lunes, 9 de julio de 2007

Partida de defunción

Tu nombre se deshace en mi boca, pero debo nombrarlo . El empleado me requiere la tortuosa labor de deletrearlo. No entiende. Nunca podrá, aunque lo escriba correctamente. Ignora lo que sofalda con su pregunta, tan indiferente para él como lo es el vidrio que la separa de mi balbuceo.



El silabeo actualizó el escarnio de los malos recuerdos. Ya no tengo fuerzas para espantar sus sonidos.

Repiquetean las teclas: aparece tu nombre. Las letras no se esfuman del formulario. Es irónico que se llame partida: no te aleja.

El sufrimiento me rodea, inexpugnable.

Me pide que firme, "aquí y aquí". Lo hago sin firmeza. No es mi firma, es el turbio significado de este momento: tu último rostro perplejo, mi odio sin castigo.

Nadie duda de un infarto masivo, es la principal causa de muerte. Lo corrobora la partida.

El empleado me pide que espere, falta una "firma autorizada" que la "legalice". No tengo prisa, nada me apremia. Ya no. No me espera tu desprecio, tu maltrato, no después de tu última mirada, fija en mis ojos, absorta mientras te desvanecías, con tu cuerpo impotente para arrojarme el vaso con whisky, como todas las noches, mientras me culpabas de tus propias culpas,.

Me acoge la zozobra, me carcome la exigencia de mi reserva. Me hostiga mi cara de circunstancia en el velatorio, la abundancia de llantos y condolencias que se derramaron sobre mí, la respuesta gestual al "cómo fue", el consuelo dado a los que venían a consolarme. Ellos también ignoran.

El empleado me da la partida y me despide con un "buenos días", tan frío como cuando disolví las pastillas en el vaso, dominando el pulso que siempre denostabas por cobarde e irresoluto.

Pero no hay resentimiento definitivo.

Te extraño; me agobia el silencio de la casa.


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martes, 12 de junio de 2007

Me llamaron

Vení Ariela, ahora hablo con vos.

Aquella tarde caminamos hasta el monte de álamos.

Al llegar pisaste al lado de un tronco, y giraste con la mano tomada de una rama.

Dijiste: "no tiene sentido"
Dijiste: "La semana partida estaba en este mismo lugar con Lucas."




Te estudié. Nada de muecas en tu rostro. Nada de picardía.
"Me lastimó, ya sabés. Y luego de todo... dijo que lo llamaron. Tiene diecinueve, es clase sesenta y tres"

Los árboles se mecían mientras vos, Ariela, aplastabas arañas sobre las cortezas rasgadas.


Aquella tarde las hojas producían un sonido muerto al pasar el viento
entre ellas. El pequeño bosque estaba rodeado por la llanura, veías el
arroyo y en el horizonte unas cruces, de formas variables,
que no pueden confundirse con un conjunto de iglesias. Nadie viviría allí.

Dijiste: "Los árboles son como una caverna." Y yo no entendía.
Dijiste: "Lucas era un árbol".

¿Cuál es el momento, Ariela, en que un sentimiento muere y otro lo reemplaza?

"Son muchos años de juegos, para dejarlos por esas hormonas que no llegan, entendés, ¡te asaltan!"

Te quitaste un zapato, Ariela, y también la media rota.
Acercaste tu pie a mi rostro. Tu pie, como un durazno rojizo.
Pensé: "Quiero tu muslo de almohada. Quiero tu ombligo de anteojo"
Pensé: "¿Porqué no?"

"Lucas dice que no me preocupe, que no lo mandan a las islas. No sé qué es lo que no entendió. Dice que no me preocupe. Cree que me tiene, el imbécil"

Estiré un dedo. Hiciste como que me quitabas una rama.

De chico pensaba que nada me podía pasar.

Pausa y ahora hablo con Mamá. Mamá, te pintabas los sábados, te arreglabas, y frente al espejo, sostenías a la altura de tu rostro tu mano, la sostenías un rato (largo, muy largo rato para mí) y sin que yo pueda adivinar el momento, te dabas una cachetada. Ahora me doy cuenta que era fuerte. Lo sé porque recuerdo la marca de los dedos, marca roja en tu mejilla. No llorabas: te dabas vuelta y decías, las mujeres son fuertes. Una vez te tiraste una olla de agua hirviendo sobre tu vientre, en el fregadero. No llorabas. Otra fue probar que tanto podías cerrar una puerta con el meñique entre la puerta y el marco. No llorabas. Nada le puede pasar a mamá. Basta de hablar con vos vieja.

Vení Ariela. Sos más joven y te sale sangre si te ato fuerte con hilo de pesca.

"¿Porqué lo hice?"

Subía la humedad desde el barro bajo las hojas.
Nosotros, nos habíamos colocado sin saberlo,
como acostados sobre una tumba.
Como fríos al día único.

Había sol. No había sol.

Los hijos del dueño iban a caballo de las escopetas cargadas con cartuchos mojados.

Una vez me dejaste verte, jugamos a que yo era Lucas. Te até. ¿No lo dije Ariela?

El resto del tiempo, quiero decir, fuera del monte de álamos, eras la sirvienta.

Al caer el sol, me paré, te dije "limpiá mi barro". Y me desabrochaste.

...

Pensé: "Lucas puede no volver. Ahora tengo que decidir: O ella no vuelve. O no vuelvo yo."

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miércoles, 6 de junio de 2007

Crónica de la presentación del poemario de Don Mariano Benitez

-- Por Jorge Gabriel Solari

Como la Papa, obligado por su modestia no va a poder hacer la crónica de un evento que lo tuvo como co-protagonista, me veo en la obligación de presentar una suscinta descripción de lo acontecido el martes en la sede Belgrano de la Alianza Francesa.

Recuerden mis orígenes, un hombre acostumbrado a lidiar con asíntotas y no con sonetos, sepan disculpar mis limitaciones ...



"A las 19:35 mientras ataba el candado de la bici a un poste me encontré con la Papa en la puerta de la Alliance. Rodeado de una concurrencia de aproximadamente treinta personas, estaba nuestro poeta amigo, relajado porque él no tenía que hacer nada, hablarían otros.Mike Andreux estaba con una copa de cristal vacía en la mano. Fue imposible convencerlo de que el vino se servía después de la presentación, no se separó de la copa ni un instante.



Empezó la disertación de la Papa, sobre su interpretación de los dos cuerpos del poemario(fue reuniendo laberintos cerrados y abiertos, fugaces referencias al fundador del partido comunista italiano, evocaciones de De profundis, escrito por Oscar Wilde en la carcel de Reading, ideas de Hegel, etc ). Fue un placer para los oídos, si bien estamos acostumbrados a la excelente prosa del 614, tener la suerte de escucharlo, viendo como manejaba los tiempos, la dicción cuidada y las expresiones sofisticadas (al menos para mi, discipulo de Pitágoras) me causó admiración.



Fuera de programa, Mariano interrumpió para contarnos que al momento de escribir no tenía en mente ninguna de las intenciones que la Papa había encontrado en su lectura. Señalaba lo interesante y lo válido que era esto : una obra de arte no esta completa hasta que el lector/espectador disfruta de la obra y en cierta forma la completa. Su locuacidad también es digna de destacar. Realmente me sentí orgulloso de haber sido compañero de estos dos sujetos.

Con respecto a la interpretación de La Papa sobre el poemario, Mariano contó una anécdota que tal vez algunos conozcan: Al hijo de Garcia Marquez le pidieron que estudiara en el colegio "el coronel no tiene quien le escriba", y que averiguara que significaba el gallo en el cuento . Gabo se expresa tautológicamente y le dice: " El gallo es un gallo". El hijo va al colegio, le toman prueba, le preguntan por el esposo de la gallina, responde lo que el padre (autor del cuento) le había dicho, y le bajan los puntos correspondientes, porque segun la maestra, el gallo representaba ·$"%&/(ç!"·$%$%&zaraza zaraza.

Gabo va a quejarsey se da un diálogo interesante donde ambos (la maestra y él) se dan cuenta de lo importante que es la opinión del otro.
(En realidad la mayoría de los espectadores creyeron esta artimaña y no se dieron cuenta que Daniel y Mariano habían preparado todo de antemano, yo mismo no me había dado cuenta hasta que luego de finalizar la presentación, en un rincón del salón veo a Mariano entregarle un fajo de billetes a Daniel .)

