miércoles, 11 de febrero de 2009

Las Palabras

Las palabras están vivas, insufladas, arrojadas a esta boca entreabierta que se cierra para volver a respirar por la nariz. Recta esta nariz. Recta la línea que empieza a quebrarse, a insinuarse por meandros y otras sinuosidades que me lleva a pensar en voz tan baja, casi en silencio, instante en el cual este murmullo se apodera de una historia entretejida por las manos del olvido. Conozco esas manos, que también son propias y ajenas y de nadie.

Manos labradas a fuerza de escribir y de levantar objetos.
Manos que me remontan a un sábado de mudanza, en pleno invierno, cuando la conciencia promete, en vano, que será la última.
Manos y cuerpo cansado después de dormir en forma entrecortada, con sueños siniestros y despertares alterados.
- Buenos días, Atilio. Se nos muda nomás. Y para colmo cambia de barrio. Se lo va a extrañar aunque adquiera las mañas de un porteño en ascenso. Se va para arriba, Doctor, se va p’al norte de esta ciudad.
Uno agradece y retribuye los buenos augurios.
Luego vinieron los amigos y me dieron una mano con el traslado de algunos muebles y artefactos en la camioneta del turco Sued.
En un momento dado pensé: “no me acompaña ni la soledad”.
A veces es insistente la idea.
A veces siento que me persigue, al igual que esos sueños siniestros que abren la mirada a este hombre que aún sigo siendo.
Hombre que sigo siendo a mi pesar.
Hombre que persigue los vaivenes de una línea que se bifurca al infinito, que se pierde entre los recuerdos cuando estos aprenden a inventar.
Porque la realidad es su propia invención, aunque cueste creerlo, ya que es eterna la transformación de lo mismo.
El Doctor se va para arriba, dijeron varias voces.
Mi voz, silenciada por la prudencia, decía otra cosa.
¿Qué decía?
¿Acaso lo indecible?
Fui libre para irme a vivir, por vez primera, a una casa, que es ésta, donde aún vivo, donde habito un escritorio, que es mi lugar elegido para leer y releer y transcribir lo que la ficción le dicta a esta ignorada realidad. En el mientras tanto, regresando a aquella lejana tarde que nunca termina de atardecer, me encuentro en el living, celebrando con copas de champagne, oyendo proclamas, jugando partidos de truco y quedándome a solas al encender la luz eléctrica.
Entonces colgaban las bombitas de luz.
Entonces la casa estaba en construcción.
Estaba fatigado. Me pedí una pizzeta y una gaseosa.
Acomodé algunos petates y seguí pensando en los menesteres que conciernen al mantenimiento de una casa. Regué las plantas del jardín y, por enésima vez, extraje un par de bolsas de residuos. Calculé que en 10 minutos pasaría el camión recolector. Abrí la puerta cancel que da a la calle Arias y casi me llevé por delante una sombra, que no era la propia.
Una presencia espectral envuelta en un sacón viejo, raído, oscuro. Un anciano de mediana estatura que sostenía entre sus manos un voluminoso pliegue de hojas dentro de una caja. Negra la caja. Presumiblemente de zapatos. Sencillamente lo depositó como parte de la basura acumulada a lo largo del día y se marchó. No registró mi rol de observador. Tampoco pareció importarle. Cruzó de vereda y encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente y despidió un sonido gutural acompañado de alivio: como si se hubiese sacado de encima un peso sostenido durante demasiado tiempo.
Se detuvo en la esquina, inmerso en su mundo interior y finalmente, al arrojar la colilla sobre la acera y aplastarla con el taco de un zapato, exhaló.
No debo de estar equivocado, me dije, cuando una voz cavernaria se interpuso y me asustó.
Estaba oscura la calle.
Una vez superado el sobresalto, giré y reconocí a mi espalda el contorno de la figura de una mujer.
No recuerdo la primera palabra, o la primera frase pronunciada por ella.
...buenas noches.
Buenas noches –respondí.
En la cabeza llevaba puesto un sombrero. No se movió ni se inmutó. Permaneció de pie como una estatua.
Usted también observa.
Me intimidó. Parecía una digna representante de otra época. Mujer de los locos años 20 en la bohemia parisina.
Me presenté, la saludé con un beso en la mejilla y dije:
Es que acabo de mudarme y necesito conocer el vecindario.
No me agradó lo que dije, ni lo que estaba por decir, ni haber registrado el tono medido en la voz. Mientras hablaba y vociferaba justificaciones, irrumpió una palabra, la que no pronuncié, la que delataba el estado de mi cuerpo: “amedrentado”.
Mientras tanto el viejo había desaparecido: no así lo depositado en el amplio cesto de residuos.
Pronto nos volveremos a encontrar –afirmó ella. Soy del barrio.
Los labios gruesos pintados de carmesí. Ojos grandes, almendrados, atentos. La voz neutra, acostumbrada a lidiar con su belleza entre tantos hombres. Claro, eso pensé.
No titubeaba.
Miraba de frente y exponía su frontalidad. Se notaba que no pensaba las frases despedidas.
Estaba abrigada con un sacón de cuero tostado y el sombrero al tono.
Llevaba puesto un fino reloj pulsera, de alta gama, presumiblemente Cartier.
¿Fuma?
La pregunta me tomó por sorpresa.
No, gracias.
Nuevamente oí entrecortada su frase. Dijo algo como “mejor así”.
Me retiré con un gesto: la mano en alto.
Luego escuché mis lentos pasos.
Antes de regresar a la casa supe que en unos minutos, después de observar por las rendijas de la persiana que da a la calle, iría a buscar, o rescatar, esa abultada caja de zapatos.
Y así lo hice. Con sigilo. Con la suficiente parsimonia que la circunstancia ameritaba. Extraje la caja, bastante pesada y, sin dejar de mirar de reojo a diestra y siniestra, crucé de vereda, volví a abrir y cerrar la puerta, atravesé el pasillo y dejé el enigma sobre una mesa ratona.
Al sentarme noté la respiración agitada y sentí palpitaciones a la altura de la sien. Estaba cómodamente apoltronado en un sofá. Antes de levantarme a buscar un vaso de agua, sonó el teléfono. Por primera vez sonaba el teléfono en mi nueva casa.
Eran las diez y veinte de la noche.
Las imágenes del anciano y de la bella joven me vinieron a la cabeza como si formaran parte del engranaje de una novela dramática que nadie se atreverá a narrar.
Hola.
- ¿Qué hacés, flaco? Te felicito, che. Me dijo el turco que te compraste la casa nomás. Me pasó el número y aquí estoy, como siempre, peleándola en el sur. ¿Sabés que en unos 10 días andaré por allá?
- En buena hora, Horacio. Acá hay lugar de sobra. Te estaré esperando. Eso sí: avisame por las dudas un día antes.
- Te conozco, mascarita. Quedate tranquilo que te llamaré antes. Che, decime algo sobre la mudanza y estos meses en tu vida. De poco y nada me entero en este desierto.
- Nada que no te puedas imaginar. Con el laburo, la Clínica, la Editorial y otros menesteres va bien la cosa...Respecto a lo otro, ¿qué agregar?
¿La seguís viendo?
- No, por suerte. Cada cual a su rancho y a otra cosa mariposa. Todavía soy un alma en pena. No levanto cabeza, pero ya sabemos que esto es cuestión de tiempo, ¿verdad?
Esa palabra, pronunciada bajo los signos del interrogante, resonó varias veces, incontables veces dentro de mi atribulada cabeza.
¿Qué queremos decir cuando decimos “verdad” pidiendo permiso al destino, como si éste existiera?
No recuerdo lo que seguimos conversando con Horacio, ni los pormenores de una noche llamada a ser reconstruida con la calefacción y el equipo de audio encendidos. Bebí agua y me arrojé sobre un sillón con los ojos cerrados que viajaron sobre el paisaje de llanura que suena en los acordes de Path Metheny.
¿Cuáles son las verdades del dolor?
¿Cuántas caras encubiertas posee?
No obstante, el cansancio hizo mella en esas imágenes pampeanas transformadas en dirección al sueño que se avecinaba y me guiaba por zonas imprevistas.
Después de añares, me dormí sin la voluntad de hacerlo. Digamos que el cuerpo me acostó y me llevó hacia lugares inauditos: inauditos según la conciencia.
Lo supe al despertar, al salir del letargo, al conectarme con los borradores de una novela que no quería nacer, al observar la caja negra de zapatos como si dentro de ella cupiesen los secretos nunca revelados del mundo.
Lo supe mientras se borroneaban las palabras vivas del alma y una extraña inquietud me condenaba a su evocación.
Lo supe en los iluminados ojos del anciano y en el imperturbable semblante de la mujer.
Lo supe cuando el eco de la palabra verdad empezó a descascarar la mítica realidad en la que creí hasta abrir los ojos a una mañana distinta a todas mis mañanas anteriores.
De sopetón escribí unas reseñas postergadas para el diario, me preparé un café bien cargado y puse a tostar dos rodajas de pan lactal.
Abrí la ventana del living y percibí una mañana despejada, casi sin transeúntes, con aroma a leña recién cortada y una inhabitual sequedad para el ambiente de nuestra ciudad.
Diáfana la mirada. Diáfano el recuerdo de la noche anterior.
Surgieron otras imágenes y diálogos olvidados.
Mientras desayunaba rememoré la ayuda de los amigos, la distribución de muebles y objetos, algún desacuerdo con el muchacho de la empresa de mudanzas, algún cruce de palabras con el negro Hernández y más de un sarcasmo autorreferencial acerca del hombre que está solo y espera.
¿Acaso era ella quien me esperaba?
Había olvidado su nombre: Victoria.
Se nombró y se presentó antes de dar las buenas noches y agregar que habitaba la calle desde antaño, ya que el espacio público brinda inciertas posibilidades al azar en una vida cotidiana como la suya, o la de cualquier pequeño burgués.
