viernes, 29 de diciembre de 2006

Entre agujeros negros

Sonó el teléfono como tantas veces sonó en estos últimos días, en estas últimas semanas, aguardando el veredicto que caería sobre el cuerpo exangüe de mi amigo Paco. Atendí mientras percibía por la ventana del Estudio como se desvanecía la lánguida luz del otoño sobre Plaza Lavalle. Atardecer con cielo gris encapotado sobre una voz apagada, casi inaudible, que me nombra y afirma el deceso esperado. Fue a las siete en punto, sin conciencia, entumecido por la morfina y otras sustancias que intentaban calmar sus agudos padecimientos: metástasis de un cáncer de páncreas combinado con leucemia.Al día siguiente, a primera hora de la mañana, fue el responso y la cremación en el Cementerio de la Chacarita. Varios amigos tomamos la palabra para despedirlo y rendir un breve homenaje a la memoria de un ser entrañable que no llegó a cumplir veintiseis años en esta vida. Las lágrimas unieron a sus seres queridos ante la misma impotencia. Entre nos, aún no he podido aceptar su muerte, o mejor dicho, el motivo primordial de su muerte.

Me explico.




¿Cómo explicar eso que me atravesó apenas cortada la llamada?

Estuve dando vueltas en el despacho del Director como una fiera enjaulada, una fiera dispuesta a matar una sola persona, una mujer, una expresión que jamás olvidaré: la escena que regresa una y otra vez desde el mismo lugar, la parrilla de la calle Ortega y Gasset, donde festejábamos el día del amigo.

Siete hombres reunidos en una mesa alrededor de otras tantas mesas aunadas bajo el mismo ritual.

Pedimos lo de siempre: tiras de asado con algunas achuras y papas fritas. Generosa cantidad de vino tinto y alguna que otra botellita de agua sin gas.

Hablamos lo de siempre: anécdotas y evocaciones tamizadas por la situación política o social del momento. Alguna que otra mención futbolística, alguna que otra confesión de medianoche y el ineludible brindis con discursos desmesurados, o saturados de alcohol, embriagados por un clima de algarabía in crescendo.

Tardé en darme cuenta.

Con Paco era una ardua tarea el darse cuenta.

Desde una mesa contigua, en posición oblicua a mi perspectiva, estaba una auténtica beldad de ojos verdes, morena, de tez mate y una actitud socarrona que, poco a poco, inquietó los ánimos de nuestra mesa. Estrictamente hablando, no le sacó la mirada de encima a Paco, para variar, quien era apuesto y seductor, un galán nato que hizo suspirar a muchísimas mujeres antes de abocarse a Paula, nuestra Paulita, un ser encantador que estaba hecha a la medida del amigo, y viceversa.

El hechizo fue devastador: breve e intenso.

A los pocos meses de conocerse establecieron la fecha de la boda y se casaron sin previa convivencia.

La relación, para qué negarlo, fue ejemplar.

Verlos juntos era un deleite.

Escucharlos, un remanso.

Paula y Paco constituían el ideal que, como bien sabemos, está llamado, más tarde o más temprano, a su paulatino desmoronamiento.

Nadie creyó en la fuerza tanática que iba a irrumpir a partir de aquella aciaga noche.

Noche gélida, preñada de señales que abrieron un cauce cenagoso en las aguas de la desgracia.



Ella, la auténtica beldad aún innominada, se incorporó, se aproximó y sin titubeos se dirijió al semblante de su presa. Algo susurró en sus oídos, ambos sonrieron, y luego dejó una nota escrita entre sus manos. Le guiñó un ojo y, al cabo de un rato, siguieron el rumbo marcado por la complicidad, retirándose solos, tomados de la cintura, atravesando los oscuros meandros del deseo, que nunca es sólo deseo, sino abertura incesante por las grietas del muro que denominamos, arbitrariamente, realidad.

Al día siguiente, bajo los efectos de una resaca insidiosa que fue restableciéndose lentamente, supe que, ni lerdos ni perezosos, fueron al Albergue Transitorio más cercano.

En principio no lo creí posible, a pesar del efecto que unas copas de más pueda impulsar sobre nuestra voluntad. Pero…la carne es la carne y cuando afloran determinados llamados hay oídos que no escuchan.

Dionisios invade por los resquicios del cuerpo y uno responde con firmeza ante la tentación de las tentaciones.

Antes de volver a mi casa, ya tenía reconfirmada la versión.



Qué es la existencia sino un cúmulo de perspectivas limitadas que pretende abarcar una idea, o una sensación equívoca: la totalidad.

Lo acepto, pero cómo admitir lo sucedido a partir de una reacción -¿perversa?...¿alocada?...¿pueril?- que iba a destruir tantas vidas.

    ¿Cómo?
    ¿Cómo fue capaz?