Continuo la presentación con la intervención del Sr Locutor Carlos Delfino, quien ley impecablemente pasajes del poemario, volvió a interrumpir Mariano, con explicaciones que harían morir de envidia al mismo Baco, realmente con mucho profundidad y alto vuelo.
Lamenté no estar más formado en cuestiones específicas del mundo de la poesía, me daba cuenta que podía apreciar sólo una parte de todo lo que se decía, algo así como ir a ver una buena òpera en áleman, uno se da cuenta que la música es buena, la escenografía impecable, los bailarines espectaculares, pero no termina de entender todo lo que dicen.

Hay dos tipos de personas que me producen una admiración especial: los poetas (creo que es un regalo de Dios poder expresar ideas y sentimientos a través de la poesía) y los hombres que diseñaron catedrales góticas (me parece increíble que hayan hecho lo que hicieron hace mil años).

Concluida la presentación nos encontramos con Diego Vallejos (¡qué alto está ese muchacho!) y finalmente el deseo de Mike se hizo realidad,... le llenaron la copa de vino... varias veces.

Sabrosos los bocadillos y noble el tinto.

Luego compartimos un lindo rato comentando la presentación y los ecos de la lista mayor. Siendo las 2115 me retiré a estudio voluntario mientras Mike, Gulliver, Daniel y Mariano decidían donde seguían la noche."
Muy lindo realmente.
. ¡¡Felicitaciones Mariano !!

Gabriel Solari, desde la Alliance, XXXI PROM

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sábado, 26 de mayo de 2007

Presentación de dos libros de Mariano Benítez

Un texto doble (poesía). "Crónica de la soledad" seguida de "Libro del desierto" por Editorial Alción.

Será el martes 5 de junio a las 19.30 hs.

Presentará Daniel Ortiz y leerá fragmentos Carlos Delfino (locutor con el cual laburé en FM Palermo y Radio Nacional).
El lugar es la Alianza Francesa (sede Belgrano)
11 de septiembre 950 (entre Olleros y Gorostiaga) en Capital Federal.

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II Encuentro Nacional de Escritores La Plata 2007

Noticia, 60km al sur de Buenos Aires:
"Lenguajes posibles en la era multicultural",
en el marco del 125 aniversario de la ciudad Capital.
Coordenadas: 7, 8 y 9 de junio en el Centro Cultural "Pasaje Dardo Rocha", ubicado en la Calle 50 e/ 6 y 7. La Plata. Correo: escritores2007@gmail.com


Dicho Encuentro pretende mostrar, desde diferentes lenguajes artísticos, como la literatura, el cine, el teatro y la música, al modo en el cual el creador responde ante el diverso y multifacético paisaje de la realidad contemporánea.

El temario es el siguiente:

-Estética e Ideologías en el paisaje contemporáneo
-Lenguajes alternativos en la Sociedad de la Información: /el underground-el Libro-formatos digitales
-Diálogo intercultural/ El narrador como explorador de la existencia;
-Diversidad y pluralidad en el arte/ Poesía, narrativa y teatro en la Era pluricultural
-Música como un lenguaje-otro
-De la escritura y el cine

Participarán:

Mempo Giardinelli; Angélica Gorodischer; Diana Bellessi; Nicolás Casullo; Daniel Samoilovich; Liliana Vitale; Marta Dillon; Andi Nachon; Jorge Aulicino; Víctor Redondo ; Sergio Pujol; A licia Genovese; Beatriz Catani; Daniel Dalmaroni; Liliana Heer; Sylvia Iparraguirre; Gustavo Fontán; Liliana Bodoc; José Luis de Diego, Carlos Vallina, María de las Mercedes Reitano; Juan Carlos Moisés

Para cualquier información contactarse con: escritores2007@gmail.com

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miércoles, 18 de abril de 2007

Señor Juez:

Vivir, vivir…
¿Para qué vivir?
Vos hacías que mi vida tuviera sentido.
Con vos recorrimos el mundo viviendo cosas que no olvidaré jamás.
Planeamos una vida futura, donde los demás no podían inmiscuirse en nuestros asuntos.
Las vidas de nuestros hijos ya están encaminadas…, y que cada uno viva la suya.
A nosotros nos restaba vivir el resto de nuestra vida.
¿Qué pasó?

Cada uno ahora vive su vida, sin nada en común. Vidas separadas, indiferentes uno del otro, como si nada hubiésemos compartido.
Viviendo, sobreviviendo este dolor.
No entiendo aunque trato.
¿Qué pasó? ¿Qué nos pasó?
Tenemos nuestras vidas, nuestras casas, nuestras cosas. Mejor dicho, cada uno tiene su vida, su casa y sus cosas.
No es más nuestro. Es de cada uno.
De tener una vida en común, pasamos a tener en común cada uno una vida.
¿Es eso vida? ¿Sirve vivir así?
No se y eso es lo que me lleva al primer interrogante, ¿para qué vivir?
¿Para qué?

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viernes, 13 de abril de 2007

Prólogo para el Héctor

Prólogo [versión 0.1]

Con alegría exultante recibo el pedido de mi gran amigo, Héctor (notable persona) que honre (esas sus palabras) su nuevo libro, con mi prólogo. Sin duda un eslabón más en la cadena de éxitos de venta de sus obras, como lo fueran en el cariñoso recuerdo del público, títulos tales como: "las abejas no aman, danzan" presentado con ovación en el galponcito del centro de fomento "La Cachirla" entre Guernica y Alejandro Korn. Y aquel maravilloso libro cuyo título, tan bien puesto, cuyo título era... bueno, exitazo fue la suelta de libros que hizo Héctor en el tercer estacionamiento de la facultad de etnofagología, lástima que llovía tanto (el día tope de precipitaciones de la década)... me dijo uno que fue que no podía caminar de las hojas reblandecidas y pegadas en los zapatos, creo que lo obligaron a juntar la basura al Héctor.

Sé que los prólogos son molestos, no obstante. Para el lector, obvio, que los saltea casi invariablemente, (a menos que disponga de mucho tiempo libre, cosa que me hace desconfiar del criterio de semejante esgunfio, pensemos en un lector normal mejor) a éste le provoca a menudo un sentimiento de culpa, vagamente inmerecido, por ignorar ese texto previo al libro. Y todos sabemos que comenzar una relación con culpa (aunque no sea una relación con una amante, aunque se trate de un libro, claro está que también podemos pensar esa relación como un cierto "amantazgo", sin ir más lejos el otro día entré al cuarto de mi esposa, y la ví esconder furtivamente un libro bajo su almohada cuando creía que yo no la miraba , como diciendo "este placer es mío, no lo comparto, mi libro y mi consolador nadie los toca")... bueno es por eso que este bendito prólogo me pone en una situación difícil, de la que espero salir airoso, porque los libros de Héctitor, si es que tienen éxito, no cesan de generar rumores inciertos (como lo de ese galpón gélido, entre la algarabía alcohólica de los concurrentes, y las dificultades que tuvieron para cobrarle al Héctor los daños sufridos por el local)...

Claro que son molestos, también para el autor, que puede creer, fatuo él, (¿qué quiso Héctor conmigo? ¡siempre tan ambiguo, bien con dios y con el diablo!), que su libro no necesita prólogo, que sólo los libros de la mersada necesitan un texto previo, además no sabe a quién pedírselo, sabe que desea a la vez superar ese mal trance, que quiere un puente y no una pared, que al lector lo sumerja, lo zambulla en el libro... ¡ahí está! no sabe a quién pedírselo, se muerde las uñas, se atora de rivotriles, y por otro lado... tampoco puede ser tan brillante el prologuista, no debe opacarlo, un líder debe multiplicar subordinados y no competidores. ¿Y si le sale un Judas? Ahí lo tienen, Jesús no escribió ningún libro, ¿y porqué? ¿porqué ehe? Porque el prologador sabe todo esto es que también el prólogo es un salvavidas de plomo. Este prologuero (porque usurpa una función sin oficio) es "nadie" dentro del libro. Justamente sabe que ha sido elegido por su aparente neutralidad, por su medianía, por su falta (antes que por su posesión) de méritos literarios. No hay nada peor que la caca de paloma que ni olor tiene, decía con gran razón el general. No puede ser brillante ni tampoco un pelotudo, ni un forro... Ni Pettinato ni Marley. Ahí está. Solito con su alma. Ni se le ocurra al cazurro este hacer corrección sobre mi actitud de prologante, lo digo de corazón ya que aún le tengo algún afecto (que ahora que lo pienso, no es recíproco, como las actitudes suyas demuestran).

