miércoles, 11 de febrero de 2009

Las Palabras

Las palabras están vivas, insufladas, arrojadas a esta boca entreabierta que se cierra para volver a respirar por la nariz. Recta esta nariz. Recta la línea que empieza a quebrarse, a insinuarse por meandros y otras sinuosidades que me lleva a pensar en voz tan baja, casi en silencio, instante en el cual este murmullo se apodera de una historia entretejida por las manos del olvido. Conozco esas manos, que también son propias y ajenas y de nadie.

Manos labradas a fuerza de escribir y de levantar objetos.
Manos que me remontan a un sábado de mudanza, en pleno invierno, cuando la conciencia promete, en vano, que será la última.
Manos y cuerpo cansado después de dormir en forma entrecortada, con sueños siniestros y despertares alterados.
- Buenos días, Atilio. Se nos muda nomás. Y para colmo cambia de barrio. Se lo va a extrañar aunque adquiera las mañas de un porteño en ascenso. Se va para arriba, Doctor, se va p’al norte de esta ciudad.
Uno agradece y retribuye los buenos augurios.
Luego vinieron los amigos y me dieron una mano con el traslado de algunos muebles y artefactos en la camioneta del turco Sued.
En un momento dado pensé: “no me acompaña ni la soledad”.
A veces es insistente la idea.
A veces siento que me persigue, al igual que esos sueños siniestros que abren la mirada a este hombre que aún sigo siendo.
Hombre que sigo siendo a mi pesar.
Hombre que persigue los vaivenes de una línea que se bifurca al infinito, que se pierde entre los recuerdos cuando estos aprenden a inventar.
Porque la realidad es su propia invención, aunque cueste creerlo, ya que es eterna la transformación de lo mismo.
El Doctor se va para arriba, dijeron varias voces.
Mi voz, silenciada por la prudencia, decía otra cosa.
¿Qué decía?
¿Acaso lo indecible?
Fui libre para irme a vivir, por vez primera, a una casa, que es ésta, donde aún vivo, donde habito un escritorio, que es mi lugar elegido para leer y releer y transcribir lo que la ficción le dicta a esta ignorada realidad. En el mientras tanto, regresando a aquella lejana tarde que nunca termina de atardecer, me encuentro en el living, celebrando con copas de champagne, oyendo proclamas, jugando partidos de truco y quedándome a solas al encender la luz eléctrica.
Entonces colgaban las bombitas de luz.
Entonces la casa estaba en construcción.
Estaba fatigado. Me pedí una pizzeta y una gaseosa.
Acomodé algunos petates y seguí pensando en los menesteres que conciernen al mantenimiento de una casa. Regué las plantas del jardín y, por enésima vez, extraje un par de bolsas de residuos. Calculé que en 10 minutos pasaría el camión recolector. Abrí la puerta cancel que da a la calle Arias y casi me llevé por delante una sombra, que no era la propia.
Una presencia espectral envuelta en un sacón viejo, raído, oscuro. Un anciano de mediana estatura que sostenía entre sus manos un voluminoso pliegue de hojas dentro de una caja. Negra la caja. Presumiblemente de zapatos. Sencillamente lo depositó como parte de la basura acumulada a lo largo del día y se marchó. No registró mi rol de observador. Tampoco pareció importarle. Cruzó de vereda y encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente y despidió un sonido gutural acompañado de alivio: como si se hubiese sacado de encima un peso sostenido durante demasiado tiempo.
Se detuvo en la esquina, inmerso en su mundo interior y finalmente, al arrojar la colilla sobre la acera y aplastarla con el taco de un zapato, exhaló.
No debo de estar equivocado, me dije, cuando una voz cavernaria se interpuso y me asustó.
Estaba oscura la calle.
Una vez superado el sobresalto, giré y reconocí a mi espalda el contorno de la figura de una mujer.
No recuerdo la primera palabra, o la primera frase pronunciada por ella.
...buenas noches.
Buenas noches –respondí.
En la cabeza llevaba puesto un sombrero. No se movió ni se inmutó. Permaneció de pie como una estatua.
