se vuelve coqueta, se cuida, asiste a un gimnasio, sale con amigas, esas cosas. Y el marido la rastrea por donde puede: la sigue, lee mails, supongo que mensajes del celular e inicia una pericia por mano propia. Todos los caminos conducen a Roma, mi amigo. Usted lo sabe. El pobre infeliz, que en paz descanse, también. Es que llegó a roma con las manos vacías y la intuición plagada de fantasmas que lo atormentaban.
- Che, entre paréntesis, ¿quién te batió la data?
- Momento, momentito. Tiempo al tiempo y siga escuchando.
- Meta.
- ¿Querés otro fecha?
- No, estoy bien.
- Mirá, en los barrios, barrios, todo se sabe. Y lo que no se sabe se crea o se inventa. Y se inventa o rumorea o ventila con precisión. Cosa de mandinga, pero así es la cosa. Como te decía, el fulano indagó hasta en las minucias sin comprobar que había pisado el palito. En el mientras tanto de una prolongada espera, siguió hurgando hasta que la tolerancia dijo basta y pasó al interrogatorio sin pena ni gloria. Aparentemente estaban intactas y cubiertas todas y cada una de las coartadas. El hombre de fe cree en la redención y deja como último recurso el perdón ante la confesión del pecado. Pero el pecado, que nunca sabremos si existió, no fue confesado. ¿Y qué hizo el quía? Con disimulo la pasó a buscar con el coche por el laburo y la llevó de paseo hasta acá, a la vera del nuevo camino, donde agudizó el interrogatorio hasta llegar a las últimas consecuencias. Lo tenía planificado, mi amigo. El tipo piró y midió cada paso a dar. Había un bidón con combustible, un encendedor y el ardor de una pasión desbordante. ¿Cómo diferenciar con claridad la pasión, la obsesión y el amor? La dejo picando para otra oportunidad. ¿Te parece? Ya que estamos, digamos que al no haber confesión el hombre la prendió fuego. También pensé que por instinto de supervivencia la mina confesó mintiendo y la prendió fuego por despecho; o bien la descubrió saliendo de un Hotel con el amante y no aflojó ni bajo el agua. En fin. La cuestión no quedó acá. Según dicen, el loco era culo y calzón con el cuñado, el hermano de la jermu, y al día siguiente se lo llevó de paseo mortal al pobre tipo y se lo cargó. Esta vez con arma de fuego.
- ¿Y por qué lo iba a ejecutar al cuñado?
- Buen punto, mi amigo. Acá deberíamos acudir a un profesional en la materia, ya que no tenemos respuestas concretas. Sin embargo, avanzo a tientas con le sexto sentido y me digo que un idealista a ultranza, con la edad del sujeto, es un ser peligroso, un cordero de Dios envuelto en la piel de un lobo salvaje. ¿Me seguís? Creo que fue en busca del cuñado y amigo para corroborar la sospecha letal. El hermano debía de saberlo. Entonces lo puso entre la espada y la pared. Lo presionó y lo llevó al límite. El buen hombre no tenía idea. Y si tenía alguna idea, la encubrió. ¿Es el hermano, no? A mi limitada capacidad de entendimiento algo le dice que no supo nada y tampoco supo defenderse. Imaginate cuando le dijo la justa y le señaló la incineración de la hermana como una Juana de Arco cualquiera. Ahora tenía el arma cargada y le apuntaba. La situación no daba para más. El otro habrá intentado calmarlo, traerlo a la reflexión o tildarlo de loco de mierda, o perverso. O se guardó a silencio y se entregó a la voluntad del destino. Lo demás está cantado. El idealista llegó a una situación visceral. Estaba condenado. No tuvo alternativa: matarlo y luego, de inmediato, inmolarse.
- A lo mejor el testigo existe porque simplemente oyó los disparos.
- Coincido.
- Pero…¿la mujer fue infiel?
- ¿Qué pensás?
- A esta altura ya no pienso nada, tordo.
- Somos dos.
__________


Los oí atentamente. Es llamativo el periplo lógico que atraviesa una adecuada investigación. De haberlo leído en los periódicos y en los medios, hubiese mencionado los mismos razonamientos y me hubiese hecho las mismas preguntas.
El dilema es el del testigo.
El dilema es el deseo más recóndito del testigo.