Digamos que este ménage à trois que quieren (que no es otra cosa el encuentro salvaje, impío y perverso de autor, lector y prologuetista en unos pocos centímetros cuadrados) me relega un modestísimo tercer plano ¿o te creías lo de la igualdad en los tríos? Hay dos pelafustanes que quieren entrarse y yo observando, echando mano a cualquier pretexto, fumándome una vela puerca y solitaria. Un estúpido prejuicio impide mi accionar, que yo entregue todo lo que podría entregar. Sí, soy un forro entre la mina y el tipo, la mina-autor, y el varón-lector, porque el cavernícola de Héctor, gozó de ambigua masculinidad, y el lector le entra al libro. O el autor desea que le entre y el lector no quiere. Yo deformándome entre ellos, no siendo yo, estirándome increíblemente, espiritualmente preservativador. Con angustia adivino el momento en que me desechan, en mi breve y prologativo paso: "Chau Forro".

Héctor se fue al carajo. Es un tipo de cuidado. Perseverante (que en él quiere decir rompepelotas), me rogaba "¡Haceme el prólogo!". Otro, luego de la verguenza de "La Cachirla" dedicaba el resto de su vida a coleccionar estampillas. ¡Coraje que tiene el imbécil!

¡Las noches en vela intentando entender las fotocopias rasposas que me dio el gusano! Ni un sope partido lo pone en copias anilladas. Además hacerme analizar su texto de una rampante simpleza sólo atribuible a la incapacidad exacerbada.

Al hijo de perra no le vuelvo a dirigir la palabra.

Pero yo, yo, ¡sé mi venganza! le pediré que me escriba un prólogo.

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jueves, 5 de abril de 2007

Lo de Laura

Me llamaron para contarme lo de Laura
de cómo ella se marchó al Sur con el mapuche,
y dejó Medicina.
Me contaron que en Senillosa, empezó a curar sin título
que la metieron en cana y no la pasó bien

Me decían que Laura no aprendía o no quería aprender
que el morocho la cuerneaba mal
que le hizo los dos hijos
que se fue rojo de vino de un portazo
no sin antes bajarle un par de dientes
y que nadie la quería tener cerca

No era cierto lo de la merka,
Nada de borracheras falsas
entre hombres ambiguos.

Al contrario:
una perra parida para cuidar sus chicos.

Su cuerpo se deformó, (o formó)
Laura, justo Laura,
que era línea femenina
mecida por ríos internos.
Se convierte su cuerpo en un vientre musculoso,
en piernas como bronces tañidos diariamente
en un soldado de la maternidad y el pequeño agro
del cuchillo al cinto y la trenza larga de día.
(Se coloca un cuero por sombrero)
del par de horas peinándose,
como las abuelas indias,
(vos que eras tan rubia)
Del alba entre la escarcha del valle,
de la nieve y el braserito con carbón y el monóxido
De la pava hirviendo en invierno
tirándole el chorro de agua caliente
sobre el caño de agua congelado...

Imaginen la [ex]combatiente
ahora con pollera ajada
cabello dispar
arrugas increíbles
y pecho de cartón,

carajo imagínenla:
Laura ya es abuela,
un hijo infame, un mafioso muerto.
Pero aparecen sus nietos,
sus hermosos nietos,
como ameba que estira nietos en vez de dedos blandos,

nietos que mañana pueden derramar vinagre sobre tus llagas
o extraer la mecha de una molotov, y vaciarla.

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domingo, 11 de febrero de 2007

¿Quién recoge el guante de Borges?


"Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata. El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables (...) La revisión de estas páginas olvidadas me ha sugerido el plan de otro libro más original y mejor, que ofrezco a quienes quieran ejecutarlo. Pienso que exige manos más diestras y una tenacidad que ya me ha dejado (...) Constaría de una serie de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles." (J.L.B., Prólogos con un prólogo de prólogos, 1975)

Consideremos el desafío del maestro como un punto de partida para experimentar e intercambiar los resultados. Tenemos algunas reglas que acotarán el ejercicio: un prólogo, que presupone la prosa (¿o no?), la referencia a un libro que se está prologando (¿o tampoco?) y una extensión menor al objeto prologado (Macedonio Fernandez desmiente esto). En fin: un prólogo, señores.

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jueves, 11 de enero de 2007

XX- LE JUGEMENT


…y los prendieron a ambos, y los arcabuceros los llevaron ante el Magistrado quien, porque cenaba con el Oidor, los mandó encepar más sólo de manos, por humanidad, que el magistrado era harto generoso y devoto con los reos que asían. Y acabó la cena y como tocaron los músicos se hizo noche cerrada al Magistrado, y al otro día era fiesta de guardar, que la Santa Fe castiga al que no descansa como el Creador en el séptimo día. Y fue recién al otro que dieron cuenta de ellos, y mandó el Magistrado al Secretario para que confesasen sus impiedades ante la primera vuelta de potro, bajo protesto de que si así no lo hacían prestos fuese por ellos cualquier sufrimiento que se les provocase, y por su culpa si se les lacerasen las carnes, o separase un miembro de las coyunturas o se les fuese un ojo de las cuencas. Esto protestaron y dieron media vuelta al muelle y como se apercibiesen de que faltaba el Escribano suspendióse en ese estado la interrogación, hasta que se lo fue a arrancar del lecho porque no faltase a sus deberes con el Rey. Y el reo quejóse con amargos ayes de que no lo podía sufrir, que le aflojasen hasta que diesen con el notario o que no llegaría al juicio con aliento. Entonces le apercibieron que lo guardase para confesar sus crímenes, que sólo la confesión expía los horrorosos y nefandos vejámenes que su horrible culpa le haría confesar antes de que diesen tres vueltas de potro, y nunca después de los tres cubos de aguas infestas que le harían beber por donde mejor le entrase a su cuerpo de pecador. Y como el otro reo que prendieron sollozara que ponía a Dios y Todos los Santos de testigos de que era inocente de toda falta como Adán el primer día del Edén, le azotaron las espaldas con vergas de vegija de cordero rellenas de arenilla, hasta apagar con sus ayes y lamentos las blasfemias que su boca vomitaba. Y mandó el Escribano del Rey se siguiese con los sacramentos del juicio, y se exhortase la más plena confesión que siempre arranca a las almas perdidas de las llamas del Infierno y les posa en la apacible penitencia del Purgatorio. Que clamasen sus culpas a los cuatro vientos, o esta sala de este mundo sería el Infierno en que se condenarían sus almas encerradas en sus cuerpos, en sus templos del pecado. Y por apurar el procedimiento, que había mucha justicia por impartir, mandó al Secretario mandase poner correas en los miembros del que aguardaba, y le hiciera pender al revés de los grillos del techo, y le diesen vergazos en donde fuese que diera en acertar la mano de la Justicia. Y así hicieron, y por piedad les echaron cubos de agua en las cara cuando tornaban a desfallecer por no poder sufrirlo, para que oyendo cuando se los interrogase estuviera en sus manos expulsar el Diablo de sus cuerpos en Santa Confesión, y no condenasen sus abyectas almas al Tormento Eterno, pues desearían la paz de este juicio a la perenne compañía del Maligno extraviador de almas. Y como pluguiesen clemencia y disposición de liberar sus espíritus de la mentira que los agobiaba como la roca al cuello en el que se zambulle al mar, dio en turbarse a Su Reverendísima Excelencia, y sacóse con gran comedimiento al Magistrado de su justo descanso, y luego de viandar hízose presente en la sala de audiencias e imponiéndose de lo que se trataba y de quienes eran los reos que ante Su Excelencia comparecían, mandó levantar circunstanciada acta de su presencia y de los graves motivos que exigían su avocación a los autos, y mandó hacer tantas copias como funcionarios del Rey se hallasen en la Sala, para dar adecuada publicidad a la justicia que se impartía en el reino, y se supiese en todas las aldeas de la comarca y en cada capellanía y pedanía que ningún crimen se hallaba fuera de la autoridad y del justo castigo de la larga vara de la Justicia, y que ninguno escapaba al ojo perfecto de Dios. Y así mandó mantener el tormento en el estado en que se hallase -no agravándolo más por humanidad- hasta tanto tornasen a volver los pregoneros enviados a la plaza pública y diesen parte de haber advertido a los cómplices de los encartados que su hora estaba cerca, y que más valía se dejasen colocar los grillos con santa resignación y entregasen confiscadas todas sus guadañas, ruecas y asnos a los Condestables antes de ser arcabuceados por el primer Alcalde de la Hermandad que los sorprendiese y los sospechase en clandestina ocultación. Y vueltos los pregones se dio media vuelta más al potro del uno, y se sumergió la cabeza del otro en las aguas menores del servicio de los aposentos, hasta que toda la arena pasó de un lado a otro, y hubo que invertir las campanas, que dieron otra vez vuelta para cuando las horribles convulsiones del que pendía cabeza al suelo sumergido casi vuelcan el tonel infesto. Y apercibiólo el Magistrado que no demorase más en dar la más completa confesión que supiese dar, que no le alcanzase la próxima comida en el menester de tener que oírlo, porque la justicia lenta no es justicia y quería dictar su fallo antes de las completas. Y todos los presentes se maravillaron de la virtud del Magistrado, y corrieron a prosternarse ante sus venerables pies, y aún no faltó quien los lavase en el agua bendita de la Cuaresma, y que al cabo se le diera de beber de ella a los reos para que se les infundiese virtud entrándole por las entrañas el agua bendita que había lavado esos santos pies. Y como se quejasen amargamente de no tener qué decir y, a la vez, de querer decirlo todo, viendo que Lucifer les enviaba para confundir a tantos probos varones, y que hablaba por sus bocas condenadas, mandó el Magistrado les echaran pez fundida en las llagas y cardenales, amonestándoles sus lamentos y consolándolos diciendo que más sufrió el Hijo en la Cruz que ellos, y que más padeció Este todavía por ser flanqueado en el monte por criminales como ellos. Y atendiendo a la hora avanzada y que la palabra les había abandonado, y se negaban a salvarse por la confesión que les hubiera absuelto de los lazos con este mundo y arrojado a la esperanza del Purgatorio, mandó se les alojase en la silla de clavos y esperasen allí, bien sujetos para que no tentasen retirada, desnudos como estaban, para no desgarrarles las ropas, y cavilasen los mejores recursos para su salvación, que Su Señoría sería justo y probo, como hombre docto y piadoso que era, al pronunciar su juicio. Esto mandó y se dieron tantas copias como funcionarios del Rey se hallaron en la sala, a expensas de los reos y dejóse la audiencia para cuando Su Señoría hubiese sanado de sus fatigas, que son muchas en quien administra la Justicia. Esto mandó y cumplióse, que doy fe por haberlo visto con mis propios ojos.