Usted también observa.
Me intimidó. Parecía una digna representante de otra época. Mujer de los locos años 20 en la bohemia parisina.
Me presenté, la saludé con un beso en la mejilla y dije:
Es que acabo de mudarme y necesito conocer el vecindario.
No me agradó lo que dije, ni lo que estaba por decir, ni haber registrado el tono medido en la voz. Mientras hablaba y vociferaba justificaciones, irrumpió una palabra, la que no pronuncié, la que delataba el estado de mi cuerpo: “amedrentado”.
Mientras tanto el viejo había desaparecido: no así lo depositado en el amplio cesto de residuos.
Pronto nos volveremos a encontrar –afirmó ella. Soy del barrio.
Los labios gruesos pintados de carmesí. Ojos grandes, almendrados, atentos. La voz neutra, acostumbrada a lidiar con su belleza entre tantos hombres. Claro, eso pensé.
No titubeaba.
Miraba de frente y exponía su frontalidad. Se notaba que no pensaba las frases despedidas.
Estaba abrigada con un sacón de cuero tostado y el sombrero al tono.
Llevaba puesto un fino reloj pulsera, de alta gama, presumiblemente Cartier.
¿Fuma?
La pregunta me tomó por sorpresa.
No, gracias.
Nuevamente oí entrecortada su frase. Dijo algo como “mejor así”.
Me retiré con un gesto: la mano en alto.
Luego escuché mis lentos pasos.
Antes de regresar a la casa supe que en unos minutos, después de observar por las rendijas de la persiana que da a la calle, iría a buscar, o rescatar, esa abultada caja de zapatos.
Y así lo hice. Con sigilo. Con la suficiente parsimonia que la circunstancia ameritaba. Extraje la caja, bastante pesada y, sin dejar de mirar de reojo a diestra y siniestra, crucé de vereda, volví a abrir y cerrar la puerta, atravesé el pasillo y dejé el enigma sobre una mesa ratona.
Al sentarme noté la respiración agitada y sentí palpitaciones a la altura de la sien. Estaba cómodamente apoltronado en un sofá. Antes de levantarme a buscar un vaso de agua, sonó el teléfono. Por primera vez sonaba el teléfono en mi nueva casa.
Eran las diez y veinte de la noche.
Las imágenes del anciano y de la bella joven me vinieron a la cabeza como si formaran parte del engranaje de una novela dramática que nadie se atreverá a narrar.
Hola.
- ¿Qué hacés, flaco? Te felicito, che. Me dijo el turco que te compraste la casa nomás. Me pasó el número y aquí estoy, como siempre, peleándola en el sur. ¿Sabés que en unos 10 días andaré por allá?
- En buena hora, Horacio. Acá hay lugar de sobra. Te estaré esperando. Eso sí: avisame por las dudas un día antes.
- Te conozco, mascarita. Quedate tranquilo que te llamaré antes. Che, decime algo sobre la mudanza y estos meses en tu vida. De poco y nada me entero en este desierto.
- Nada que no te puedas imaginar. Con el laburo, la Clínica, la Editorial y otros menesteres va bien la cosa...Respecto a lo otro, ¿qué agregar?
¿La seguís viendo?
- No, por suerte. Cada cual a su rancho y a otra cosa mariposa. Todavía soy un alma en pena. No levanto cabeza, pero ya sabemos que esto es cuestión de tiempo, ¿verdad?
Esa palabra, pronunciada bajo los signos del interrogante, resonó varias veces, incontables veces dentro de mi atribulada cabeza.
¿Qué queremos decir cuando decimos “verdad” pidiendo permiso al destino, como si éste existiera?
No recuerdo lo que seguimos conversando con Horacio, ni los pormenores de una noche llamada a ser reconstruida con la calefacción y el equipo de audio encendidos. Bebí agua y me arrojé sobre un sillón con los ojos cerrados que viajaron sobre el paisaje de llanura que suena en los acordes de Path Metheny.
¿Cuáles son las verdades del dolor?