En silencio respondí “como yo”.
Como si leyese mi mente, dijo:
- O como aquel joven de temerarias preferencias a la hora de pasear junto a su perro.
Ella observaba como si entre sus ojos hubiese una cámara oculta registrando escenas de un policial negro.
¿Acaso me refiero a una figura impostada?
Diría que no.
Insisto: verla ha sido una dicha que abrió el imaginario a los locos años 20, según las descripciones y los retratos de sus protagonistas.
Sin pestañear oyó mi breve monólogo.
Tampoco interrumpió.
Al cabo de un silencio que empezó a tornarse incómodo (para mí, claro), sentenció que pronto nos volveríamos a encontrar.
Entonces esbozó una tenue sonrisa acotada por su plena satisfacción.
Si la imagen volviese a cobrar movimiento, estaría acompañada por una balada de jazz, alternando con sutileza algunos acordes entre el piano y el saxo tenor.
Nada es lo que parece ser.
De inmediato me nombró.
¿Cuándo dije mi nombre?
Luego agregó que era del barrio y ante cualquier necesidad o emergencia, podría llamarla.
¿Cuándo me dejó la tarjeta que sostuve y que aún sostengo con las manos?
Quedé envuelto por diversas neblinas que iban y regresaban de una noche destinada a perseverar en la memoria.
Somos eternas sombras de una misma luz, la que nunca alcanzaremos a ver.
¿Eso dijo?
¿Eso recuerdo?
Su rostro quedó sellado en un álbum de fotos que jamás existirá: varias instantáneas que acecharon, que repitieron frases inquietantes, que amedrentaron al hombre que soy, aunque ahora, mientras permanezco sentado en este escritorio ante el enorme pliegue de hojas en blanco, retornan sensaciones pretéritas, de una lejanía rayana con lo inverosímil, cuando este cuerpo pre-adolescente conoció por vez primera ese tembladeral que desterrará definitivamente nuestra inocencia.
Para colmo estos ojos depositaron sus fantasías más perniciosas (luego supe que no eran tales) sobre una mujer prohibida, mayor, o adulta, o la madre de un compañero en la escuela.
Elsa se llama.
Me digo su nombre y de inmediato caen palabras del árbol del lenguaje como: amazona-madraza-devoradora-sensual.
Elsa era altiva, corpulenta y morena.
Emanaba ternura y contención.
Ella se brindaba a enseñarnos juegos, trucos y métodos de estudio.
Era vivaz, alegre, desprejuiciada y atenta. Reunía suficientes características como para que un complejo niño que crece y es abandonado por esa niñez, inaugure su primer colapso emocional ante la mujer adecuada.
Entonces ya era un incipiente cinéfilo.
Entonces sobornábamos a los acomodadores de la sala gracias a la complicidad de un tío que adopté como padrino.
Entonces encontré la semejanza física de esa mujer con Claudia Cardinale.
Aquel domingo fue extraño. La extraña extrañeza de quien se sintió extraño consigo mismo.
Era extraño ser yo y transitar en soledad por una casa recién habitada.
Tuve varios planes a nivel personal y social. Con el lento paso del día se fueron esfumando todos, sin excepción.
Quedé recluído entre paredes que no contestaban y sentí la orfandad que jamás padecí, a Dios gracias.
Daba vueltas y más vueltas alrededor de mi presidio.
Excepto la reseña mencionada y una breve hojeada al periódico, no me conecté ni con la tele, ni con los libros, ni con la promisoria inauguración de la casa para el fin de semana siguiente, ni con las plantas, ni con la alimentación, ni con lo hallado dentro de la caja de zapatos.
Giraba sin rumbo sobre la presencia de la joven (quizás no tan joven).
El monólogo, interrumpido en sendas ocasiones por su agudeza, dibujó el retrato de un hombre que está solo y espera. Sólo espera. Hace de la espera una condición visible...y permanente.
Victoria no representaba: oía.
Cada vez que abría la boca lanzaba punzantes estocadas.
Siempre daban en el blanco, en el centro vital de mis temores y debilidades.
A su lado vislumbraba cómo me iba achicando, cediendo, disminuyendo.
Retorné a épocas desperdigadas entre fragmentos y meros retazos de la memoria, cuando el niño estaba inmerso en un mundo mágico, en un mundo animista de luces y sombras, criado entre mujeres que se hacían cargo de mis primarias necesidades.
Anidaba mis experiencias al cuidado de una madre, una abuela, una tía, un par de hermanas y otro par de criadas.
Sin embargo me atrevo a ir más allá, más allá de mi metejón por Vero, una compañerita del jardín, más allá de las siestas compartidas con Patty, una de las criadas, más allá de la obstinada dedicación de mi hermana mayor, más allá de las caricias y regalos de la tía Emilia, mi madrina, más allá de la desbordante alegría de la abuela cada vez que quedaba a dormir en su casa de Adrogué algún fin de semana.
Voy más allá de los primeros sueños recordados, más allá de la conciencia, más allá de los primeros pasos tambaleantes, más allá del pecho materno, más allá del estado primitivo, más allá del cuerpo y sus límites, más allá de la absoluta pérdida de sentido, más allá del origen, siempre incierto, más allá del corte del cordón umbiilical, más allá del idílico estado fetal y más allá del instante de mi gestación.
Más allá soy descubierto por un más acá que me habita y que ignoro radicalmente.
Es una voz que hace hablar al silencio de la eternidad, una voz recobrada en la cavernaria voz de Victoria, una voz exenta de aprendizajes, prohibiciones y mímesis.
Es la genuina voz del abismo que nos devuelve el olvido para poder empezar a ser, o bien, a creer que empezamos a constituir esta apariencia denominada ser.
El abismo de la naturaleza ha sido encarnada en ella, Victoria, en esa voz que ha borrado mi historicidad, mi ubicación temporo-espacial y mis dialécticos engaños respecto al que he sido, o al que seré.
Es como darse cuenta del estado ficcional que asume la existencia para latir sólo por automatismos.
Aquel domingo y cada día de cada semana en cada año transcurrido desde entonces quedó consumado por el encuentro con esa voz sin dueño.
Pronto nos volveremos a encontrar porque ya nos hemos reencontrado.
¿Qué quiso decir?
Mirame.
Se quitó el sombrero y una espesa cabellera castaña cayó sobre sus hombros.
Larga y brillosa la cabellera.
Victoria Rossi.
Entonces conocí el anonadamiento.
Entonces dejé de estar amedrentado.
No cabían palabras en mi boca entreabierta.
No obstante, dije que no era posible.
¿Eso quisiste decir?
Claro que no, pitonisa.
Eso pensé mientras te abrazaba y te daba la bienvenida. En el mientras tanto dijiste que sos del barrio, que vivís en la casita blanca de la esquina y me dejaste una tarjeta personal. La ví sin mirar.
Qué sorpresa, che. Nada menos que el día de mi mudanza.
No me atreví a nombrar la palabra ofrenda, la cual me fue concedida días más tarde, cuando nos reencontramos una y otra vez compartiendo una historia pasional ya escrita.
Breve e intensa la pasión compartida.
Desde ya, imborrable, al menos para mí, que siempre estaré agradecido.
Ella, la voz sin dueño, dijo días atrás que me atreviese a abrir aquella caja de zapatos, la caja negra, la caja que contiene, en una nouvelle de un centenar de páginas, la descripción de un vínculo inverosímil.
Pitonisa –dije y me arrepentí.
- No, mi querido. El hombre mayor que viste aquella noche es mi padre. Él dijo que se deshacía de ese extenso relato para liberarse del aturdimiento en el que había caído. Estuvo casi un año anudado a la narración. Dijo que una extraña extrañeza lo guiaba a su desprendimiento en el lugar adecuado.
Pasé a ser el perseguidor perseguido.
El cazador convertido en su propia presa.
De la perplejidad pasé a la ofensa.
¿Cómo? ¿Vos me...
- Sí , te ví. Desde la esquina de Vidal, en diagonal al cesto de residuos, te ví. Estaba parada ahí, reflexiva, distante de todo y distante de mí. Entonces reconocí tu silenciosa figura al acecho de un objeto que acababa de ser arrojado al olvido. No estallé en carcajadas para no incomodarte. Qué se yo...el asombro, en mi caso, convoca a la risa.
No mencionaste una palabra mientras estuvimos juntos, Victoria.
No era necesario. Por otra parte, jamás leí una línea escrita por el viejo.
Lo que te perdés, pensé. La excelsa prosa del grillo Rossi.
De inmediato respondí:
- Vos sabés que la guardo y la conservo como si fuese un tesoro preciado y, sin embargo, todavía no la leí.
Falta que menciones lo extraño de todo esto, ¿verdad? ¿Qué estás esperando?
Sonreí.
Que se haga de noche.
Y así fue.
Después de picar algo, saborear los restos de un pote con helado y prepararme un café bien cargado, me instalé en el jardín, me apoltroné en una reposera y seguí las instrucciones meta-literarias de Victoria.
A duras penas arribé a la tercera página.
Suficiente para mí, afirmé. Esto estuvo pergeñado por algún demonio.
Regresé al primer párrafo para cerciorarme que estaba despierto, o lúcido, o en mis cabales. No me pellizqué. Tampoco me persigné.
El grillo Rossi, que descree de la cronología y de los calendarios, es coherente y jamás dejó impresa fecha alguna sobre sus manuscritos.
Obré de prisa, sin dudar.
Dejé las maldecidas hojas dentro de la caja. Luego la rocié con alcohol, la coloqué sobre las baldosas del patio y llevé a cabo el ritual esperado, mientras las llamas, en estado creciente, consumían y despedían la historia amorosa que me unió a Victoria Rossi.
Aún hoy presumo que la materia y la energía de los sueños reavivará desde las cenizas lo que nadie podrá apagar.
Y temo no estar equivocado, ya que las palabras, en el sitio menos pensado, siempre estarán vivas.