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domingo, 7 de enero de 2007

Inocente Hechizada 2007

"El personaje de Hechizada es muy dulce, muy inocente, no dice malas palabras. En cambio Moni Argento es una sacada..." [Florencia Peña, Entrevista La Nación]

Elizabeth Montgomery vs. Florencia Peña
La producción argentina televisual 2007 contará con una versión remozada de la historia sesentista norteamericana de "Hechizada". En ella la bruja Samantha (Florencia Peña en esta versión) se casa con el "hombre común" Eduardo Santín (Gustavo Garzón), quien le pide que no haga magia, contra la oposición de la familia de ella.

Esta teleserie ha sido el foco de variadas miradas desde el mundo intelectual.

* La Dra. Helford, Directora del programa de Estudios de la Mujer de la Universidad del Estado de Tennessee, refiere que:
"[Samantha] no trabaja fuera del hogar, pero puede ser vista como articulación simbólica de los deseos femeninos (al menos de las mujeres blancas de clase media) en roles otros que los de esposa y madre, a pesar de mostrar semanalmente inteligencia y poder más allá de los del mortal varón que llama 'esposo'. Esta inteligencia y poder estaba regulada: a requerimiento y demanda justamente del hombre' [Helford, E. R. (2000). Introduction. En E.R. Helford, (Ed.) Fantasy Girls: Gender in the New Universe of Science Fiction and Fantasy Television (pp. 1-9). New York: Rowman & Littlefield Publishers, Inc.]


Esto equivale, en algún sentido a un "gatopardismo", en un mundo donde se replanteaban los roles de la mujer, cambiar para que nada cambie.

* Para la Dra. Susan Douglas, Profesora de Comunicación en la Universidad de Michigan, el personaje intentaba mostrar cómo una imagen de mujer muy superior al varón puede conciliarse con la auto-subordinación al deseo y ego masculino. [Where the Girls Are: Growing up Female with the Mass Media. New York: Times Books, 1994. 133-134.]


...

Lejos de los clásicos francotiradores seudo-intelectuales contra la fantasía, retorna
la magia a las relaciones familiares del 2007.


Levantemos las copas.

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sábado, 6 de enero de 2007

Desde ahí

Siempre más adentro.

Horadando la piel,
las vísceras, los órganos
y el plexo.

Más adentro.

Donde no tiene acceso la conciencia,
ni la voluntad, ni el pensamiento.

Adentro,
sitio cavado por una sola palabra
cavada por el olvido
       que fue cavado en silencio.

Dentro del borde
       que comulga entre la vida
y la muerte
       surge eso que no cabe
en ningún afuera.

A veces tiemblan
       las tonalidades del alma
que no hemos sabido reconocer.

Adentro:
       como sangre que se bate a duelo
con esa sola palabra.

La palabra que encuentra su huella
       en el eterno romance
del agua y la arena.

Sin prólogo
       nace lo inexplicable

--[por Mariano99]

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Mientras tanto

Están al acecho las palabras
       que se fugaron
del libro de la soledad.

También las otras,
       las que se ausentan
al ser contempladas,
o las que acompañan una voz
       hacia la desmesura del desierto.

La aridez del paisaje
       adquiere espesura
en esa boca sedienta
que bebe su propia saliva
              antes de zozobrar.

Entonces retornan más palabras,
las que no calman al desesperado
       ni se arrojan
sobre espacios desconocidos.

Ellas abren paréntesis
donde quepa el desafío
de nombrar este legado,
       esta ventana abierta
dentro del muro de cal
que otros han construido
       para almacenar temores.

Aquí nadie sobrevive.
Aquí acechan palabras de agua.
Aquí nunca lloverá.
Aquí no hay aquí que resista.

Y sin embargo
aún hablan los fantasmas,
       las huellas de otras esperanzas,
los vestigios de una plegaria atendida
       y el agotamiento que los cuerpos amados
despliegan hacia lo impensable,
       donde lo añil se torna visionario
en la luz de esta noche.

Y la noche cabe
       entre esas palabras que acechan
al fugarse del libro de la soledad.

Y cabe la añoranza
              del sueño que sueña palabras balbuceadas
entre los labios del viento.

Y es acunada esa añoranza
              por esta alucinada naturaleza
que devora aquellas palabras fugitivas,
las atesora,
       las guarda en una caja
que se abre
       (por los labios del viento)
y son diseminadas por doquier
       hasta que otros labios,
en el vórtice del delirio,
       logra plasmar en una tela blanca
la imagen inmóvil
       de quien ya no espera.

Él es el libro de la soledad.

Él respira palabras de agua
       hasta que la transparencia
las fuga hacia otro mundo,
       hacia la imagen inmóvil
que es espejo de su rostro.

También la soledad se ha fugado
       del rostro.

Allí no hay quien diga yo.
Allí no habrá lenguaje.
Allí hay páramo
       que se devora a sí mismo
sin propósito y sin conclusión.
Allí es cementerio de palabras.


El epitafio emana de los labios
       del viento:
hálito vital que contiene
       el silencio inaugural
de cada palabra
       antes de nacer.