¿Cuántas caras encubiertas posee?
No obstante, el cansancio hizo mella en esas imágenes pampeanas transformadas en dirección al sueño que se avecinaba y me guiaba por zonas imprevistas.
Después de añares, me dormí sin la voluntad de hacerlo. Digamos que el cuerpo me acostó y me llevó hacia lugares inauditos: inauditos según la conciencia.
Lo supe al despertar, al salir del letargo, al conectarme con los borradores de una novela que no quería nacer, al observar la caja negra de zapatos como si dentro de ella cupiesen los secretos nunca revelados del mundo.
Lo supe mientras se borroneaban las palabras vivas del alma y una extraña inquietud me condenaba a su evocación.
Lo supe en los iluminados ojos del anciano y en el imperturbable semblante de la mujer.
Lo supe cuando el eco de la palabra verdad empezó a descascarar la mítica realidad en la que creí hasta abrir los ojos a una mañana distinta a todas mis mañanas anteriores.
De sopetón escribí unas reseñas postergadas para el diario, me preparé un café bien cargado y puse a tostar dos rodajas de pan lactal.
Abrí la ventana del living y percibí una mañana despejada, casi sin transeúntes, con aroma a leña recién cortada y una inhabitual sequedad para el ambiente de nuestra ciudad.
Diáfana la mirada. Diáfano el recuerdo de la noche anterior.
Surgieron otras imágenes y diálogos olvidados.
Mientras desayunaba rememoré la ayuda de los amigos, la distribución de muebles y objetos, algún desacuerdo con el muchacho de la empresa de mudanzas, algún cruce de palabras con el negro Hernández y más de un sarcasmo autorreferencial acerca del hombre que está solo y espera.
¿Acaso era ella quien me esperaba?
Había olvidado su nombre: Victoria.
Se nombró y se presentó antes de dar las buenas noches y agregar que habitaba la calle desde antaño, ya que el espacio público brinda inciertas posibilidades al azar en una vida cotidiana como la suya, o la de cualquier pequeño burgués.
En silencio respondí “como yo”.
Como si leyese mi mente, dijo:
- O como aquel joven de temerarias preferencias a la hora de pasear junto a su perro.
Ella observaba como si entre sus ojos hubiese una cámara oculta registrando escenas de un policial negro.
¿Acaso me refiero a una figura impostada?
Diría que no.
Insisto: verla ha sido una dicha que abrió el imaginario a los locos años 20, según las descripciones y los retratos de sus protagonistas.
Sin pestañear oyó mi breve monólogo.
Tampoco interrumpió.
Al cabo de un silencio que empezó a tornarse incómodo (para mí, claro), sentenció que pronto nos volveríamos a encontrar.
Entonces esbozó una tenue sonrisa acotada por su plena satisfacción.
Si la imagen volviese a cobrar movimiento, estaría acompañada por una balada de jazz, alternando con sutileza algunos acordes entre el piano y el saxo tenor.
Nada es lo que parece ser.
De inmediato me nombró.
¿Cuándo dije mi nombre?
Luego agregó que era del barrio y ante cualquier necesidad o emergencia, podría llamarla.
¿Cuándo me dejó la tarjeta que sostuve y que aún sostengo con las manos?
Quedé envuelto por diversas neblinas que iban y regresaban de una noche destinada a perseverar en la memoria.
Somos eternas sombras de una misma luz, la que nunca alcanzaremos a ver.
¿Eso dijo?
¿Eso recuerdo?
Su rostro quedó sellado en un álbum de fotos que jamás existirá: varias instantáneas que acecharon, que repitieron frases inquietantes, que amedrentaron al hombre que soy, aunque ahora, mientras permanezco sentado en este escritorio ante el enorme pliegue de hojas en blanco, retornan sensaciones pretéritas, de una lejanía rayana con lo inverosímil, cuando este cuerpo pre-adolescente conoció por vez primera ese tembladeral que desterrará definitivamente nuestra inocencia.