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martes, 16 de septiembre de 2008

Mistura, Lotte

A Stefan y Lotte Zweig

Me gustó, Lotte, cuando dijiste: en la cama, Stefan, bebamos allí. Pensé gratamente: mi compañera.

¿Qué puedo decir de Brasil? ¿Fue nada más que un viento en mi rostro minado? ¿Y qué de los besos de los mulatos mientras recogían la basura de la avenida? ¿Y qué, por fin, de mi descubrimiento de la palabra mistura?



* * *


Hace tanto que el mundo alemán está definido (y no ignoro que ahora un Jefe quiere definirlo aún más) que Brasil me hace volver mil años atrás, a la memoria de lo que nunca tuve. A los poco claros germanos. Cuando no se sabía quién se era. Ni quién pertenecía.

Ahora me dedico al amor, querida Lotte, con ambiciones de ambigüedad. Y ¿quién (o qué) soy?

Allá, en Austria, todo estaba milimetrado. En Río, me sobra margen en la hoja. En una calle culta de una ciudad blanca, vi un borracho que gritaba: Huya ­–por lo que más quiera– salga de Austria. ¿No escucha? Es el tic–tac. Europa es un gran mecanismo de tiempo. ¡Imbécil! El engranaje que no sirve se tira. Todos a un tiempo gritan ‘¡somos libres!’ ¿No lo entiende aún? No hay lugar para desafinados como yo. Le repito: ¡huya que el tic–tac es el de la bomba que no se ve!

¿Soy blanco o negro? ¿Europeo o americano? ¿varón o mujer? O sencillamente: mistura.

El día que puse el pie en latinoamérica, abandoné las ideas claras. Intenté re­hacer mi lógica: ni verdadero ni falso. Bailé con mujeres. Bailé con hombres.

Sin embargo algo se me escapó. Traje mi cuerpo y el tuyo, querida Lotte. Las al­mas, no.

Intenté (inútilmente) desoír los gritos de mi hermano desde Viena, un brazo menos, pidiendo muerte. Tu madre nos exigió desde su exilio que presione para que Brasil entre en guerra. Visité –indeciso– al mismo presi­dente. Y ahí estoy en el muelle de Santos, donde zarpa un batallón inicial de mulatos a la Gran Pelea de los Blancos.

Fue entonces que me di cuenta: nunca salí de Viena.

¡Ya conozco las trampas de Quien nos hizo! Asisto al banquete con mis mandíbulas cosidas de alambre. Si hubiera llegado sin mujer, (querida, esto entiéndelo del único modo) ¡quizás!

¡Cuánto deseé estar de veras! ¡Acercarme infinitamente al misterio de la mezcla! Penetrar un cuerpo de mulata, amarlo y llenarla, llenándome de esperanza. Hubiera podido, entonces, nacer de nuevo en ella, casi hermano de mi hijo misturado. Abrirle a dentelladas la puerta de sus pechos oscuros para ser en su leche mezclada mi san­gre y la suya.

No fue posible. Vos, compañera, eras mi par. Yo y yo. Nada así es realmente fértil. Te amaba, enferma vos, enfermo yo de la misma identidad. No hubo injerto posible: llegamos a la tierra sin salir de nosotros mismos.

Por eso me gustó tanto, Lotte, cuando dijiste: en la cama Stefan, bebamos allí. Y dividiste en dos mitades la botella de veneno sin mistura.




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miércoles, 9 de abril de 2008

La casa.

Entonces pensamos huecos en la tierra
para introducir hierro, piedra y arena.

Pilotes profundos.
Vigas de fundación.
Trozos de metal.

Dibujamos a mano alzada
(en papeles arrugados) (en el ómnibus)
balcones o ventanales
que buscaban nuestra propia luz.

Esbozamos tímidos,
(sonriendo para adentro)
siluetas de niños gateando
en la cocina de papel, inexistente aún.

Discutimos largamente
(en noches cerradas)
cómo edificarla.

Y un día, la casa,
(bruscamente)
fue una realidad.

Habitaciones como dedos
que intentaban hacer visible lo invisible,
ese entramado hermoso y perverso de nosotros mismos
esa constante creación y ruptura de diálogos.


* * *

Aquella noche ingresé
(por primera vez)
dentro de la casa,
sobre un piso de cartones viejos,
de aserrín húmedo,
de aroma de alquitrán y gas,

y la casa y yo fuimos sorprendidos

con esa sorpresa mutua
que una mujer y un hombre tienen
cuando él se introduce
(por primera vez)
dentro de ella.

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viernes, 7 de diciembre de 2007

Esperando a Montero

          Te he citado aquí, en este viejo barsucho de barrio que ha resistido los embates del tiempo y la transformación urbana, en pos de compartir algo inaudito.
          Ya me vas a ir entendiendo, Montero.
          Es cuestión de paciencia y una esmerada actitud receptiva.
          Supongo que sólo eso es suficiente.
          Veamos...

          En verdad, este relato tiene su origen un par de meses atrás.
Mientras caminaba por Lacroze al salir de la Imprenta, pasé por este esquina, me acodé en la barra, hojeé el periódico y fui cayendo en un ligero sopor.
          Estaba cansado y preocupado.
          Diversos avatares confluyeron en esta anodina vida de cincuentón.
          Casi sin darme cuenta estaba inmerso en la unívoca función del observador: merodeaba por la ciudad al son de la voz del Polaco Goyeneche, acentuaba ciertos hábitos nocturnos, bebía de más y ejecutaba, sin conmiseración, los amplios rituales de la soledad.
          Pero volvamos a aquel extraño atardecer.
          Como te dije, andaba como alma en pena, una sombra errante entre otras sombras, como la del joven que se sentó ahí, ahí mismo, en la mesa más cercana al baño de caballeros.
          En el rostro tenía dibujada la desgracia. No sé, cara de poeta trágico, cara de tipo atormentado, cara de hombre que pide una doble medida de whisky (en mis adentros pensé que no bebía), y del bueno, aclaró, que sea Johnny Walker, etiqueta negra.
          De inmediato abrió un pequeño portafolio y extrajo unas hojas sueltas: hojas tamaño oficio, hojas que no aguardaron ninguna señal, hojas dispuestas a absorber un cimbronazo de palabras vertidas por el espíritu de un poseso.
          Imaginate: yo estaba sentado ahí, en platea preferencial, desde donde relojeaba los movimientos del fulano.
          Le sirvieron una triple medida (como corresponde), agradeció la generosidad al mozo y se abocó con minuciosidad a lo suyo. Escribió la fecha del día y, sin poner título, le empezó a dar rienda suelta a las palabras.
          Letra de maestro, redondeada, cuidada, de una caligrafía inusual para quien lo hace con rapidez y con un bolígrafo común de tinta negra.
          Éste está peor que yo, me dije. Hablo de un muchacho de 30 años, más o menos, alto y esmirriado, de hombros estrechos, vestido a la moda, con zapatillas, jeans y remera negra por fuera del pantalón.
          Mientras escribía balbuceaba las frases y se preguntaba y se respondía y maldecía, se quejaba, resoplaba y volvía a la carga.
          Casi no corregía.
          Como escuché decir a algunos narradores, lo hacía como si se lo dictasen.
          Al cabo de un rato controló la hora en su reloj pulsera. Bebía a sorbos y saboreaba con delectación, como buen sibarita que debe de ser.
          Estaba absorto en ese mundo interior que no atinaba a interpretar.
          Lanzaba su cuidadosa caligrafía sobre el cúmulo de hojas que empezaba a amontonarse en un costado de la mesa. Pensé que podía tratarse de un diario personal, o bien de una carta, o desglosaba ideas e imágenes para el guión de una película.
          Antes que nada, te digo que lo escrutaba con disimulo, agradecido por los favorables ángulos que me otorgaba esta pared-espejo. Como vas a notar, este antro está siempre lleno de gente. Lo bauticé como el café de los fracasados. Estamos los hombres perdidos, los borrachos, machistas empedernidos, jugadores, fabuladores, almas noctámbulas, insomnes, inadaptados, fanáticos por su militancia política, o por su equipo de fútbol, burreros, taxistas, ajedrecistas de medio pelo y hasta un peletero que cuenta siempre las mismas anécdotas.
          Entretanto, mantuve intermitentes diálogos con el encargado y un mozo, ése que está atendiendo la mesa del fondo, Marcelo, el tucumano, a quien susurré en un oído por el paradero del fulano.
          - No, che, ni idea. No tiene buen semblante. Tampoco tiene pinta de pertenecer al barrio, ¿o me equivoco?


          Y no se equivocó, aunque no tenga la menor importancia, porque ese joven estaba volcando la sangre entera de su cuerpo sobre esas hojas ardientes, que son éstas, las que te aguardan, como yo, como el pabilo de una vela encendida, como el sumo sacerdote que se encuentra próximo a oficiar un rito sagrado, donde el sacrificio será tan inapelable como eficaz.


          Montero, puedo imaginar los cambios de tus gestos a medida que voy leyendo esta lacerante misiva.
          Tus cejas levantadas, tus bruscas interrupciones, el modo de repetir el final de una frase, la sorpresa y la necesidad de comprender.
          Es que debemos leerla juntos, mi amigo. Vos sos el interlocutor adecuado para que deshilvanemos la madeja de una historia novelesca que se precipita sobre mi conciencia como la casi imperceptible llovizna que cae dentro de la mirada del hombre que espera.


          Y te lo cuento igual, qué tanto, así voy matando el tiempo, ocioso o libre, o el tiempo perdido, vaya uno a saber.
          Y entonces me puse a hablar con don José, el encargado.
          Nada del otro mundo. Chamuyamos de bueyes perdidos, de este extraño mes de noviembre en Buenos Aires, de la suba de precios, el contubernio entre los jugadores de la selección y los nuevos improperios lanzados por Hugo Chávez.
          En fin, una charla amena y olvidable que me permitió centrar la vista en las diatribas del muchacho.
          Antes que la noche acaparase el ánimo de sus habitantes, caí en cuenta que el quetejedi estaba totalmente desesperado.
          Cada vez escibía con mayor rapidez, mirando la hora, como si la respiración del cuerpo dependiese de su escritura, que era la verbalización de una brutal confesión ajena a los velos que caían, uno a uno, irremediablemente, sobre imágenes devueltas por una memoria alterada que se batía a duelo con alguien ausente.
          Creeme Montero, a los seres en situaciones límites los huelo, los detecto, emanan algo que vibra mal, no sé cómo explicarlo, pero supe que estaba al borde de un abismo del cual no se regresa más.
          Y dale que dale con su descarga vertiginosa, su caligrafía perfecta y cuidada, su mechón de pelo enrulado que se posa como un flequillo rebelde sobre el rostro desencajado.
          Definitivamente desencajado.