Para parir un poema
       es necesaria la sangre derramada
desde el tajo que abre
       incesantemente
las páginas veladas
       al entendimiento
mientras las nubes siguen su tránsito
              hacia ninguna morada.

--[por Mariano99]

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Rastros del silencio

Cae el telón
       como caen estos párpados
sobre lo que he sido:
       una ilusión.

Implotan versos
       dentro del cuerpo tendido
sobre sus propias esquirlas.

Son diseminadas
       por el borde inestable
que une el día y la noche.

De allí regresan palabras incendiarias
que nadie ha podido asimilar.

Palabras que realizan su mudanza
por no hallar transparencia.

Palabras que naufragan
dentro de estas venas
antes de volverse señal.

Palabras horadadas por el óxido
que precede su definitiva desaparición.

Aunque el telón haya caído
       algo sobrevive
y sopla sobre la nada.

Algo anuncia el cumplimiento de su oficio.

Algo que le sustrae a cada palabra
       un mismo latido y una misma imagen.

Es algo que despierta
       en un grito ahogado.

Es la lenta inmolación
       que amanece con asombro aquí,
en este lecho nupcial,
en este reflejo vacío
       que toma mi mano.

--[por Mariano99]

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Umbral

Dentro del reloj
       que no marca ninguna hora
alberga el tiempo su morada.

Así sopla el viento
              sobre las cenizas de la memoria.

A veces el olvido es un remanso
              que acaricia nuestra locura
hasta hacerla dormir
       y soñar
y volver a despertar
en otro cuerpo,
       en otro lecho
              y en una misma condena.

Así renueva su ciclo
              el útero en cada poema.

Crear es el verbo
       que disuelve los fantasmas
invocados por la necesidad de permanecer.

--[por Mariano99]

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Velo

He asistido al entierro de Dios
en una medianoche que desalojó
a todas las otras noches
       de sus lúgubres expectativas.


Mientras descendía el ataúd
       arrojamos sangre y tierra
sobre nuestra vasta credulidad.

Oímos la letanía
       detrás de álamos y sauces
recortados por una espesa niebla
       que ha fijado la imagen
de nuestra orfandad.

El responso lo celebró el silencio.

La despedida será relatada
por una gota de agua
que ha de posarse en la mano
del invierno.

He asistido al entierro
       de un nombre falso
tan propio como el propio,
tan presuntuoso como el concepto que se atreve
       a la eternidad.

No he contemplado
       un cuerpo yerto;
tampoco su ausencia.

Son siglos y milenios
       transitados por el cauce
de una sola necesidad:
así hemos demolido la morada
de lo genuino.

No obstante,
       percibo en un instante
el epitafio,
       el relámpago
que ilumina
       tanta ceguera,
la fatalidad
       que regresa de todos los oráculos
y la pregunta
       que nunca ha sido escuchada.

El mismo relámpago
       incendia la puerta del misterio
y perfora los bordes
       de un mundo
conquistado por los vestigios del temor.

El mismo relámpago
       se desnuda
e ingresa por la mirada subterránea
       que despejará sombras arcaicas
antes de despertar.

Cae la primera gota
       sobre ojos que no aprendieron
              a llorar.
       


--[por Mariano99]

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viernes, 29 de diciembre de 2006

Entre agujeros negros

Sonó el teléfono como tantas veces sonó en estos últimos días, en estas últimas semanas, aguardando el veredicto que caería sobre el cuerpo exangüe de mi amigo Paco. Atendí mientras percibía por la ventana del Estudio como se desvanecía la lánguida luz del otoño sobre Plaza Lavalle. Atardecer con cielo gris encapotado sobre una voz apagada, casi inaudible, que me nombra y afirma el deceso esperado. Fue a las siete en punto, sin conciencia, entumecido por la morfina y otras sustancias que intentaban calmar sus agudos padecimientos: metástasis de un cáncer de páncreas combinado con leucemia.Al día siguiente, a primera hora de la mañana, fue el responso y la cremación en el Cementerio de la Chacarita. Varios amigos tomamos la palabra para despedirlo y rendir un breve homenaje a la memoria de un ser entrañable que no llegó a cumplir veintiseis años en esta vida. Las lágrimas unieron a sus seres queridos ante la misma impotencia. Entre nos, aún no he podido aceptar su muerte, o mejor dicho, el motivo primordial de su muerte.

Me explico.




¿Cómo explicar eso que me atravesó apenas cortada la llamada?

Estuve dando vueltas en el despacho del Director como una fiera enjaulada, una fiera dispuesta a matar una sola persona, una mujer, una expresión que jamás olvidaré: la escena que regresa una y otra vez desde el mismo lugar, la parrilla de la calle Ortega y Gasset, donde festejábamos el día del amigo.

Siete hombres reunidos en una mesa alrededor de otras tantas mesas aunadas bajo el mismo ritual.

Pedimos lo de siempre: tiras de asado con algunas achuras y papas fritas. Generosa cantidad de vino tinto y alguna que otra botellita de agua sin gas.

Hablamos lo de siempre: anécdotas y evocaciones tamizadas por la situación política o social del momento. Alguna que otra mención futbolística, alguna que otra confesión de medianoche y el ineludible brindis con discursos desmesurados, o saturados de alcohol, embriagados por un clima de algarabía in crescendo.

Tardé en darme cuenta.

Con Paco era una ardua tarea el darse cuenta.

Desde una mesa contigua, en posición oblicua a mi perspectiva, estaba una auténtica beldad de ojos verdes, morena, de tez mate y una actitud socarrona que, poco a poco, inquietó los ánimos de nuestra mesa. Estrictamente hablando, no le sacó la mirada de encima a Paco, para variar, quien era apuesto y seductor, un galán nato que hizo suspirar a muchísimas mujeres antes de abocarse a Paula, nuestra Paulita, un ser encantador que estaba hecha a la medida del amigo, y viceversa.

El hechizo fue devastador: breve e intenso.

A los pocos meses de conocerse establecieron la fecha de la boda y se casaron sin previa convivencia.

La relación, para qué negarlo, fue ejemplar.

Verlos juntos era un deleite.

Escucharlos, un remanso.

Paula y Paco constituían el ideal que, como bien sabemos, está llamado, más tarde o más temprano, a su paulatino desmoronamiento.

Nadie creyó en la fuerza tanática que iba a irrumpir a partir de aquella aciaga noche.

Noche gélida, preñada de señales que abrieron un cauce cenagoso en las aguas de la desgracia.



Ella, la auténtica beldad aún innominada, se incorporó, se aproximó y sin titubeos se dirijió al semblante de su presa. Algo susurró en sus oídos, ambos sonrieron, y luego dejó una nota escrita entre sus manos. Le guiñó un ojo y, al cabo de un rato, siguieron el rumbo marcado por la complicidad, retirándose solos, tomados de la cintura, atravesando los oscuros meandros del deseo, que nunca es sólo deseo, sino abertura incesante por las grietas del muro que denominamos, arbitrariamente, realidad.

Al día siguiente, bajo los efectos de una resaca insidiosa que fue restableciéndose lentamente, supe que, ni lerdos ni perezosos, fueron al Albergue Transitorio más cercano.

En principio no lo creí posible, a pesar del efecto que unas copas de más pueda impulsar sobre nuestra voluntad. Pero…la carne es la carne y cuando afloran determinados llamados hay oídos que no escuchan.

Dionisios invade por los resquicios del cuerpo y uno responde con firmeza ante la tentación de las tentaciones.

Antes de volver a mi casa, ya tenía reconfirmada la versión.



Qué es la existencia sino un cúmulo de perspectivas limitadas que pretende abarcar una idea, o una sensación equívoca: la totalidad.

Lo acepto, pero cómo admitir lo sucedido a partir de una reacción -¿perversa?...¿alocada?...¿pueril?- que iba a destruir tantas vidas.

    ¿Cómo?
    ¿Cómo fue capaz?

¿Cómo se atrevió a llamar por teléfono a Paulita y vociferar que estaba enamorada de Paco?

¿Cómo fuiste tan…amigo mío, cómo llegó a sus manos tu celular, la característica de tu casa y la dirección del correo electrónico?

¿Cómo es posible que Paula y ella hayan conversado a solas en un café, si no habían pasado aún 48 horas de aquella maldita noche del 20 de julio?