Ojalá hubiese sobrevivido el otro. Puedo escribir y decir que así fue. Me invento otra realidad, que es la sustancia de estas palabras. No obstante, una y otra vez retornan las imágenes de un equívoco fatal. Llevo portación de arma desde que soy mayor de edad. Presencié entre los cañaverales un ajuste de cuentas que no toleré. Aunque no venga al caso, la conciencia sabe que se estaba representando algo semejante a los abusos que padecí en la infancia. El arma estaba en la presilla de un cinturón, en los puños de papá, sus breves y lacerantes palabras enlazadas al terror ante su presencia.
Como en aquellas oportunidades tan lejanas, volví a orinarme. Cuando lo apuntó empecé a orinarme.
Volví a temblar y ése fue el motivo por el que cerré los ojos.
No ver.
No querer ver.
Clausurar la vista de una atormentada experiencia que regresó impensadamente y oír en la voz del acusador la misma voz del padre. Terrible la convicción de esa voz. Es la voz que dice:
- Es el fin, Juan. Decilo y te salvás.
Entonces se produjo la detonación que detonó mi abrupta reacción.
Antes oí el grito del otro:
¡¡NOOOOOO!!
Sobre su negación fue detonado el disparo que nunca debió de salir.
Aunque parezca inverosímil, me desmayé al instante.
Al recobrar la conciencia, supe que en el instante del fatal equívoco se oyó la voz atronadora de un fantasma. Fue la sarcástica carcajada del fantasma que sigue y seguirá burlándose de mí. El otro testigo. El real. El padre que sigue habitando mis entrañas en busca de una disolución que, más tarde o más temprano, logrará consustanciar.
La materia del sueño y del olvido suele hallar su traducción entre palabras que permanecen en el umbral de una prolongada despedida.
Al volver a despertar en cada mañana, presiento la espesura del silencio que Juan no me podrá otorgar. Es la espesura de una espera sin fin.

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miércoles, 11 de febrero de 2009

Las Palabras

Las palabras están vivas, insufladas, arrojadas a esta boca entreabierta que se cierra para volver a respirar por la nariz. Recta esta nariz. Recta la línea que empieza a quebrarse, a insinuarse por meandros y otras sinuosidades que me lleva a pensar en voz tan baja, casi en silencio, instante en el cual este murmullo se apodera de una historia entretejida por las manos del olvido. Conozco esas manos, que también son propias y ajenas y de nadie.

Manos labradas a fuerza de escribir y de levantar objetos.
Manos que me remontan a un sábado de mudanza, en pleno invierno, cuando la conciencia promete, en vano, que será la última.
Manos y cuerpo cansado después de dormir en forma entrecortada, con sueños siniestros y despertares alterados.
- Buenos días, Atilio. Se nos muda nomás. Y para colmo cambia de barrio. Se lo va a extrañar aunque adquiera las mañas de un porteño en ascenso. Se va para arriba, Doctor, se va p’al norte de esta ciudad.
Uno agradece y retribuye los buenos augurios.
Luego vinieron los amigos y me dieron una mano con el traslado de algunos muebles y artefactos en la camioneta del turco Sued.
En un momento dado pensé: “no me acompaña ni la soledad”.
A veces es insistente la idea.
A veces siento que me persigue, al igual que esos sueños siniestros que abren la mirada a este hombre que aún sigo siendo.
Hombre que sigo siendo a mi pesar.
Hombre que persigue los vaivenes de una línea que se bifurca al infinito, que se pierde entre los recuerdos cuando estos aprenden a inventar.
Porque la realidad es su propia invención, aunque cueste creerlo, ya que es eterna la transformación de lo mismo.
El Doctor se va para arriba, dijeron varias voces.
Mi voz, silenciada por la prudencia, decía otra cosa.
¿Qué decía?
¿Acaso lo indecible?
Fui libre para irme a vivir, por vez primera, a una casa, que es ésta, donde aún vivo, donde habito un escritorio, que es mi lugar elegido para leer y releer y transcribir lo que la ficción le dicta a esta ignorada realidad. En el mientras tanto, regresando a aquella lejana tarde que nunca termina de atardecer, me encuentro en el living, celebrando con copas de champagne, oyendo proclamas, jugando partidos de truco y quedándome a solas al encender la luz eléctrica.
Entonces colgaban las bombitas de luz.
Entonces la casa estaba en construcción.
Estaba fatigado. Me pedí una pizzeta y una gaseosa.