          Y no llegás, Montero.
          ¿Por dónde andás?
          Me hago la pregunta para retomar, sin respuesta alguna, las sensaciones que quedaron, ahora sí, plasmadas dentro del cuerpo, que ya no sé si es mío, es suyo, o pertenece al género humano.
          En un momento dado cayeron lágrimas, Montero. Eran lágrimas de fuego. Lágrimas aletargadas durante siglos, quizás milenios, quien sabe, como acopio del dolor que no cabe en un ser vivo.
          No obstante, su sangre sigue circulando, la respiración se vuelve jadeante, las manos tiemblan (en cada breve pausa) y la mirada se pierde dentro del laberinto construído con parsimonia por aquellos que no están, que no estarán, o que ya dejaron de amarlo.
          Degusta, por última vez, lo que quedaba en el fondo del vaso y sabe que su destino ya ha sido escrito por el oráculo de una mujer.
          Despide un extenso párrafo que quedará inconcluso, Montero.
          ¿Lo vés?
          No creo que haya leído su libelo contra los designios del corazón.
          La inició con un signo de exclamación y, al cabo de seis renglones, abandonó una palabra en la quinta letra: t-r-a-i-c-i.
          Simplemente la abandonó así, sin puntos suspensivos, dejando un billete de 50 pesos debajo del vaso; abandonando, a su pesar, el pliegue de hojas, sin numerar, que dejó desparramadas para este voyeur de la conducta humana.
          Nuevamente miró al hora, acción que emulé, y faltaban dos minutos para las ocho. Salió disparado como un resorte de su asiento y se retiró acelerando la marcha, con pasos seguros, para finiquitar, de una vez por todas, el desasosiego (que no acabará).
          Don José se percató de mis supuestas distracciones, de mi estado de ausencia, de mis acotaciones en piloto automático antes de atrapar esas hojas, que son éstas, Montero, que son las que debo leerte apenas llegues, cuando vuelva a quedarme sin aliento, aunque la relea, en mi caso, por enésima vez y me falte el aire, como te decía, como te digo ahora, como le digo a la ausencia del muchacho, como me digo en voz baja, susurrando, sin apelar a los recursos que devienen del espejo.
          Porque no puedo detener este torrente de palabras desbocadas en mi cerebro.
          Y me quedo en babia, henchido por voces que quieren superponerse, aunque no las deje.
          ¡Bajo ningún concepto las dejaré!
          Te esperaré, Montero, ya que aprendí la lección.
          Paciencia y disciplina.
          Paciencia y capacidad de observación.
          Paciencia que me arroja, o arroja la mirada, sobre estas malditas confesiones del alma en carne viva.
          Paciencia que me lleva a contar sus tribulaciones aunque no hayas arribado todavía.
          Espera que desespera ante las primeras líneas de su misiva cuando dice: “Estoy exhausto, vencido y condenado. En un rato asistiré a la entrevista concertada con el Doctor Rufinelli, quien oirá lo inaudito: el retrato de un sobreviviente que se entregó en cuerpo y alma a la ceguera de su instinto destructivo y traicionó, definitivamente, el legado de la sangre.”
          Se refiere a la mala sangre que toma posesión de uno y absorbe íntegramente el sino del porvenir.
          En las primeras páginas se refiere al descubrimiento del amor cuando conoció a Alejandra, mujer voluptuosa, de armas llevar, quien desvió la mirada del otro por terrenos impensados.
          El joven, abocado al trabajo y al estudio, se crió en una familia burguesa, con claros lineamientos hipócritas, una oblicua tendencia a lo intelectual y prejuicios crecientes hasta el hartazgo.
          Se encontraron un martes cualquiera, por la tarde, enfrente al Parque Rivadavia.
          Ambos esperaban el mismo colectivo.
          Ambos, como es costumbre de los porteños, estaban ansiosos.
          Sin embargo el flechazo fue inmediato.
          Intercambiaron palabras, impresiones, gustos y números telefónicos. Supieron que trabajaban en el centro, a escasas cuadras uno del otro.
          Al día siguiente tomaron un café en La Victoria, pegado al Cabildo, y dieron rienda suelta al mutuo encantamiento.
          Ambos con la misma edad: 24 años, Montero.
          De ahí en más se gestó un vínculo pasional sin precedentes, al menos para el muchacho. Convengamos que ella era una laburante de clase media venida a menos, y él un fifí, un nene de mamá con ribetes contestatarios, pero criado, si vale el término, en los cánones de Barrio Norte.
          En poco tiempo resolvieron la convivencia, las primeras vacaciones juntos y algunos proyectos a mediano plazo. Pero...¿qué querés que te diga? Percibo que las especulaciones le pertenecieron al tipo. ¿Te suena? Menciona la obstinación por el cuerpo de ella, que es rubia (no me lo esperaba), fogosa, de labios gruesos, voz de locutora y pechos prominentes, al natural, como la Coca Sarli. Dice que lo hacían todos los días, que a veces le costaba sostener una conversación por la premura del instinto, por ese deseo devorador que no encontraba saciedad, que nunca lo dejó en paz, ni aun en sueños, cuando ella se tornaba esa mujer fatal que inaugura el pánico en la virilidad de cualquier hombre.
          Y sigo.
          Y me represento.
          Y dice que se empezó a perseguir sin motivo alguno.
          Mientras tanto se recibió de diseñador gráfico, lo ascendieron en la agencia y surgieron nuevas propuestas alentadoras, aunque nunca volvió a recuperar la calma.
          Llegó a seguirla, levantar en secreto los mensajes del celular y leerle los mails (ya estaba en el horno). Olía su vestimenta (sobre todo la ropa interior) y hurgaba en la cartera. La leía entre líneas e intentaba hallar el hilo que lo condujese al meollo de la trama, pero la trama partió de su mundo imaginario.
          Desde aquí, por fuera, es fácil darse cuenta.
          Y la mina percibió algo: no lo dice, pero ellas tienen ese sexto sentido que no falla.
          La cuestión es que la obsesión se volvió enfermiza, persecutoria, delirante y adoptó formas inconducentes.
          En pocas palabras, digamos que cruzó la línea roja sin retorno posible.
          Vivía y se desvivía por ella, a quien convirtió en un ícono y en la justificación de su paso por la vida.
          Y se alejó de todo y de todos, Montero.
          Se recluyó en un malambo que lo condujo a la enajenación, con incipientes problemas en la presión arterial, la digestión y el insomnio.
          Luego lo incipiente dejó de serlo.
          La red de los conflictos adquirió ribetes inconmensurables.
          Le molestaban sus amigas, la influencia del medio laboral, su familia de medio pelo, pasarse el fin de semana en jogging, escuchar música melódica, cocinar siempre lo mismo, haberse rebajado el corte de pelo, ver programas pasatistas en la tele y ser una mujer ordinaria dentro de una extraordinaria carrocería que iría declinando.
          Irremediable esa declinación, ese ocaso casi imperceptible del cual nadie escapará.
          Entonces le dio la bienvenida a los sedantes, a la ambivalencia en el trato, al desinterés en su oficio, al progresivo encierro, a la agresión y las primeras ideas suicidas.
          Un hombre atrapado en sí mismo.
          Atrapado sin salida.
          Alejandra no demoró el planteamiento de la crisis y decidió tomarse un respiro.
          El preludio del infierno, Montero.
          La puta pausa que nadie debiera nombrar ni llevar a cabo.


          Así ingresamos al previsible terreno que será simiente entre víctimas y victimarios.
          Al regresar de un viaje por el altiplano, Alejandra puso las cosas en su lugar y se separó. Puedo oír tu voz aclarando: “se separaron.”
          He aquí nuestro disenso.
          He aquí las disímiles experiencias emocionales, mi amigo.
          No lo olvides: ella ha sido y seguirá siendo el eje alrededor del cual gira el mundo.
          A partir de entonces hablaremos de un hombre desorbitado y, para qué negarlo, ligado al cáncer no ha carcomido lo suficiente al cuerpo del amor.
          Así de real y así de cursi.
          Quien no tiene nada que perder es un peligro: tanto para él como para su entorno.
          Menciona que habían hecho una promesa, un pacto de sangre y una invocación a vaya a saber qué dioses para sellar la unión en aguas de la eternidad.
          Un poeta el tipo.


          El mundo cae, cede y estalla en incontables fragmentos que jamás serán reunidos.
          ¿Y qué queda?
          Escuchá esto: “Sopla la brisa sobre el rostro y acaricia las heridas palpitantes del que no ha muerto. Todavía no, aunque hayamos compartido esa aciaga noche de secretos develados en pos del perdón, Alejandra.
          Misericordia, madre de Dios, hasta que la muerte nos separe. Pero no. Ni la muerte nos separará. Estamos condenados, cumpliendo la sagrada alianza en el cielo o en el infierno, pero juntos, Alejandra, desde el amor o desde el dolor, pero plasmados en una imagen fatal que descascara nuestros nombres en el túmulo innombrado que alguien recobrará y dará a conocer.”
          ¿Escuchaste, Montero?
          Al fulano lo miraba de reojo y lo leía de memoria.
          Su herida no iba a ser cicatrizada.
          En un sólo día cabe la obra devastadora del desasosiego sobre nuestra condición.
          Y el día no concluye: es siempre el mismo.
          Un recorrido circular que se regodea en la desdicha.
          Algo incesante: en la vida, así como en el arte, no hay reglas fijas.
          Doy fe.
          No obstante, cuando un ser humano no logra eliminar sus lágrimas, sobrevuela la sombra de Thánatos en él y en su circunstancia.
          Eso inminente que se torna insoportable por ser inminente.
          ¿Y entonces?
          Entonces Alejandra bajó la cortina que no volverá a abrirse.
          Ella ha sido clara y explícita.
          Un punto final que no se prolongará entre puntos suspensivos.
          Una decisión inclaudicable desde el corazón.
          Una daga certera y punzante que dejará todas sus heridas abiertas.
          Sangre que desangra, Montero.
          Sangre del joven que dice:
          “Debí de palpar los bordes del abismo, pero actué como un hechizado, Alejandra. Días atrás compré el arma, lo cargué y lo mantuve escondido dentro de la mesa de luz. Es que tampoco soporto esa pulcra cueva que alquilé después de que me echaste.
          Sí Alejandra, me echaste y te sacaste de encima el lastre de un miserable. No demos más vueltas. El arma, por paradójico que resulte esto que voy a afirmar, era un muro de contención ante mis devaneos con el silencio. El arma que es necesario tener para no atreverse a gatillar.
          Pero hay noches, como aquella noche de ayer, en la cual se precipitaron los hechos y reaccioné al modo de un despechado. Saqué el coche del garage y me fui a casa. Nuestra casa. Nuestro nido de amor, que ya no es tal. Nuestro espacio traici”.