Para colmo estos ojos depositaron sus fantasías más perniciosas (luego supe que no eran tales) sobre una mujer prohibida, mayor, o adulta, o la madre de un compañero en la escuela.
Elsa se llama.
Me digo su nombre y de inmediato caen palabras del árbol del lenguaje como: amazona-madraza-devoradora-sensual.
Elsa era altiva, corpulenta y morena.
Emanaba ternura y contención.
Ella se brindaba a enseñarnos juegos, trucos y métodos de estudio.
Era vivaz, alegre, desprejuiciada y atenta. Reunía suficientes características como para que un complejo niño que crece y es abandonado por esa niñez, inaugure su primer colapso emocional ante la mujer adecuada.
Entonces ya era un incipiente cinéfilo.
Entonces sobornábamos a los acomodadores de la sala gracias a la complicidad de un tío que adopté como padrino.
Entonces encontré la semejanza física de esa mujer con Claudia Cardinale.
Aquel domingo fue extraño. La extraña extrañeza de quien se sintió extraño consigo mismo.
Era extraño ser yo y transitar en soledad por una casa recién habitada.
Tuve varios planes a nivel personal y social. Con el lento paso del día se fueron esfumando todos, sin excepción.
Quedé recluído entre paredes que no contestaban y sentí la orfandad que jamás padecí, a Dios gracias.
Daba vueltas y más vueltas alrededor de mi presidio.
Excepto la reseña mencionada y una breve hojeada al periódico, no me conecté ni con la tele, ni con los libros, ni con la promisoria inauguración de la casa para el fin de semana siguiente, ni con las plantas, ni con la alimentación, ni con lo hallado dentro de la caja de zapatos.
Giraba sin rumbo sobre la presencia de la joven (quizás no tan joven).
El monólogo, interrumpido en sendas ocasiones por su agudeza, dibujó el retrato de un hombre que está solo y espera. Sólo espera. Hace de la espera una condición visible...y permanente.
Victoria no representaba: oía.
Cada vez que abría la boca lanzaba punzantes estocadas.
Siempre daban en el blanco, en el centro vital de mis temores y debilidades.
A su lado vislumbraba cómo me iba achicando, cediendo, disminuyendo.
Retorné a épocas desperdigadas entre fragmentos y meros retazos de la memoria, cuando el niño estaba inmerso en un mundo mágico, en un mundo animista de luces y sombras, criado entre mujeres que se hacían cargo de mis primarias necesidades.
Anidaba mis experiencias al cuidado de una madre, una abuela, una tía, un par de hermanas y otro par de criadas.
Sin embargo me atrevo a ir más allá, más allá de mi metejón por Vero, una compañerita del jardín, más allá de las siestas compartidas con Patty, una de las criadas, más allá de la obstinada dedicación de mi hermana mayor, más allá de las caricias y regalos de la tía Emilia, mi madrina, más allá de la desbordante alegría de la abuela cada vez que quedaba a dormir en su casa de Adrogué algún fin de semana.
Voy más allá de los primeros sueños recordados, más allá de la conciencia, más allá de los primeros pasos tambaleantes, más allá del pecho materno, más allá del estado primitivo, más allá del cuerpo y sus límites, más allá de la absoluta pérdida de sentido, más allá del origen, siempre incierto, más allá del corte del cordón umbiilical, más allá del idílico estado fetal y más allá del instante de mi gestación.
Más allá soy descubierto por un más acá que me habita y que ignoro radicalmente.
Es una voz que hace hablar al silencio de la eternidad, una voz recobrada en la cavernaria voz de Victoria, una voz exenta de aprendizajes, prohibiciones y mímesis.
Es la genuina voz del abismo que nos devuelve el olvido para poder empezar a ser, o bien, a creer que empezamos a constituir esta apariencia denominada ser.
El abismo de la naturaleza ha sido encarnada en ella, Victoria, en esa voz que ha borrado mi historicidad, mi ubicación temporo-espacial y mis dialécticos engaños respecto al que he sido, o al que seré.
Es como darse cuenta del estado ficcional que asume la existencia para latir sólo por automatismos.