Luego nos reunimos con vos, Paco, amigo del alma que tanto te necesito, y extraño, pero más extraña resultó la perspectiva propia que no entendía.

Sí, ella lanzó su estocada sin medir consecuencias, está claro; y vos eras un hombre apetecible, pero casado y comprometido con un proyecto henchido de esperanzas y tanto más que no sé ubicar los acontecimientos en su debido lugar.

Me pierdo y me digo perdido.

Un manto oscuro se tendió sobre los días y las semanas siguientes, entrelazadas por conjeturas y disonancias que hicieron mella en tu rostro, luego en la pérdida de peso, en la crisis matrimonial, en tus estados de ausencia, ido, absorto dentro de un silencio que abrió infinitos caminos a la interpretación.

Casi no hablabas: apenas unas respuestas monosilábicas entre puntos suspensivos dilatados y nuevamente devorados por tu mudez.

Supe que en sendas oportunidades se reunieron los tres, hasta que la susodicha, al parecer, dio un paso al costado y desapareció.

Lo que no desaparecieron fueron tus trastornos, Paco.

Te deprimiste, tomabas psicofármacos y acudiste a varios médicos antes de tratarte con un psiquiatra y aceptar que la culpa se había apoderado completamente de vos.

Dejaste de reunirte, no salías y caíste en un ostracismo lindante con la catatonía.

Si bien mantuviste con responsabilidad tu trabajo en la compañía de seguros, no hiciste nada para volver a ser el Paco de antes.

Fuiste perdiendo vitalidad y ganas de vivir.

Luego siguieron los continuos chequeos y nuestras secretas conversaciones telefónicas con Paula, o bien tu madre, quienes nos mantenían al tanto.

Un buen día te internaron y se descubrió lo inadmisible: cáncer de páncreas.

La misma palabra detonó como preludio de una muerte anunciada a través de las metástasis combinadas con una leucemia letal.

Estuve a tu lado, Paco, sin contener el dolor propio, lloramos juntos, y soportaste con estoicismo los tratamientos que no aliviaron tu abrupta agonía.

A veces, en los últimos días, estabas en otro lado, en la otra cara de este mundo, consumido y anestesiado, apagándote sin conmiseración.

Ya no querías estar acá.

En verdad, aunque cueste decirlo, sigo sosteniendo que a partir de la culpa que te inundó, el cuerpo desplegó una incesante travesía hacia la aniquilación.

Desde entonces quedó establecido el tabú entre tus amigos: no se habló más de Paco y su circunstancia.

A solas, recluido entre las agudas voces de la conciencia, no he dejado de viajar entre considerables agujeros negros hilvanados por múltiples suposiciones que discuten, chocan y se anulan entre sí.

¿Qué fue lo que pasó, Paco?

¿Cómo sobrevivir a tu ausencia?

Cómo admitir la secuencia de imágenes que cruzan por mis recuerdos desde aquella noche, que debimos concluir entre nosotros, que debimos encontrar el límite, hacer algo aunque estuviésemos borrachos, mantenernos protegidos, unidos, y celebrar el afecto que nos une hasta que la vejez, por vía natural, nos despidiese como Dios manda. Pero los hechos mandan y uno se adapta como puede, si puede…

¿Y qué es lo que he podido?



Nada, Paco. He sido cautivado por la impotencia y sigo adelante por inercia, obsecuente con eso de lo que no se habla, de vos, de tantos agujeros negros imantados en la piel hasta que alguna vez, en forma tardía, hace su presencia la bronca, que nace en uno y se desplaza a la figura de aquella beldad, me digo, a la que quisiera matar, destruir, o verla sufrir, o llevar a cabo el inigualable placer de la venganza hasta sus últimas consecuencias.

Pero…¿qué es lo que he podido?

Sólo decírmelo, ser obstinado, pensar una y otra vez en el modo de ejecutar esa fantasía, soñarla, desearla y, ya que los hechos mandan, callarla.

No obstante, el pez muere por la boca y por el contenido de su secreto.

Me explico.



Era una tarde espléndida: diáfana y primaveral. Aproveché para despejar cuerpo y mente, salir a caminar y distraer preocupaciones cotidianas ya olvidadas. Mientras cruzaba el Parque Las Heras, -pletórico de cuerpos diseminados sobre la hierba, sobre la tierra y sobre reposeras, cuerpos que giraban sobre la declinación solar, cuerpos que caminaban, que llevaban sus perros a pasear y sus torsos desnudos expuestos con músculos trabajados durante años en el gimnasio que percibo de reojo-, y llegaba a la vereda de la Av. Coronel Díaz, creí reconocer a quien nunca me iba a reconocer.

Es ella, me dije, quien paralizó mi andar y los latidos del corazón, aunque necesité corroborar lo visto, respirar profundamente y seguir pasos que no sentí propios hasta alcanzarla, reconocerla de perfil, de medio perfil y de palabras que salieron de mi boca en tono de falsete, casi agudo, nombrándola de modo impersonal, sin énfasis, hasta que ella detuvo la marcha, se dio vuelta y dijo que sí.

Pedí disculpas por la interrupción y sin ofrecer mayores explicaciones le pedí tomar un café, o sentarnos en un banco por 5 minutos esclarecedores para saciar buena parte de mi curiosidad por esos agujeros negros y agoreros que sudaban en mi frente y en mis manos.

Su penetrante mirada de rasgados ojos verdes me recordó la falta de perspicacia y me anuncié amigo íntimo de Paco.

Repetí innecesariamente su nombre.

- Ahora entiendo. Acompañame hasta el primer café, entrando al Alto Palermo, y ahí hablamos.

Eso hice, dispuesto a eliminarla de algún modo, contratando tipos pesados de los suburbios, zona sur, o bien asustarla con métodos perversos, o persuadirla con amenazas que fueron diluyéndose antes de sentarnos, mirarnos de frente y oír la convicción despedida por una voz grave y sensual que preguntó:

¿Qué querés saber?



Su poder de síntesis me abrumó.

Primero quiso saber cuál era el alcance de mis conocimientos por fuente genuina, llámese Paco o Paula. Una vez reconocida la dimensión de los agujeros negros –debo confesar que me sorprendió la escueta información recibida ante la inconmensurable suma de lecturas entre líneas, donde lo tácito converge, ilusoriamente, con hechos concatenados a través del sentido común- me sumí en oídos abiertos y atentos a una versión que destituyó cualquier otra versión en el sumidero invocado por las falsas apariencias.

Me sentí humillado. Luego ignorante.

Un ser incapaz de discernir entre los lazos afectivos y los lazos reales.

Resulta que sí fueron al Albergue Transitorio, se besaron, se acariciaron, pero no tuvieron sexo. Hablaron y hablaron hasta que el cansancio los venció, aunque, paradojalmente, ninguno pudo dormir. Ambos, sin mutuo conocimiento, dieron parte de enfermos en el trabajo. Se buscaron, se llamaron y se volvieron a encontrar.

Fue amor a primera vista, afirmó.

Amor que desborda.

Amor que no respeta consignas, ni compromisos, ni promesas ante el altar.

Amor que trasciende barreras y despoja al hombre de su sostén.

Esa misma tarde Paco le escribió una estremecedora carta, bastante extensa, en la cual confiesa, a su pesar, la voraz y empecinada pasión que lo dejó sin posibilidad de discriminar, ni de huir, ni disimular.

Ella tenía guardada la misiva, manuscrita un 21 de julio en el bar Británico, enfrente al Parque Lezama. Dijo que si la quería me la iba a enviar.

Eso hizo.

Eso y otras tantas aclaraciones me dejaron anonadado, sin reacción, sin palabras, absorbido por su clara exposición al respecto, como el encuentro a solas con Paula al día siguiente, y hubieron muchos días siguientes que reunió a los protagonistas en forma conjunta y separada, aunque por desgracia, dijo ella, todavía innominada, Paco renunció al dictamen del corazón y se abocó a cumplir con el mandato marital.