          Y ahí concluye la misiva.
          Dejó sin concluir la palabra traicionado.
          Traición, Montero.
          Ésa es la palabra que abandonó por la mitad antes de tomar la entrevista con el psiquiatra. Entrevista tardía, claro está, a la que asistió puntualmente, quizás entonado por el whisky, portando el arma letal, que no ví, para llevar a cabo el desenlace de una obra signada por la tragedia.
          De algún modo lo preanuncia al promediar la escritura de la carta.
          Escuchá: “Sin contemplaciones vislumbré los tonos del atardecer. Es cuestión de arrojar el cuerpo sobre la hierba, dejar pasar los pensamientos como pasan las nubes, que dejan de ser blancas, se vuelven doradas, rosadas, cobrizas, violáceas y rojizas hasta que el ocaso pasa por tonalidades grisáceas antes de volverse negro el cielo encapotado.
          Entonces pensás y recordás que todavía respirás, que seguís sufriendo, esperando el momento oportuno para interceptarte, tomar el brazo de la dama y forzar un diálogo absurdo, humillante, reiterativo, donde afirmás con calma, en principio, que ya no me amás y que vas a rehacer tu vida sin mí.
          Sangre que desangra dentro de las venas, mi Alejandra, mía desde que nos conocimos, mía desde la ausencia, mía cuando subimos a nuestro departamento, que ahora es de nadie, y no aceptaste el único recurso que te hubiese permitido renacer a mi lado.
          Tampoco me creíste.
          - Guardá eso y no seas ridículo, por favor.
          ¿Acaso me conocías?
          He firmado notas y postales con la fusión de nuestros nombres.
          Alejandra, yo soy vos y vos soy yo.
          Entonces sonreías y avalabas esa sentencia.
          Te la recordé.
          Sin quitarme los ojos de encima, con esos profundos y hundidos ojos almendrados inyectados de una extraña satisfacción, renovaste, ya sin calma, la inaceptable sentencia.
          - No te amo, ni te amaré jamás.
          Fuiste muy lejos. Demasiado lejos.
          Desde esa lejanía extraje el caño recortado del revolver y apunté al centro del pecho.
          - No seas patético.
          Fueron tus últimas palabras antes de recibir el impacto de dos certeros disparos a la altura del corazón y despedir, entre jadeos, el último aliento.
          Te cuento, Alejandra, donde quieras que estés, que luego te abracé, te besé esos gruesos labios y absorbí la sangre del pacto que nadie podrá quebrantar.”
          ¿Escuchaste, Montero?
          Es la línea roja que no se debe cruzar.
          Ambos lo sabemos, por más que sigas demorándote y corra por cuenta de la casa este segundo café doble, bien cargado, como me gusta, mientras guardo en el maletín un recorte del diario, en la sección policial, donde le dedican una columna entera al caso del homicidio y suicidio dentro del consultorio del Doctor Rufinelli, situado en Avenida Forest.
          Sí Montero. El joven, una vez cruzada la línea roja de la traición, puso manos a la obra y concluyó la frase abandonada en una entrevista inconclusa para el Doctor, para él mismo y para este hombre cansado de esperar.
          Y los pactos se acuerdan con las manos limpias, Montero, manos abiertas en pos de una inquebrantable lealtad.
          Pacto de amigos.
          Pacto que no requiere promesa.
          Pacto que debió de cumplirse.
          Pacto celebrado en silencio, sin testigos.
          Pacto asumido hace más de 30 años.


          El inconveniente, por llamarlo de algún modo, es que el rumor crece, las conjeturas dejan de serlo y la mujer que amé en secreto, Adriana (ahora lo entendés) dijo lo que no debió decir.
          La semana pasada me la encontré y supe que estuviste con ella, en vano, en menos de lo que dura una estación, que fue el verano, cuando vacacioné con mi familia en Mar del Plata por última vez.
          Los tres teníamos 24 años.
          Ella también se traicionó, lo cual la forzó a requerir una discresión tardía, como esta espera que quizás, algún día, otra mano se atreva a narrar con la conciencia que se desprende de la palabra perdón.
          Yo no podré hacerlo.
          Yo seguiré aguardando el veredicto de esta última traición.

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jueves, 6 de diciembre de 2007

Revelaciones de lo mismo

Me digo que nace una línea
para borronear,
una a una,
todas las líneas que iré escribiendo
como escribe el viento.

En vano
           sigo
al perseguidor de los sueños
           que amanece para tentar
                      al recuerdo.

Y se inscribe lo que me digo
           al callar.

El recorrido de una sombra
encuentra su lugar
en dimensiones temporales,
como el hombre,
como su sangre irredenta,
como la insatisfacción,
como esta contínua aproximación
de vivir en la víspera,
entre pulsaciones que imponen su ritmo
al crepitar todas las fronteras
para que respire el poema
que se nos muere entre las manos.

Vivir es desasir
           todo lo vivido.

Así arriba esta perplejidad
que lagrimea
al perder sus palabras.

Así amanece el hombre
           rebasado
                      por su propia ignorancia.

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miércoles, 21 de noviembre de 2007

Judith de eso se trata la educación.

Estoy pensando en la flor que está sobre el pecho de Judith.

Tiembla, y la veo niña, su vestido floreado, sus medias con elástico roto. Y aquella vez, yo tapando mi rostro con un diario en la plaza y ella escondiéndose, con una sonrisa. Y las carreras contra el primo, las cuatro amigas del recreo.

Y ahora la flor tiembla sobre el pecho de Judith. Seis años después.


* * *


Pienso en mis clases. Está ella. Ella era un grito suave, una fresa austera. Cantaba su lección más que decirla. Se notaba de lejos su presencia, casi veía sus pasos cortos, trasladados en el silencio. Y ahora la flor está sobre el pecho de Judith que tiembla.

La veo nacer como una oruga, como una potrilla húmeda, relamiendo la baba de su placenta. Ahora, recuerdo los acontecimientos. Los que me llevaron a mí a esta reflexión y a ella, al suelo yaciente con su flor. Un pétalo se ha caído y un tallo se ha cortado.

Con sus venas bajo la piel parece el mapa de los ríos de sus lecciones. Como aquella vez que recitó "los ríos son como grietas" y la clase se rió. Y yo geógrafo... me dí cuenta qué bien me haría besarla. Sí, se me cruzó por la mente sus doce años. Me recliné y le dije, esa vez, disimulando el temblor, "de nuevo Judith".

* * *


Como ahora que estoy con su cuerpo en esta otra Escuela, donde acaba de aprender otra lección y yo, afortunadamente, acabo de enseñarla.

Hace dos días tocó el timbre y vino con su bendita flor. Con su pollera corta, sus piernas de bailarina, su silencio y ese dedo suyo, ese índice, sobre mis labios. Aparté mi corazón y puse doble llave a la puerta. Sonaron sus zapatos guillermina, contra el mosaico y se bajó el cierre. Yo tenía todos los accesorios. Comenzaba la fiesta y le sonreí.

Ella estaba enterada. De mi expulsión de la escuela, de mis aficiones raras, de mis madrugadas entre la basura y del miedo de los vecinos.

Esa misma tarde empujamos las cajas de pizza y los vasos quebrados hacia el lavadero y en una mesa ratona le enseñé mis polvos y mis jeringas.

Tembló suave cuando le inyecté el seno derecho. Le dije tranquila. Traje mi guitarra e hicimos vocales desarticuladas mientras éramos Sandra y Celeste o la Negra y María Bethania.

Luego rompí la guitarra. Ella: como Pete Townshend, yo: como Martín Fierro, ruempo el estrumento por no volverme a tentar -nos cagamos de risa mientras la abrazaba. En aquella Escuela agrietada, ella dijo que los ríos son como venas y yo sonreí también y ella me mostró su cuello y su brazo con puntitos violáceos.

* * *


En el departamento descascarado ya no hay día ni noche por las ventanas tapiadas. Yo estoy con su penumbra, su flor, y la posibilidad de elegirle un futuro distinto.

Porque al fin y al cabo, de eso se trata la Educación.


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miércoles, 19 de septiembre de 2007

Ángeles Caídos - Cine





Comisión Provincial por la memoria.
calle 54 nº 487 | La Plata, Buenos Aires, Argentina | +54 221 4831737

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domingo, 9 de septiembre de 2007

"El Camarote" - Arte y Cultura desde la Patagonia

Hay voces que susurran dentro nuestro y nos devuelven, desconcertados, a la tierra de la infancia o quizás a la nostalgia de lo que nunca ocurrió aún. Hay aromas, colores, que dejan una idea atravesada de carne y tierra dentro nuestro. Nos remiten a un tiempo antiguo o al novísimo futuro de nuestro deseo nuclear. No nos dan distracción ni olvido. Nos urgen a la memoria -difícil y dolorosa- de nuestra propia identidad en dinámica construcción.

El siete de septiembre pasado, alrededor de algunas mesas del bar "la mulata", se actualizó el rito del diálogo comunitario en la ciudad de La Plata. Estuvo, venido del sur, Raúl Artola presentando la revista por él dirigida: El Camarote Revista de Arte y Cultura desde La Patagonia. La iniciativa, de Graciela Falbo, convocó a José María Pallaoro (director de "El Espiniyo", revista de poesía) para la presentación, y también a Juan Pablo Zangara y Virginia Fuentes.


Luego, un grupo de personas sobre fondo negro (y entre dibujos de Yoko Nakamura) nos interpelaron desde una cuidada producción audiovisual que, entre otros méritos, no opacó el protagonismo de cada voz, de cada poema del sur.

...