Aquel domingo y cada día de cada semana en cada año transcurrido desde entonces quedó consumado por el encuentro con esa voz sin dueño.
Pronto nos volveremos a encontrar porque ya nos hemos reencontrado.
¿Qué quiso decir?
Mirame.
Se quitó el sombrero y una espesa cabellera castaña cayó sobre sus hombros.
Larga y brillosa la cabellera.
Victoria Rossi.
Entonces conocí el anonadamiento.
Entonces dejé de estar amedrentado.
No cabían palabras en mi boca entreabierta.
No obstante, dije que no era posible.
¿Eso quisiste decir?
Claro que no, pitonisa.
Eso pensé mientras te abrazaba y te daba la bienvenida. En el mientras tanto dijiste que sos del barrio, que vivís en la casita blanca de la esquina y me dejaste una tarjeta personal. La ví sin mirar.
Qué sorpresa, che. Nada menos que el día de mi mudanza.
No me atreví a nombrar la palabra ofrenda, la cual me fue concedida días más tarde, cuando nos reencontramos una y otra vez compartiendo una historia pasional ya escrita.
Breve e intensa la pasión compartida.
Desde ya, imborrable, al menos para mí, que siempre estaré agradecido.
Ella, la voz sin dueño, dijo días atrás que me atreviese a abrir aquella caja de zapatos, la caja negra, la caja que contiene, en una nouvelle de un centenar de páginas, la descripción de un vínculo inverosímil.
Pitonisa –dije y me arrepentí.
- No, mi querido. El hombre mayor que viste aquella noche es mi padre. Él dijo que se deshacía de ese extenso relato para liberarse del aturdimiento en el que había caído. Estuvo casi un año anudado a la narración. Dijo que una extraña extrañeza lo guiaba a su desprendimiento en el lugar adecuado.
Pasé a ser el perseguidor perseguido.
El cazador convertido en su propia presa.
De la perplejidad pasé a la ofensa.
¿Cómo? ¿Vos me...
- Sí , te ví. Desde la esquina de Vidal, en diagonal al cesto de residuos, te ví. Estaba parada ahí, reflexiva, distante de todo y distante de mí. Entonces reconocí tu silenciosa figura al acecho de un objeto que acababa de ser arrojado al olvido. No estallé en carcajadas para no incomodarte. Qué se yo...el asombro, en mi caso, convoca a la risa.
No mencionaste una palabra mientras estuvimos juntos, Victoria.
No era necesario. Por otra parte, jamás leí una línea escrita por el viejo.
Lo que te perdés, pensé. La excelsa prosa del grillo Rossi.
De inmediato respondí:
- Vos sabés que la guardo y la conservo como si fuese un tesoro preciado y, sin embargo, todavía no la leí.
Falta que menciones lo extraño de todo esto, ¿verdad? ¿Qué estás esperando?
Sonreí.
Que se haga de noche.
Y así fue.
Después de picar algo, saborear los restos de un pote con helado y prepararme un café bien cargado, me instalé en el jardín, me apoltroné en una reposera y seguí las instrucciones meta-literarias de Victoria.
A duras penas arribé a la tercera página.
Suficiente para mí, afirmé. Esto estuvo pergeñado por algún demonio.
Regresé al primer párrafo para cerciorarme que estaba despierto, o lúcido, o en mis cabales. No me pellizqué. Tampoco me persigné.
El grillo Rossi, que descree de la cronología y de los calendarios, es coherente y jamás dejó impresa fecha alguna sobre sus manuscritos.
Obré de prisa, sin dudar.
Dejé las maldecidas hojas dentro de la caja. Luego la rocié con alcohol, la coloqué sobre las baldosas del patio y llevé a cabo el ritual esperado, mientras las llamas, en estado creciente, consumían y despedían la historia amorosa que me unió a Victoria Rossi.
Aún hoy presumo que la materia y la energía de los sueños reavivará desde las cenizas lo que nadie podrá apagar.
Y temo no estar equivocado, ya que las palabras, en el sitio menos pensado, siempre estarán vivas.

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