Ahí salió el tiro por la culata, afirmó, pidiendo disculpas, sin eludir un ápice en cada detalle, concreta y pragmática, las cosas por su nombre, sin eufemismos, sin respiro, carcomida, ella también, por una arrasadora fuerza que la llevó a intentar todo lo posible, desde la seducción hasta la persuasión, desde la condena hasta la intimación, desde la amenaza hasta las lágrimas compartidas por la imposibilidad (remarcó ese muro como infranqueable).

En pocas palabras, Paco no pudo atravesar aquel límite, se traicionó en aras de una ley escrita sobre piedra, y en la piedra selló su epitafio.

La culpa, es verdad, lo aniquiló. Y ya que estamos, digámoslo de una buena vez: Paco quiso desaparecer.

Y lo logró.

Pagó la vida con una culpa que lo devoró desde sus propias entrañas: autofagia, que le dicen. Pero la culpa era otra: se había enamorado perdidamente de ella, la joven diosa del Olimpo, quien le correspondió, pero él no fue capaz de acompañar los latidos de un corazón que se apagó para dejar de sufrir.

Ella habló con autoridad y suficiencia. Fue clara y expeditiva. Lo dijo sin quitarme los ojos de encima, como si, a su vez, agradeciese esta oportunidad para poner las cosas en claro y así cobrase conciencia la versión oficial de esta tragedia urbana.

Antes de despedirnos, quise saber el contenido de aquel hipotético epitafio sellado sobre piedra, en su lápida.

Fueron sus últimas palabras: “He aquí un alma que no se atrevió”.

Nuevamente sin habla, casi sin respiración, como en estos momentos, al terminar de releer la misiva que le envió a Valeria Cetolini un 21 de julio, antes que caiga otra noche sobre la ciudad e imponga su oscura letanía sobre la memoria del porvenir.

Sí, dije la memoria del porvenir, o esa extraña visión que reconoce sus abismos en estado de desesperación.

Aún hoy no he podido hablar de Paco, ni de esta carta, ni de mi perplejidad.

A veces siento que aquel epitafio aguarda al hombre que soy.




[por Mariano99]

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Simetrías

1




Venía pensando en ruinas, en la fascinación que ellas ejercen sobre mi mundo imaginario, en la posibilidad arqueológica de reconstruir aquello que inevitablemente acabará carcomido por la maleza.

También venía pensando en el cuerpo, este cuerpo, entre otros, que desconocerá, desde que muera, el proceso de su lenta disolución.

Venía saliendo de la boca del subte, Estación Uruguay, inmerso entre la muchedumbre que pugna por salir cuanto antes del vaho sofocante en pleno verano, casi al mediodía, antes de realizar un trámite bancario y tomar una breve pausa para almorzar.

Venía escrutando rostros, rasgos fisonómicos, perfiles y la constitución ósea de los transeúntes.

Antes de poner un pie en la Av. Corrientes, reconocí de espaldas a una mujer que no debía habitar ese cuerpo.

Intentaré ser claro: hablo de una pasión, de los escombros que deja la desmesura, de los subterfugios utilizados para evitarla, en principio, por temor al rechazo.

Hablo de un nombre, Claudia, a quien llamé por su identificador y a quien admiré por el espesor de sus cabellos enrulados. Castaños, los cabellos.

Hice entrega de un carnet y me tomé el atrevimiento de seguirla e invitarla a cenar cuando ella quisiese, sin darle tiempo a pensar.

Respondió afirmativamente.

Ese mismo día, al atardecer, estábamos sentados en un café con vista al río.

No hubo cena: hubo atracción.

Acorde al llamado de nuestros instintos, nos abocamos a consustanciar un vínculo que transitó entre el encantamiento y la desesperación.

Éramos jóvenes, con algo más de veinte abriles puestos en la mirada que aún ignora su condición mortal. Nos besábamos en las plazas, en el auto del viejo, en los boliches, en las calles y en cualquier ocasión que se presentase favorable.

¿Te acordás, Claudia?

Lo dije mientras apoyaba una mano en el hombro descubierto de la mujer que no debía habitar ese cuerpo: era el cuerpo de Claudia.

Ella giró, abrió desmesuradamente sus ojos verdes, semejantes a los evocados, y negó rotundamente.

Pedí disculpas.

No obstante, el parecido me dejó atónito.

Cuando estaba a punto de retirarme, cabizbajo y algo perturbado, fue ella quien dijo:

- No es nada, pero me llamo Marcela. ¿Te pasa algo?

No respondí lo que pensé, aunque me leyó la mente al vuelo.

En pocas palabras, el equívoco nos llevó a otro café, sin vista al río, donde, en principio, cotejamos impresiones banales para sacarme los nervios de encima.

En vano la intención.

Mientras observaba la borra del café, aludí sin ambigüedad a la cuestión.

Ella reaccionó como si ya lo supiese.

Entonces fui al grano:

- Sos el calco de una mujer que conocí mucho tiempo atrás.

- Se notó.

- Y es la primera vez que me pasa. Entre nos, espero que la última también.

- Entonces no se trata de conocer.

- Perdón…

- Creo que el verbo adecuado es enloquecer.

- Ah, claro.

Sonamos, me dije, ésta se la trae.

- Sí, enloquecí, o enloquecimos, o compartimos ese amor único, visceral e inaugural. Estuve fuera de mí unos buenos años, absorto ante semejante belleza, como la tuya, y me entregué en cuerpo y alma, sabés? Algo devastador, una relación que creció, si vale el término, hasta la convivencia, hasta lo demencial, hasta que tatuamos nuestras experiencias con sangre desbocada, ésa que circula fuera del cauce e inunda y arrasa lo poco que queda a tu alrededor.

Ella se llama Claudia.

Pero ella se llama Marcela.

Me interrumpe.

A mi pesar, fui relatando en sentido contrario a lo acostumbrado: de lo general a lo particular.

Ella pide detalles, esas minucias que constituyen el mundo real.

Su mirada perfora. Sus ojos verdes también son claros, enormes, sin las pintitas oscuras que circundaban el iris de Claudia.

Ella gesticula y se asemeja aún más.

Utiliza frases cortas, a veces lacerantes.

Tiene la cara redonda, la nariz recta y los maxilares pronunciados acentúan rasgos duros en las facciones.

Viste de modo informal, con jeans y musculosa en tonos vivos, zapatillas nuevas, muy blancas, y mueve constantemente las manos al hablar.

Tampoco fuma.

Encuentro diferencias en la estatura (Claudia es más baja), en los hombros redondeados, en su voz gruesa, casi ronca, en su disposición a escuchar, en sus manos anchas y en sus pechos prominentes, ligeramente caídos, a pesar del sostén.

Se muestra segura y atenta. Al acecho, diría, sin saber de qué.

- Eso: los hechos insignificantes, o aparentemente insignificantes, que pueblan cada día.

Ella se llama Marcela, me lo repito en silencio, mientras insiste y sigue hurgando en las historias mínimas a través de las cuales gira una relación.

Evoco una tarde entre el otoño y el invierno, cuando empezaba a lloviznar y apuré al paso para llegar al departamento que alquilábamos juntos, por Acoyte, y estaba a 2 cuadras, y pensé en su olor, en su aroma dulzón a leche de lactante. Ingresé a la panadería para llevar medialunas con el mate que me aguardaba y se produjo el relámpago salvífico de su voz en mi mente, que no era grave, mencionando su debilidad por los scones, los cuales percibo, quizá por vez primera, recién salidos del horno.

Antes de doblar por la esquina compro rosas y dejo por escrito en una tarjeta mi devoción por ella.

Sin embargo, al poner un pie en el santuario me encuentro con una nota sobre la cómoda.

Es la crónica de una despedida anunciada.

Antes de leerla, supuse que había llegado la hora de buscar alianzas y sellar nuestro compromiso. Vaya intuición la mía…

Debo ser elocuente.

¿Ella me lee el pensamiento?

Al unísono dijimos:

- Era la nota de la despedida.

Algo así, aunque en verdad fingió una pausa para tomar distancia y pensar y decidir lo que ya estaba decidido.

- Soy un tango –afirmé.

Luego me remití a las previsibles consecuencias, al efecto devastador de otra nota, días subsiguientes, en la cual dictaminó la sentencia del adiós sin piedad.

Bienvenidos fueron los psicofármacos, los insomnios, la pérdida de peso, la caída libre hacia la melancolía y la soledad, los vaivenes con la idea del suicidio y un ensimismamiento que se prolongó más allá de lo tolerable.