En un sistema donde la búsqueda del bien individual es la única meta aceptable socialmente, toda tarea que pretenda ser comunitaria, como El Camarote, carga con un peso adicional: en nuestro medio es catalogada como "de locos o ingenuos", y debe superar la contradicción de toda obra nacida para el diálogo y la comunión, que atraviesa (por incomprensión) contradictorios períodos de soledad.

Saludos cordiales y un abrazo de corazón, desde esta latitud.

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martes, 4 de septiembre de 2007

"De paseo" (Puro Cuento)

Puro Cuento. Una revista fundada y dirigida por Mempo Giardinelli en 1986. La crisis de 1992 obliga a su cierre definitivo.
Puro Cuento modificó el canon literario de la Argentina de los ochenta, entre otros aspectos instalando el microrrelato entre los géneros "mayores"(ver Natalini). En cada número el lector se sume en otro mundo, lejano y cercano al nuestro. Los maestros y los noveles, ambos, dan cátedra, de tal modo que no es posible salir intacto de su lectura.
Aquí ofrecemos un ejemplo de un microcuento: una grabación casera de un Texto de Norberto Lischinsky llamado "De paseo". El fondo musical es "Taragüí Coé" (Amanecer Correntino) de "Los de Imaguaré". Voz: Diego Vallejo. Duración 3:14.

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lunes, 3 de septiembre de 2007

Dos hermanas

FUNCION SUSPENDIDA HASTA NUEVO AVISO

(Drama en cuatro actos, de Daniel Ortiz)

Majo y Valentina son hermanas, pero no lo saben. Su abuela las busca.
Sus padres están en ninguna parte, no están ni vivos ni muertos. No
están. A Majo la crió su tío y a Valentina no. Ese tío es Coronel.
Majo es actriz y está ensayando Hamlet con su grupo de teatro.
Basada en un caso real, la evocación del clásico shakesperiano nos
trae al presente el dilema de Hamlet, y el particular empleo del
lenguaje nos vuelve a transportar, desde esta tragedia contemporánea,
al espíritu de aquel paradigma del teatro, en un ejercicio que
transita del teatro tosco al teatro sagrado, en un ir y venir que no
cesa cuando cae el telón.

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domingo, 26 de agosto de 2007

Inminente

       Debo detenerme. Lo pienso y lo digo a la vez.
       Detener la contínua erosión de imágenes que se convierten en escenas semejantes a los sueños que no serán recordados antes de volver a sentarme en este escritorio de roble para escribir la misma historia, la que siempre se escurre entre las manos, la que regresa y desaloja mis escasos vestigios humanos.
       Detener es un verbo y algo más.
       Algo que ejerce la función de una súplica ante estos arrebatos mentales que escriben dentro de una habitación entreabierta, o en su aire viciado, o en los muros descascarados que envuelven el sentido de la dignidad.
       Detener los pasos de una ascendente curiosidad en pos del retorno más temido: el de mi mujer.
       Detener el febril movimiento de estas manos sobre la blanca espera de una página que multiplica al infinito las conjeturas acerca del reencuentro.
       Estiro las piernas sobre un sofá, enciendo un cigarrillo y persigo las volutas de humo que deshacen al instante en otro y así sucesivamente hasta que la soledad adquiera conciencia en mí.
       Abro y cierro los ojos.
       Entretanto, el porvenir camina y recorre calles empedradas que conducen a una puerta forjada en hierro desde fines del siglo XIX.
       Ella avanza con sigilo.
       En una mano lleva una carpeta.
       En la otra, la inexpugnable decisión tomada.
       En esa mano el dedo índice recobrará su verticalidad.
       Entonces pestañeo y cierro los ojos.
       Los cierro definitivamente.
       Dejo de intuir: ya sé lo que me espera.
       Ella hace girar la llave inglesa y atraviesa un amplio pasillo hasta la puerta del ascensor. Ingresa y presiona el adecuado número impar.
       Siento su vigor cuando apoya los pies sobre unos tacos bajos.
       Son nuevos esos zapatos.
       Luego abre con una Yale la última puerta.
       Advendrá una inolvidable noche de insomnio.
       Debo de haber fruncido el ceño.
       Dentro de la propia oscuridad oigo su proximidad, la respiración entrecortada y el aroma floral del perfume francés.
       Se detiene y se corta mi respiración.
       Sabe que no estoy durmiendo.
       Sin pronunciar palabra deja la carpeta sobre el escritorio.
       Suspira.
       Toma una hoja oficio entre las manos y lee.
       No es posible, digo para mis adentros.
       Inmerso en un sepulcral silencio me escucho a partir de sus labios clausurados.
       Y no es posible, repito.
       Mientras me lee los pensamientos en una hoja tan blanca como la nieve que empieza a ser depositada sobre la ciudad, oigo el primer susurro de su voz cavernosa afirmando:
       “Debo detenerme.”
       A veces el preludio del horror nace con la intemperancia del frío.

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jueves, 23 de agosto de 2007

Caballero de mar y tierra

Un oficial de la Armada debe ser ante todo un caballero.
Y si sabe navegar, mejor.
Almirante Nelson



In memoriam Tod Browning y Arturo Cancela



Tenía que hacer tiempo en tierra. Y no iba a caer en esa pésima costumbre que tienen los mercantones, de irse a emborrachar o a revolcarse con alguna fulana por las casas malas del Paseo de Julio, apenas pueden largarse planchada abajo. Un oficial de la Armada, un caballero del mar, nunca debe proceder así. Ejercitar el cuerpo o el intelecto, o colaborar con las fuerzas del orden, uniendo a lo agradable lo útil, son las formas de ocupar honrosamente sus horas de esparcimiento. Como Teniente de Corbeta en uso de licencia, no olvidaba esas máximas. Pero al no presentarse ocasión de ayudar a la policía para atrapar cacos en fuga, disolver huelgas y meetings, o reprimir a maximalistas revoltosos, decidí consagrar mi franco a cultivarme.


Ni en La Prensa ni en La Nación anunciaban conferencia alguna, y tampoco era horario de teatro o de conciertos, por lo tanto meterme en una sala a ver una cinta era el imperativo del momento. Y por cierto, lo que restaba de mis viáticos no permitía mayores efusiones crematísticas. Un chauffeur de taxi me había dejado pato después de haberme arrastrado al garete por toda la ciudad y sus extramuros. Un bergante, un filibustero resultó. Por culpa suya, tuve que andar luego saltando de un tramway a otro, guía en mano, ya que –apartado estoicamente por mis deberes de la vida ciudadana- muchísimo me cuesta orientarme cuando no estoy en Puerto Belgrano o en el Apostadero Naval Dársena Norte.


Incontables veces consulté ese derrotero de tierra firme que es la Peuser, hasta que logré establecer mi posición estimada. Puse entonces rumbo a la calle Libertad. Si me apuraba, llegaría justo para la función vermouth. En los papeles parecía fácil. Pero navegar es otra cosa. Fatigué bordejeada tras bordejeada sin encontrar la arteria de los cines. En una de tantas maniobras, di con una cortada que me fue imposible identificar. Cuál no sería mi satisfacción, al divisar -embutido entre la escasa luz que dejaban las hileras enfrentadas de edificios-, el cartel vertical de una sala: Gran Select. Toda máquina adelante, pues. Quizás aún no estuviera perdida la tarde.


Vi que en la marquesina anunciaban un título, corto y de una sola palabra, pero enrevesado, sin traducir. Al pie, se aclaraban un poco los tantos: Nuevo film del portentoso creador de Dracula. Ésa sí que me había gustado. Recordaba que mi acompañante –la hija menor de un Capitán de Navío a la que había conocido en el Hospital Naval- por la impresión que le dio la sangre se apretó contra mí, sabedora de que estaba con un hombre hecho, que ha navegado de cabo a rabo la ría Bahía Blanca.


El boletero, desde su pecera, me miró con mal talante. ¿Qué le pasaba por el caletre? Yo vestía mi uniforme de invierno con la mayor corrección. ¿Acaso reprobaba los fastos de la Patria? A tanto han llegado las prédicas ácratas y bolcheviques en nuestra cosmopolita ciudad capital.


-¿Está seguro que quiere entrar a la función especial? Además, el filme está empezado -quiso rigorearme ese don nadie como si tratara con un cadete bisoño.


-Deme una -lo maté con la indiferencia, porque ceder a las provocaciones no es demostración de fortaleza, sino falta de templanza.


Mientras manipulaba el talonario sin dejar de ficharme, advertí algo: ese presumible partidario de los Soviet era tan tuerto como los piratas de las novelas que yo leía a escondidas, durante las guardias, en la Escuela Naval. Escrutando con su único ojo, contó una a una las moneditas que le di. Recién después de eso me alcanzó la entrada. Estaba recibiéndola, cuando sentí un insistente tironeo de manga y en consecuencia bajé la vista. Un petiso, qué digo, un legítimo enano, se prendía a mi saco naval como fox terrier en celo. Ipsofacto lo fulminé con el visaje que me ha valido fama recia en cada casino de oficiales que pisé. El mamarracho advirtió mi gorra, vio las tiras sobre mis hombros, y comprendió los kilates que tenía enfrente. Llamado a sosiego, hizo su ofrecimiento:


-¿Lo guío, señor?


-¡El Señor está en el cielo! Yo soy el Teniente de Corbeta Pérez Smith, Horacio Temístocles, dotación del escampavías A.R.A. Biguá, surto en el puerto local por reparaciones de su casco y aparejos.


-¿Lo escolto, Teniente? –insistió el sujeto.


Serio, con una inclinación de cabeza, asentí. Para qué. Si bien paticorto, el acomodador andaba como ballenera con viento por la aleta. Hablando mal y pronto, me llevó a los santos pedos por una escalerita medio oculta y mal alumbrada. Confieso que me molestaba para avanzar el sable naval, que a cada escalón se me enredaba entre las piernas. Sin que yo me percatara cómo, desembocamos al fin en la sala. Una rubia oxigenada de buen aspecto balconeaba desde la pantalla. Había como un cacareo por lo bajo que me hizo colegir un lleno a rabiar. Mi ocasional baqueano terminó ubicándome a un costado, después de algunas idas y vueltas con la linterna entre los dientes. A la luz de ésta, que se ayuntaba con el parpadeo del proyector, aprecié la facha caníbal del tipejo antes de que se retirase bufando. Sería lo que no le di propina. Qué iba a hacer, si no me caían unos centavos ni haciendo salto arriba.