Acomodé algunos petates y seguí pensando en los menesteres que conciernen al mantenimiento de una casa. Regué las plantas del jardín y, por enésima vez, extraje un par de bolsas de residuos. Calculé que en 10 minutos pasaría el camión recolector. Abrí la puerta cancel que da a la calle Arias y casi me llevé por delante una sombra, que no era la propia.
Una presencia espectral envuelta en un sacón viejo, raído, oscuro. Un anciano de mediana estatura que sostenía entre sus manos un voluminoso pliegue de hojas dentro de una caja. Negra la caja. Presumiblemente de zapatos. Sencillamente lo depositó como parte de la basura acumulada a lo largo del día y se marchó. No registró mi rol de observador. Tampoco pareció importarle. Cruzó de vereda y encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente y despidió un sonido gutural acompañado de alivio: como si se hubiese sacado de encima un peso sostenido durante demasiado tiempo.
Se detuvo en la esquina, inmerso en su mundo interior y finalmente, al arrojar la colilla sobre la acera y aplastarla con el taco de un zapato, exhaló.
No debo de estar equivocado, me dije, cuando una voz cavernaria se interpuso y me asustó.
Estaba oscura la calle.
Una vez superado el sobresalto, giré y reconocí a mi espalda el contorno de la figura de una mujer.
No recuerdo la primera palabra, o la primera frase pronunciada por ella.
...buenas noches.
Buenas noches –respondí.
En la cabeza llevaba puesto un sombrero. No se movió ni se inmutó. Permaneció de pie como una estatua.
Usted también observa.
Me intimidó. Parecía una digna representante de otra época. Mujer de los locos años 20 en la bohemia parisina.
Me presenté, la saludé con un beso en la mejilla y dije:
Es que acabo de mudarme y necesito conocer el vecindario.
No me agradó lo que dije, ni lo que estaba por decir, ni haber registrado el tono medido en la voz. Mientras hablaba y vociferaba justificaciones, irrumpió una palabra, la que no pronuncié, la que delataba el estado de mi cuerpo: “amedrentado”.
Mientras tanto el viejo había desaparecido: no así lo depositado en el amplio cesto de residuos.
Pronto nos volveremos a encontrar –afirmó ella. Soy del barrio.
Los labios gruesos pintados de carmesí. Ojos grandes, almendrados, atentos. La voz neutra, acostumbrada a lidiar con su belleza entre tantos hombres. Claro, eso pensé.
No titubeaba.
Miraba de frente y exponía su frontalidad. Se notaba que no pensaba las frases despedidas.
Estaba abrigada con un sacón de cuero tostado y el sombrero al tono.
Llevaba puesto un fino reloj pulsera, de alta gama, presumiblemente Cartier.
¿Fuma?
La pregunta me tomó por sorpresa.
No, gracias.
Nuevamente oí entrecortada su frase. Dijo algo como “mejor así”.
Me retiré con un gesto: la mano en alto.
Luego escuché mis lentos pasos.
Antes de regresar a la casa supe que en unos minutos, después de observar por las rendijas de la persiana que da a la calle, iría a buscar, o rescatar, esa abultada caja de zapatos.
Y así lo hice. Con sigilo. Con la suficiente parsimonia que la circunstancia ameritaba. Extraje la caja, bastante pesada y, sin dejar de mirar de reojo a diestra y siniestra, crucé de vereda, volví a abrir y cerrar la puerta, atravesé el pasillo y dejé el enigma sobre una mesa ratona.
Al sentarme noté la respiración agitada y sentí palpitaciones a la altura de la sien. Estaba cómodamente apoltronado en un sofá. Antes de levantarme a buscar un vaso de agua, sonó el teléfono. Por primera vez sonaba el teléfono en mi nueva casa.
Eran las diez y veinte de la noche.
Las imágenes del anciano y de la bella joven me vinieron a la cabeza como si formaran parte del engranaje de una novela dramática que nadie se atreverá a narrar.
Hola.
- ¿Qué hacés, flaco? Te felicito, che. Me dijo el turco que te compraste la casa nomás. Me pasó el número y aquí estoy, como siempre, peleándola en el sur. ¿Sabés que en unos 10 días andaré por allá?
- En buena hora, Horacio. Acá hay lugar de sobra. Te estaré esperando. Eso sí: avisame por las dudas un día antes.
- Te conozco, mascarita. Quedate tranquilo que te llamaré antes. Che, decime algo sobre la mudanza y estos meses en tu vida. De poco y nada me entero en este desierto.