- ¿Cuándo la llamaste?

- ¿Qué?

- Lo que oíste.

“Claudia, nunca volví a llamarte”

Casi abrí la boca.

Detuve aquel impulso y me frené.

Del temor brotó otra frase, quizá inconexa:

- Soy un hombre casado y con 3 hijas.

Ella sonrió y mantuvo abierta la expectativa.

El silencio se apoderó de la escena hasta que me sentí perdido.

Definitivamente perdido.

- Nunca volví a llamarla y nunca volví a verla.

- ¿Por qué?

Respondí de inmediato, sin pensar:

- Cobardía.

He aquí el punto de inflexión, un instante previo al abismo que no será cruzado, eso inminente que no se plasmará en el devenir.

Afirmé que durante más de mil días y mil noches me aboqué compulsivamente a la pareja.

“Mentira: así me aboqué a ella.”

Del mismo modo fui perdiendo el interés y el contacto con los amigos, con los partidos de fútbol, con la familia, los estudios y las buenas costumbres del club.

Literalmente quedé prendado de un imán tan poderoso como aniquilador.

Creí que jamás me recompondría.

Ella, ya no sé si Marcela o Claudia, o el demonio mismo, insistió y me pidió mayor hondura en la descripción del vínculo.

Los recuerdos volvieron a abrir cicatrices que creí selladas por el paso del tiempo.

Según dicen, él todo lo cura. Ahora sé que no es así.

Apelé al remanido recurso de mirar el reloj y decir que ya me debía de haber ido.

“Cobardía”.

La palabra hizo mella en mis adentros.

Dí las gracias, ya mis manos húmedas temblaban, había hormigas en el estómago y, si no me equivoco, padecí un principio de taquicardia que me incorporó para despedirla con un sonoro beso y un billete de 10 pesos puesto debajo del cenicero.

Antes de retirarme, o de volver a huir, la mujer presionó una mano sobre el saco y lanzó la estocada imprevista:

- Sólo respondé si vas a decir la verdad.

Nos miramos.

Su insondable mirada me detuvo al borde del colapso.

- Qué sentís por tu mujer.

Lo dijo sin tono de interrogación, de modo imperativo.

Entonces me dí vuelta y me retiré cabizbajo.

Huir es el verbo que me contiene.



2




Venía pensando en el próximo festejo de mi cumpleaños, en esto de cumplir 35 y sentirme joven, lejana a la implicancia social de esos dígitos, soltera y en extraña soledad. Sí, sofocada por el calor y por miradas libidinosas que se posan sobre mi cuerpo sinuoso, ya entrado en carnes, sin la cintura ni los muslos firmes de antaño, aunque siga recibiendo piropos y elogios tributados a una madurez que no acompaño desde la conciencia.

Venía pensando en quehaceres domésticos y cambios a implementar en el diseño de la nueva casa, donde reuniré a mis seres queridos para celebrarlo.

También venía pensando en otras modificaciones: la planificación de los eventos, las nuevas estrategias publicitarias acerca de productos de bajo consumo, la dieta, la constancia en la gimnasia localizada y el rostro del hombre que me saque del letargo emocional.

Hoy es un buen día, me dije, ya que pude descansar, iniciar la mañana sin la tiranía del despertador y confirmar reuniones en horarios espaciados, alrededor de una misma zona: el centro.

Mientras ascendía por las escaleras, en la boca del subte, sentí que una mano titubeante se posaba sobre mi hombro. Me contraje y oí la voz de un hombre:

- ¿Te acordás, Claudia?

También titubeó esa voz.

Me dí vuelta, giré con brusquedad y lo miré como quien mira a alguien antes de una breve e incisiva confrontación verbal inoportuna.

Otro pajero, pensé.

En sus ojos oscuros y profundos cabía la dimensión del equívoco.

El hombre se disculpó y bajó la mirada. Algo había en ella, algo semejante a una súplica, o bien a la mítica figura de un ideal alcanzado en otra vida. Algo extraño.

Cuando puse un pie en la vereda, me detuve, o mejor dicho, algo me detuvo.

- No es nada, pero me llamo Marcela. ¿Te pasa algo?

- Sí, algo raro.

Fácil advertirlo.

Fui expeditiva y le sugerí tomar un café en la esquina.

Dijo que no tenía tiempo, pero lo tuvo.

Él era un tipo más bien insignificante. De no ser por la profundidad de las cuencas, lo cual definía su mirada inmersa en situaciones límites, uno lo calificaría como un hombre común.

Oscura e inescrutable la mirada.

Cruzamos Av. Corrientes, ingresamos a la confitería y pedimos dos cortados.

Había desesperación en su historia: de eso estaba segura.

Entonces me alcanzó otra voz, la que proviene de mi historia, otra voz gruesa como la mía, la de mi hermana.

“Marcela, Marcelita, a ver si dejás de intentar salvar a huérfanos y náufragos. ¿Cuándo vas a aprender? Las causas perdidas siempre fueron tu debilidad. Dejate de joder y afrontalo: necesitás a tu lado un hombre con mayúsculas, con las pelotas bien puestas y la virilidad acorde a su capacidad de tomar decisiones. Seguís siendo una gran teta, una gran madre, y ya sabemos que atributos te sobran, pero empezá a darte cuenta, che: somos eso que elegimos.”

Eso que elegimos: eso.

Y aquí estaba, oyendo absorta el relato de una historia amorosa que casi no se diferenciaba de la mía.

Pablito enloqueció con plena abnegación.

Me convirtió en su musa y me idolatró.

No le importó conocerme: le bastó amarme, si a eso se lo puede llamar amor.

En este hombrecito, que en nada se parece a mi Pablo, hallé la misma obstinación.

Oscura e inescrutable esa obstinación.

Hablaba como un poseído, con los ojos vueltos hacia adentro, hacia esa mujer llamada Claudia que tanto lo enloqueció, que lo aproximó a lo demencial, a vivir fuera de sí, inmerso en un cuerpo que adquirió la dimensión del universo.

Mañana , tarde y noche pensando sólo en ella.

Sí, el verbo adecuado es enloquecer.

Hay un punto de fijación que es antesala de otras rupturas, las venideras, las inevitables.

Trato de puntualizar sobre eso: los hechos insignificantes, o aparentemente insignificantes, que pueblan cada día, como el de hoy, como este preciso instante en el que percibo su deseo encendido por ella, o por mí, o esa mítica mujer que no existirá más que en la imaginación del retraído.

Leo sus pensamientos y lanza la frase que lo define de pies a cabeza.

- Soy un tango.

Quise golpearlo.

A veces las líneas paralelas no se juntan en el infinito, ni en el horizonte.

A veces no son paralelas, mi Dios.

A veces son la misma línea bifurcada por el espejismo de nuestra ilusión.

Me distraje, que es un modo de estar atenta a otros hilos ya deshilachados del pasado, y pregunté lo que me vengo preguntando desde tiempos inmemoriales.

- ¿Cuándo la llamaste?

- ¿Qué?

Nuevamente el deseo de golpearlo.

- Lo que oíste.

Me inquietó la pausa que se extendió.

El hombrecito sin nombre caviló dentro de aguas recónditas para luego emerger, suspirar, recobrar el aquí y el ahora, siempre inestable e inasible, y afirmar:

- Soy un hombre casado y con 3 hijas.

Sonreí para no golpearlo.

La tercera será la vencida, me dije.

Y así fue.

Quedé inundada por aguas turbias que provenían de un mismo manantial: aguas oscuras que presagian la desgracia.

Sí, hombrecito que reúne dentro de sí a todos los hombres que me han querido.

Leí la sensación que abrió tus fauces para dar lugar a la verdad.

Cobardía dijiste, o dijimos al unísono, mientras visualicé un punto henchido de puntos suspensivos.

Estabas de pie, detenido sobre el precipicio que no conocerá tu caída.

No respondiste a la otra verdad, hombrecito, o Pablito, o quien quiera que seas.

Sentir es el verbo que asumo como condena.

Soy las lágrimas que están cayendo.

Ellas se encargarán de evitar la sentencia a perpetuidad.


--[por Mariano99]

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