Aún no me había terminado de quitar la gorra, que ya estaba avivándome del clavo: la cinta era hablada en inglés. Y yo no conozco de ese idioma otra cosa que algunos pocos nombres de las piezas del buque. Igualmente decidí quedarme.


La acción transcurría en un circo de esos de hace añares, con carromatos y todo. La musiquita, bastante parecida a la que toca la banda durante las prácticas de infantería y las listas mayores, me caía de lo más agradable. Lo que se veía chocante eran los protagonistas. Había unas hermanas siamesas, una gorda con mitad de la cara bien y la otra barbuda como gaucho alzado, unos cosos con la cabeza formato bochín -encima pelados-, otro enano con más mate que tronco y uno sin brazos ni piernas que se movía tipo víbora de la cruz. Nada placentero de ver. Por suerte, estaba la rubia esa. Más adelante apareció un forzudo, también normal. Y otros enanitos; rubios y bien formados -ella y él-, pero que no se alzaban medio metro de la tierra. Nomás vuelva a bordo –se me incrustó entre ceja y ceja-, me asesoro bien con el Cabo de Mar Güezo a ver qué número le corresponde al enano, y lo corono con unos pesos en la tómbola de Montevideo.


La verdad, tampoco era el lugar como para disfrutar del rato. Estaba muy húmedo y se alternaban corrientes súbitas de aire frío o caliente. Como además notaba una especie de trepidación bajo el suelo, supuse que alguna línea de subterráneos pasaría por allí. Cada vez que uno de los deformes detentaba la pantalla, era festejado por una de gritos, gruñidos y borboteos, que me sentía propiamente metido en un zafarrancho. Y de las demostraciones más o menos vocales, pasaron pronto a una pedorrera cuya autenticidad certificaba el enrarecimiento de la atmósfera. ¡Qué falta de respeto al séptimo arte y a la Civilización Occidental!


En un momento, se cortó la cinta. Acá se arma, me malicié. Voy a tener que impartir lecciones gratuitas de pugilismo y esgrima. Corrían minutos y se ve que no daban pie con bola para arreglar el aparato. De abajo, sentía la trepidación esa, y el pataleo del público era como que le contestaba. Más fuerte, cada vez más fuerte. Si yo estuviera encargado del local, otra cosa sería, iban a ver cuántos pares son tres botas. Aburridos del ejercicio, supongo, los acólitos se entretuvieron con una guerra de escupitajos. Suerte que ni uno me rozó, porque entonces no respondía de mí. ¡El uniforme es sagrado!


Lo raro era que no encendieran las luces. Una imprudencia de la administración, así es como suceden las desgracias. Por suerte arrancó de vuelta el proyector y se apaciguaron los ánimos. De lo que veía, saqué en claro que andaban de casorio. Nada menos que el enanito rubio y la oxigenada. Los esperpentos, reunidos ante una larga mesa, brindaban por su felicidad conyugal. Aparte, la enanita lloriqueó despechada. La situación hizo que se me escapara una risa, y algún intolerante me chistó. No quise retarlo a duelo por una menudencia así. Además, seguramente se trataba de un cualquiera, de un guarango. Muy poco para que un oficial de la Armada desenvaine su sable.


La musiquita que de entrada me había agradado, ya me fastidiaba tanto como cuando uno lleva más de veinte vueltas a la Plaza de Armas con el Mauser al hombro y clavando taco. Se me hacía difícil entender las peripecias de la pantalla sin captar ni jota de lo hablado. Pero pude colegir que andaban en tejemanejes extraños la oxigenada y el forzudo. Cuando esos dos ya directamente mostraron la hilacha besándose, el petiso que tenía en la butaca de al lado los carajeó como si fueran de carne y hueso. Y cuando se rajaron con la plata de los enanitos, flameaba que apenas se podía tener en su sitio. Estuve a punto de llamarlo al orden.


La troupe de contrahechos se avivó de la matufia y salió a perseguir a los amantes. Iban todos los monstruitos bajo un chaparrón poniendo cara de malos. Uno, el privado de brazos y piernas, reptaba llevando entre dientes un puñal. Me hizo acordar al acomodador con su bendita linterna. Entretanto, no paraba la cantilena esa de circo, que junto con los olores apelmazados en la sala incrementó mi sensación de encierro. Me sobraban las ganas de efectuar abandono del lugar. Pero debía ser muy temprano. ¿Qué iba a andar haciendo por esas calles de Dios hasta que me tocara ir a relevar al oficial de servicio?


Con la captura de los fugitivos terminó la persecución. La sala se venía abajo de los aplausos y los hurras. Debo haber sido el único que se mantuvo ecuánime. Al fin y al cabo se trataba de una cinta nomás. No se mostró el castigo que le dieron a la falsa rubia, por intrigante y por traidora, pero sí sus consecuencias. Le dejaron la cara hecha una magulladura viva. Le habían cortado las piernas -que bien pulposas y torneadas las tenía-, y la guardaban en una suerte de corralito, adornada con plumas y haciendo de gallina humana. A lo mejor, también le habían arrancado la lengua. La pobre andaba dele cocó, cocó, cocorocó. La turba aullaba de vengativa satisfacción. Yo no soporté tanta indecencia junta y me dispuse a zarpar.


Ganaba a tientas el fondo de la sala, cuando concluyeron los títulos finales y se encendieron las luces. Ahí me di cuenta de una particularidad del Gran Select, en la que no reparé antes por haber ingresado como quien dice por la puerta de emergencia. En virtud de algún capricho modernista de sus arquitectos, tenía la entrada bajo la pantalla. Viré por avante, un poco incomodado por la desorientación y otro tanto por las manifestaciones de la plebe alrededor. Cuál no sería mi sorpresa. Entre los asistentes a la función yo era el único bien nacido. Mujeres con barba, hermanos y hermanas pegados por un flanco o por la espalda, jaurías de enanos y de gibosos, engendros de cabeza desproporcionada, gigantones de cara y manos larguísimas, se interponían entre la calle y este servidor. Apuré la marcha para abrirme paso entre ellos y alcanzar el aire libre. No sé si les disgustó mi aspecto de guerrero bien plantado, mi actitud marcial, o si los movía la envidia por la apostura con que lucía yo el uniforme. El asunto es que me miraban feo. De los más cercanos a los que estaban distantes, se empezó a correr un rumor insultante. Ya después me señalaban sin ninguna inhibición, los muy maleducados. Y hasta se atrevieron, envanecidos por la innoble fuerza del número, a impedirme el paso.


Yo me calcé la gorra bien calzada, agarré fuerte el sable, y a paso redoblado me decidí a romper el bloqueo:


-Cocó, cocó, cocorocó, cocó.









--Juan Bautista Duizeide

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martes, 21 de agosto de 2007

Cena en lo del Baco

Hay una vid en el oasis
tras el páramo y aspereza
de las lenguas anudadas,
y cálido aún en tormenta.

En medio de este sahara criollo
no hay vírgenes ni palmeras
que suavicen este embrollo
ni dátiles ni quimeras.

Hay que tener un permiso
para entrar por esa puerta
que florece en único diálogo
que ya dura tres décadas.

El sábado lo conocí
y la vid de tinto espesa
con Velázquez y su triunfo,
en su nombre y en su mesa

Conversamos largamente
hablando como quien reza
al dios de los libertarios,
derrotando la tristeza.

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jueves, 16 de agosto de 2007

El baile, querida Miriam



El baile, es un arte que no tiene parangón con otros con la escultura, ni con la pintura, ni el dibujo, ni la escritura. En ninguno de ellos es tu cuerpo mismo el que está involucrado en la manifestación. En los otros queda fuera de vos el arte. En la danza es tu cuerpo mismo el mensaje.

Claro está que puede venderse, y arruinarse. Puede degradarse. Puede ser que el bailarín no esté en su propio cuerpo. Que esté alienado.

Sin embargo el cuerpo arrastra, vincula, une, aún destrozado es mensaje corazonado y es un cachetazo al olvido de nosotros mismos.

Por eso es que está enraizada la danza a todo lo verdadero. Cuando un hombre ve una mujer bailar no puede resistirse a su encanto si es que aún tiene ojos.

Es un signo la danza. Un signo que nos recuerda que aún podemos ser. Y es eficiente: provoca lo que significa. Nos comunica. Nos conecta. Por eso es que en de la danza, dos seres humanos pueden tocarse aún cuando no se conozcan. Aún cuando socialmente no estuviera permitido como en tiempos antiguos. Por eso es que aparece el amor aunque sea por un momento. El corazón se te derrama en cada gesto.

besos.

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viernes, 10 de agosto de 2007

La poesía urgente, en busca de la palabra justa


VIDA Y OBRA DEL POETA Y MILITANTE CARLOS AIUB

También geólogo y vendedor de libros, está desaparecido desde junio del ’77. Acaba de publicarse (Versos aparecidos), dentro de la colección Los Detectives Salvajes. El libro incluye 30 poemas encontrados por sus hijos, escritos en un cuaderno Exito.

Con la publicación de Versos aparecidos, de Carlos Aiub, nace la colección Los Detectives Salvajes –nombre de una de las novelas del escritor chileno Roberto Bolaño–, un proyecto en el que participan algunos hijos de desaparecidos, que conformaron alguna vez HIJOS La Plata, como Soledad Rodríguez Sabater, Julián Axat, Juan Aiub y José María Pallaoro, que brinda el sello editorial de La Talita Dorada para armar la colección de poesía. Axat cuenta que este proyecto se divide en dos partes: la primera consiste en la búsqueda detectivesca de la poesía inédita, perdida, escondida y silenciada por efecto del terrorismo de Estado. "Es increíble que comenzamos a movernos y de golpe aparecieron textos de todos lados, principalmente de familiares de desaparecidos", explica el poeta. La segunda parte del proyecto se propone armar la colección, el ejercicio de archivo, de tratamiento de los textos, de valoración estética y edición. "Ponemos allí todo nuestro esfuerzo para devolver a la luz la palabra poética desparecida, rescatarla del olvido –precisa Axat–. Hacer 'poesía aparecida' decimos, no casualmente ése es el nombre que eligieron Juan y Ramón Aiub, los hijos de Carlos y ahora miembros del proyecto, para titular la publicación de los textos que abren la colección." El coordinador de la colección sostiene que "el ejercicio de rescate de la palabra poética completa el trabajo de la memoria en tanto revalorización de un lugar que cada militante ocupaba y la forma más íntima que elegía para llevarla".