- Nada que no te puedas imaginar. Con el laburo, la Clínica, la Editorial y otros menesteres va bien la cosa...Respecto a lo otro, ¿qué agregar?
¿La seguís viendo?
- No, por suerte. Cada cual a su rancho y a otra cosa mariposa. Todavía soy un alma en pena. No levanto cabeza, pero ya sabemos que esto es cuestión de tiempo, ¿verdad?
Esa palabra, pronunciada bajo los signos del interrogante, resonó varias veces, incontables veces dentro de mi atribulada cabeza.
¿Qué queremos decir cuando decimos “verdad” pidiendo permiso al destino, como si éste existiera?
No recuerdo lo que seguimos conversando con Horacio, ni los pormenores de una noche llamada a ser reconstruida con la calefacción y el equipo de audio encendidos. Bebí agua y me arrojé sobre un sillón con los ojos cerrados que viajaron sobre el paisaje de llanura que suena en los acordes de Path Metheny.
¿Cuáles son las verdades del dolor?
¿Cuántas caras encubiertas posee?
No obstante, el cansancio hizo mella en esas imágenes pampeanas transformadas en dirección al sueño que se avecinaba y me guiaba por zonas imprevistas.
Después de añares, me dormí sin la voluntad de hacerlo. Digamos que el cuerpo me acostó y me llevó hacia lugares inauditos: inauditos según la conciencia.
Lo supe al despertar, al salir del letargo, al conectarme con los borradores de una novela que no quería nacer, al observar la caja negra de zapatos como si dentro de ella cupiesen los secretos nunca revelados del mundo.
Lo supe mientras se borroneaban las palabras vivas del alma y una extraña inquietud me condenaba a su evocación.
Lo supe en los iluminados ojos del anciano y en el imperturbable semblante de la mujer.
Lo supe cuando el eco de la palabra verdad empezó a descascarar la mítica realidad en la que creí hasta abrir los ojos a una mañana distinta a todas mis mañanas anteriores.
De sopetón escribí unas reseñas postergadas para el diario, me preparé un café bien cargado y puse a tostar dos rodajas de pan lactal.
Abrí la ventana del living y percibí una mañana despejada, casi sin transeúntes, con aroma a leña recién cortada y una inhabitual sequedad para el ambiente de nuestra ciudad.
Diáfana la mirada. Diáfano el recuerdo de la noche anterior.
Surgieron otras imágenes y diálogos olvidados.
Mientras desayunaba rememoré la ayuda de los amigos, la distribución de muebles y objetos, algún desacuerdo con el muchacho de la empresa de mudanzas, algún cruce de palabras con el negro Hernández y más de un sarcasmo autorreferencial acerca del hombre que está solo y espera.
¿Acaso era ella quien me esperaba?
Había olvidado su nombre: Victoria.
Se nombró y se presentó antes de dar las buenas noches y agregar que habitaba la calle desde antaño, ya que el espacio público brinda inciertas posibilidades al azar en una vida cotidiana como la suya, o la de cualquier pequeño burgués.
En silencio respondí “como yo”.
Como si leyese mi mente, dijo:
- O como aquel joven de temerarias preferencias a la hora de pasear junto a su perro.
Ella observaba como si entre sus ojos hubiese una cámara oculta registrando escenas de un policial negro.
¿Acaso me refiero a una figura impostada?
Diría que no.
Insisto: verla ha sido una dicha que abrió el imaginario a los locos años 20, según las descripciones y los retratos de sus protagonistas.
Sin pestañear oyó mi breve monólogo.
Tampoco interrumpió.
Al cabo de un silencio que empezó a tornarse incómodo (para mí, claro), sentenció que pronto nos volveríamos a encontrar.
Entonces esbozó una tenue sonrisa acotada por su plena satisfacción.
Si la imagen volviese a cobrar movimiento, estaría acompañada por una balada de jazz, alternando con sutileza algunos acordes entre el piano y el saxo tenor.
Nada es lo que parece ser.
De inmediato me nombró.
¿Cuándo dije mi nombre?
Luego agregó que era del barrio y ante cualquier necesidad o emergencia, podría llamarla.
¿Cuándo me dejó la tarjeta que sostuve y que aún sostengo con las manos?
Quedé envuelto por diversas neblinas que iban y regresaban de una noche destinada a perseverar en la memoria.
Somos eternas sombras de una misma luz, la que nunca alcanzaremos a ver.
¿Eso dijo?
¿Eso recuerdo?
Su rostro quedó sellado en un álbum de fotos que jamás existirá: varias instantáneas que acecharon, que repitieron frases inquietantes, que amedrentaron al hombre que soy, aunque ahora, mientras permanezco sentado en este escritorio ante el enorme pliegue de hojas en blanco, retornan sensaciones pretéritas, de una lejanía rayana con lo inverosímil, cuando este cuerpo pre-adolescente conoció por vez primera ese tembladeral que desterrará definitivamente nuestra inocencia.
Para colmo estos ojos depositaron sus fantasías más perniciosas (luego supe que no eran tales) sobre una mujer prohibida, mayor, o adulta, o la madre de un compañero en la escuela.
Elsa se llama.
Me digo su nombre y de inmediato caen palabras del árbol del lenguaje como: amazona-madraza-devoradora-sensual.
Elsa era altiva, corpulenta y morena.
Emanaba ternura y contención.
Ella se brindaba a enseñarnos juegos, trucos y métodos de estudio.
Era vivaz, alegre, desprejuiciada y atenta. Reunía suficientes características como para que un complejo niño que crece y es abandonado por esa niñez, inaugure su primer colapso emocional ante la mujer adecuada.
Entonces ya era un incipiente cinéfilo.
Entonces sobornábamos a los acomodadores de la sala gracias a la complicidad de un tío que adopté como padrino.
Entonces encontré la semejanza física de esa mujer con Claudia Cardinale.
Aquel domingo fue extraño. La extraña extrañeza de quien se sintió extraño consigo mismo.
Era extraño ser yo y transitar en soledad por una casa recién habitada.
Tuve varios planes a nivel personal y social. Con el lento paso del día se fueron esfumando todos, sin excepción.
Quedé recluído entre paredes que no contestaban y sentí la orfandad que jamás padecí, a Dios gracias.
Daba vueltas y más vueltas alrededor de mi presidio.
Excepto la reseña mencionada y una breve hojeada al periódico, no me conecté ni con la tele, ni con los libros, ni con la promisoria inauguración de la casa para el fin de semana siguiente, ni con las plantas, ni con la alimentación, ni con lo hallado dentro de la caja de zapatos.
Giraba sin rumbo sobre la presencia de la joven (quizás no tan joven).
El monólogo, interrumpido en sendas ocasiones por su agudeza, dibujó el retrato de un hombre que está solo y espera. Sólo espera. Hace de la espera una condición visible...y permanente.
Victoria no representaba: oía.
Cada vez que abría la boca lanzaba punzantes estocadas.
Siempre daban en el blanco, en el centro vital de mis temores y debilidades.
A su lado vislumbraba cómo me iba achicando, cediendo, disminuyendo.
Retorné a épocas desperdigadas entre fragmentos y meros retazos de la memoria, cuando el niño estaba inmerso en un mundo mágico, en un mundo animista de luces y sombras, criado entre mujeres que se hacían cargo de mis primarias necesidades.
Anidaba mis experiencias al cuidado de una madre, una abuela, una tía, un par de hermanas y otro par de criadas.
Sin embargo me atrevo a ir más allá, más allá de mi metejón por Vero, una compañerita del jardín, más allá de las siestas compartidas con Patty, una de las criadas, más allá de la obstinada dedicación de mi hermana mayor, más allá de las caricias y regalos de la tía Emilia, mi madrina, más allá de la desbordante alegría de la abuela cada vez que quedaba a dormir en su casa de Adrogué algún fin de semana.
Voy más allá de los primeros sueños recordados, más allá de la conciencia, más allá de los primeros pasos tambaleantes, más allá del pecho materno, más allá del estado primitivo, más allá del cuerpo y sus límites, más allá de la absoluta pérdida de sentido, más allá del origen, siempre incierto, más allá del corte del cordón umbiilical, más allá del idílico estado fetal y más allá del instante de mi gestación.
Más allá soy descubierto por un más acá que me habita y que ignoro radicalmente.
Es una voz que hace hablar al silencio de la eternidad, una voz recobrada en la cavernaria voz de Victoria, una voz exenta de aprendizajes, prohibiciones y mímesis.
Es la genuina voz del abismo que nos devuelve el olvido para poder empezar a ser, o bien, a creer que empezamos a constituir esta apariencia denominada ser.