Nota en página12.

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lunes, 9 de julio de 2007

Partida de defunción

Tu nombre se deshace en mi boca, pero debo nombrarlo . El empleado me requiere la tortuosa labor de deletrearlo. No entiende. Nunca podrá, aunque lo escriba correctamente. Ignora lo que sofalda con su pregunta, tan indiferente para él como lo es el vidrio que la separa de mi balbuceo.



El silabeo actualizó el escarnio de los malos recuerdos. Ya no tengo fuerzas para espantar sus sonidos.

Repiquetean las teclas: aparece tu nombre. Las letras no se esfuman del formulario. Es irónico que se llame partida: no te aleja.

El sufrimiento me rodea, inexpugnable.

Me pide que firme, "aquí y aquí". Lo hago sin firmeza. No es mi firma, es el turbio significado de este momento: tu último rostro perplejo, mi odio sin castigo.

Nadie duda de un infarto masivo, es la principal causa de muerte. Lo corrobora la partida.

El empleado me pide que espere, falta una "firma autorizada" que la "legalice". No tengo prisa, nada me apremia. Ya no. No me espera tu desprecio, tu maltrato, no después de tu última mirada, fija en mis ojos, absorta mientras te desvanecías, con tu cuerpo impotente para arrojarme el vaso con whisky, como todas las noches, mientras me culpabas de tus propias culpas,.

Me acoge la zozobra, me carcome la exigencia de mi reserva. Me hostiga mi cara de circunstancia en el velatorio, la abundancia de llantos y condolencias que se derramaron sobre mí, la respuesta gestual al "cómo fue", el consuelo dado a los que venían a consolarme. Ellos también ignoran.

El empleado me da la partida y me despide con un "buenos días", tan frío como cuando disolví las pastillas en el vaso, dominando el pulso que siempre denostabas por cobarde e irresoluto.

Pero no hay resentimiento definitivo.

Te extraño; me agobia el silencio de la casa.


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martes, 12 de junio de 2007

Me llamaron

Vení Ariela, ahora hablo con vos.

Aquella tarde caminamos hasta el monte de álamos.

Al llegar pisaste al lado de un tronco, y giraste con la mano tomada de una rama.

Dijiste: "no tiene sentido"
Dijiste: "La semana partida estaba en este mismo lugar con Lucas."




Te estudié. Nada de muecas en tu rostro. Nada de picardía.
"Me lastimó, ya sabés. Y luego de todo... dijo que lo llamaron. Tiene diecinueve, es clase sesenta y tres"

Los árboles se mecían mientras vos, Ariela, aplastabas arañas sobre las cortezas rasgadas.


Aquella tarde las hojas producían un sonido muerto al pasar el viento
entre ellas. El pequeño bosque estaba rodeado por la llanura, veías el
arroyo y en el horizonte unas cruces, de formas variables,
que no pueden confundirse con un conjunto de iglesias. Nadie viviría allí.

Dijiste: "Los árboles son como una caverna." Y yo no entendía.
Dijiste: "Lucas era un árbol".

¿Cuál es el momento, Ariela, en que un sentimiento muere y otro lo reemplaza?

"Son muchos años de juegos, para dejarlos por esas hormonas que no llegan, entendés, ¡te asaltan!"

Te quitaste un zapato, Ariela, y también la media rota.
Acercaste tu pie a mi rostro. Tu pie, como un durazno rojizo.
Pensé: "Quiero tu muslo de almohada. Quiero tu ombligo de anteojo"
Pensé: "¿Porqué no?"

"Lucas dice que no me preocupe, que no lo mandan a las islas. No sé qué es lo que no entendió. Dice que no me preocupe. Cree que me tiene, el imbécil"

Estiré un dedo. Hiciste como que me quitabas una rama.

De chico pensaba que nada me podía pasar.

Pausa y ahora hablo con Mamá. Mamá, te pintabas los sábados, te arreglabas, y frente al espejo, sostenías a la altura de tu rostro tu mano, la sostenías un rato (largo, muy largo rato para mí) y sin que yo pueda adivinar el momento, te dabas una cachetada. Ahora me doy cuenta que era fuerte. Lo sé porque recuerdo la marca de los dedos, marca roja en tu mejilla. No llorabas: te dabas vuelta y decías, las mujeres son fuertes. Una vez te tiraste una olla de agua hirviendo sobre tu vientre, en el fregadero. No llorabas. Otra fue probar que tanto podías cerrar una puerta con el meñique entre la puerta y el marco. No llorabas. Nada le puede pasar a mamá. Basta de hablar con vos vieja.

Vení Ariela. Sos más joven y te sale sangre si te ato fuerte con hilo de pesca.

"¿Porqué lo hice?"

Subía la humedad desde el barro bajo las hojas.
Nosotros, nos habíamos colocado sin saberlo,
como acostados sobre una tumba.
Como fríos al día único.

Había sol. No había sol.

Los hijos del dueño iban a caballo de las escopetas cargadas con cartuchos mojados.

Una vez me dejaste verte, jugamos a que yo era Lucas. Te até. ¿No lo dije Ariela?

El resto del tiempo, quiero decir, fuera del monte de álamos, eras la sirvienta.

Al caer el sol, me paré, te dije "limpiá mi barro". Y me desabrochaste.

...

Pensé: "Lucas puede no volver. Ahora tengo que decidir: O ella no vuelve. O no vuelvo yo."

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miércoles, 6 de junio de 2007

Crónica de la presentación del poemario de Don Mariano Benitez

-- Por Jorge Gabriel Solari

Como la Papa, obligado por su modestia no va a poder hacer la crónica de un evento que lo tuvo como co-protagonista, me veo en la obligación de presentar una suscinta descripción de lo acontecido el martes en la sede Belgrano de la Alianza Francesa.

Recuerden mis orígenes, un hombre acostumbrado a lidiar con asíntotas y no con sonetos, sepan disculpar mis limitaciones ...



"A las 19:35 mientras ataba el candado de la bici a un poste me encontré con la Papa en la puerta de la Alliance. Rodeado de una concurrencia de aproximadamente treinta personas, estaba nuestro poeta amigo, relajado porque él no tenía que hacer nada, hablarían otros.Mike Andreux estaba con una copa de cristal vacía en la mano. Fue imposible convencerlo de que el vino se servía después de la presentación, no se separó de la copa ni un instante.



Empezó la disertación de la Papa, sobre su interpretación de los dos cuerpos del poemario(fue reuniendo laberintos cerrados y abiertos, fugaces referencias al fundador del partido comunista italiano, evocaciones de De profundis, escrito por Oscar Wilde en la carcel de Reading, ideas de Hegel, etc ). Fue un placer para los oídos, si bien estamos acostumbrados a la excelente prosa del 614, tener la suerte de escucharlo, viendo como manejaba los tiempos, la dicción cuidada y las expresiones sofisticadas (al menos para mi, discipulo de Pitágoras) me causó admiración.



Fuera de programa, Mariano interrumpió para contarnos que al momento de escribir no tenía en mente ninguna de las intenciones que la Papa había encontrado en su lectura. Señalaba lo interesante y lo válido que era esto : una obra de arte no esta completa hasta que el lector/espectador disfruta de la obra y en cierta forma la completa. Su locuacidad también es digna de destacar. Realmente me sentí orgulloso de haber sido compañero de estos dos sujetos.

Con respecto a la interpretación de La Papa sobre el poemario, Mariano contó una anécdota que tal vez algunos conozcan: Al hijo de Garcia Marquez le pidieron que estudiara en el colegio "el coronel no tiene quien le escriba", y que averiguara que significaba el gallo en el cuento . Gabo se expresa tautológicamente y le dice: " El gallo es un gallo". El hijo va al colegio, le toman prueba, le preguntan por el esposo de la gallina, responde lo que el padre (autor del cuento) le había dicho, y le bajan los puntos correspondientes, porque segun la maestra, el gallo representaba ·$"%&/(ç!"·$%$%&zaraza zaraza.

Gabo va a quejarsey se da un diálogo interesante donde ambos (la maestra y él) se dan cuenta de lo importante que es la opinión del otro.
(En realidad la mayoría de los espectadores creyeron esta artimaña y no se dieron cuenta que Daniel y Mariano habían preparado todo de antemano, yo mismo no me había dado cuenta hasta que luego de finalizar la presentación, en un rincón del salón veo a Mariano entregarle un fajo de billetes a Daniel .)

Continuo la presentación con la intervención del Sr Locutor Carlos Delfino, quien ley impecablemente pasajes del poemario, volvió a interrumpir Mariano, con explicaciones que harían morir de envidia al mismo Baco, realmente con mucho profundidad y alto vuelo.
Lamenté no estar más formado en cuestiones específicas del mundo de la poesía, me daba cuenta que podía apreciar sólo una parte de todo lo que se decía, algo así como ir a ver una buena òpera en áleman, uno se da cuenta que la música es buena, la escenografía impecable, los bailarines espectaculares, pero no termina de entender todo lo que dicen.

Hay dos tipos de personas que me producen una admiración especial: los poetas (creo que es un regalo de Dios poder expresar ideas y sentimientos a través de la poesía) y los hombres que diseñaron catedrales góticas (me parece increíble que hayan hecho lo que hicieron hace mil años).

Concluida la presentación nos encontramos con Diego Vallejos (¡qué alto está ese muchacho!) y finalmente el deseo de Mike se hizo realidad,... le llenaron la copa de vino... varias veces.

Sabrosos los bocadillos y noble el tinto.

Luego compartimos un lindo rato comentando la presentación y los ecos de la lista mayor. Siendo las 2115 me retiré a estudio voluntario mientras Mike, Gulliver, Daniel y Mariano decidían donde seguían la noche."
Muy lindo realmente.
. ¡¡Felicitaciones Mariano !!

Gabriel Solari, desde la Alliance, XXXI PROM

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