El abismo de la naturaleza ha sido encarnada en ella, Victoria, en esa voz que ha borrado mi historicidad, mi ubicación temporo-espacial y mis dialécticos engaños respecto al que he sido, o al que seré.
Es como darse cuenta del estado ficcional que asume la existencia para latir sólo por automatismos.
Aquel domingo y cada día de cada semana en cada año transcurrido desde entonces quedó consumado por el encuentro con esa voz sin dueño.
Pronto nos volveremos a encontrar porque ya nos hemos reencontrado.
¿Qué quiso decir?
Mirame.
Se quitó el sombrero y una espesa cabellera castaña cayó sobre sus hombros.
Larga y brillosa la cabellera.
Victoria Rossi.
Entonces conocí el anonadamiento.
Entonces dejé de estar amedrentado.
No cabían palabras en mi boca entreabierta.
No obstante, dije que no era posible.
¿Eso quisiste decir?
Claro que no, pitonisa.
Eso pensé mientras te abrazaba y te daba la bienvenida. En el mientras tanto dijiste que sos del barrio, que vivís en la casita blanca de la esquina y me dejaste una tarjeta personal. La ví sin mirar.
Qué sorpresa, che. Nada menos que el día de mi mudanza.
No me atreví a nombrar la palabra ofrenda, la cual me fue concedida días más tarde, cuando nos reencontramos una y otra vez compartiendo una historia pasional ya escrita.
Breve e intensa la pasión compartida.
Desde ya, imborrable, al menos para mí, que siempre estaré agradecido.
Ella, la voz sin dueño, dijo días atrás que me atreviese a abrir aquella caja de zapatos, la caja negra, la caja que contiene, en una nouvelle de un centenar de páginas, la descripción de un vínculo inverosímil.
Pitonisa –dije y me arrepentí.
- No, mi querido. El hombre mayor que viste aquella noche es mi padre. Él dijo que se deshacía de ese extenso relato para liberarse del aturdimiento en el que había caído. Estuvo casi un año anudado a la narración. Dijo que una extraña extrañeza lo guiaba a su desprendimiento en el lugar adecuado.
Pasé a ser el perseguidor perseguido.
El cazador convertido en su propia presa.
De la perplejidad pasé a la ofensa.
¿Cómo? ¿Vos me...
- Sí , te ví. Desde la esquina de Vidal, en diagonal al cesto de residuos, te ví. Estaba parada ahí, reflexiva, distante de todo y distante de mí. Entonces reconocí tu silenciosa figura al acecho de un objeto que acababa de ser arrojado al olvido. No estallé en carcajadas para no incomodarte. Qué se yo...el asombro, en mi caso, convoca a la risa.
No mencionaste una palabra mientras estuvimos juntos, Victoria.
No era necesario. Por otra parte, jamás leí una línea escrita por el viejo.
Lo que te perdés, pensé. La excelsa prosa del grillo Rossi.
De inmediato respondí:
- Vos sabés que la guardo y la conservo como si fuese un tesoro preciado y, sin embargo, todavía no la leí.
Falta que menciones lo extraño de todo esto, ¿verdad? ¿Qué estás esperando?
Sonreí.
Que se haga de noche.
Y así fue.
Después de picar algo, saborear los restos de un pote con helado y prepararme un café bien cargado, me instalé en el jardín, me apoltroné en una reposera y seguí las instrucciones meta-literarias de Victoria.
A duras penas arribé a la tercera página.
Suficiente para mí, afirmé. Esto estuvo pergeñado por algún demonio.
Regresé al primer párrafo para cerciorarme que estaba despierto, o lúcido, o en mis cabales. No me pellizqué. Tampoco me persigné.
El grillo Rossi, que descree de la cronología y de los calendarios, es coherente y jamás dejó impresa fecha alguna sobre sus manuscritos.
Obré de prisa, sin dudar.
Dejé las maldecidas hojas dentro de la caja. Luego la rocié con alcohol, la coloqué sobre las baldosas del patio y llevé a cabo el ritual esperado, mientras las llamas, en estado creciente, consumían y despedían la historia amorosa que me unió a Victoria Rossi.
Aún hoy presumo que la materia y la energía de los sueños reavivará desde las cenizas lo que nadie podrá apagar.
Y temo no estar equivocado, ya que las palabras, en el sitio menos pensado, siempre estarán vivas.

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