¿Cómo se atrevió a llamar por teléfono a Paulita y vociferar que estaba enamorada de Paco?

¿Cómo fuiste tan…amigo mío, cómo llegó a sus manos tu celular, la característica de tu casa y la dirección del correo electrónico?

¿Cómo es posible que Paula y ella hayan conversado a solas en un café, si no habían pasado aún 48 horas de aquella maldita noche del 20 de julio?

Luego nos reunimos con vos, Paco, amigo del alma que tanto te necesito, y extraño, pero más extraña resultó la perspectiva propia que no entendía.

Sí, ella lanzó su estocada sin medir consecuencias, está claro; y vos eras un hombre apetecible, pero casado y comprometido con un proyecto henchido de esperanzas y tanto más que no sé ubicar los acontecimientos en su debido lugar.

Me pierdo y me digo perdido.

Un manto oscuro se tendió sobre los días y las semanas siguientes, entrelazadas por conjeturas y disonancias que hicieron mella en tu rostro, luego en la pérdida de peso, en la crisis matrimonial, en tus estados de ausencia, ido, absorto dentro de un silencio que abrió infinitos caminos a la interpretación.

Casi no hablabas: apenas unas respuestas monosilábicas entre puntos suspensivos dilatados y nuevamente devorados por tu mudez.

Supe que en sendas oportunidades se reunieron los tres, hasta que la susodicha, al parecer, dio un paso al costado y desapareció.

Lo que no desaparecieron fueron tus trastornos, Paco.

Te deprimiste, tomabas psicofármacos y acudiste a varios médicos antes de tratarte con un psiquiatra y aceptar que la culpa se había apoderado completamente de vos.

Dejaste de reunirte, no salías y caíste en un ostracismo lindante con la catatonía.

Si bien mantuviste con responsabilidad tu trabajo en la compañía de seguros, no hiciste nada para volver a ser el Paco de antes.

Fuiste perdiendo vitalidad y ganas de vivir.

Luego siguieron los continuos chequeos y nuestras secretas conversaciones telefónicas con Paula, o bien tu madre, quienes nos mantenían al tanto.

Un buen día te internaron y se descubrió lo inadmisible: cáncer de páncreas.

La misma palabra detonó como preludio de una muerte anunciada a través de las metástasis combinadas con una leucemia letal.

Estuve a tu lado, Paco, sin contener el dolor propio, lloramos juntos, y soportaste con estoicismo los tratamientos que no aliviaron tu abrupta agonía.

A veces, en los últimos días, estabas en otro lado, en la otra cara de este mundo, consumido y anestesiado, apagándote sin conmiseración.

Ya no querías estar acá.

En verdad, aunque cueste decirlo, sigo sosteniendo que a partir de la culpa que te inundó, el cuerpo desplegó una incesante travesía hacia la aniquilación.

Desde entonces quedó establecido el tabú entre tus amigos: no se habló más de Paco y su circunstancia.

A solas, recluido entre las agudas voces de la conciencia, no he dejado de viajar entre considerables agujeros negros hilvanados por múltiples suposiciones que discuten, chocan y se anulan entre sí.

¿Qué fue lo que pasó, Paco?

¿Cómo sobrevivir a tu ausencia?

Cómo admitir la secuencia de imágenes que cruzan por mis recuerdos desde aquella noche, que debimos concluir entre nosotros, que debimos encontrar el límite, hacer algo aunque estuviésemos borrachos, mantenernos protegidos, unidos, y celebrar el afecto que nos une hasta que la vejez, por vía natural, nos despidiese como Dios manda. Pero los hechos mandan y uno se adapta como puede, si puede…

¿Y qué es lo que he podido?



Nada, Paco. He sido cautivado por la impotencia y sigo adelante por inercia, obsecuente con eso de lo que no se habla, de vos, de tantos agujeros negros imantados en la piel hasta que alguna vez, en forma tardía, hace su presencia la bronca, que nace en uno y se desplaza a la figura de aquella beldad, me digo, a la que quisiera matar, destruir, o verla sufrir, o llevar a cabo el inigualable placer de la venganza hasta sus últimas consecuencias.

Pero…¿qué es lo que he podido?

Sólo decírmelo, ser obstinado, pensar una y otra vez en el modo de ejecutar esa fantasía, soñarla, desearla y, ya que los hechos mandan, callarla.

No obstante, el pez muere por la boca y por el contenido de su secreto.

Me explico.



Era una tarde espléndida: diáfana y primaveral. Aproveché para despejar cuerpo y mente, salir a caminar y distraer preocupaciones cotidianas ya olvidadas. Mientras cruzaba el Parque Las Heras, -pletórico de cuerpos diseminados sobre la hierba, sobre la tierra y sobre reposeras, cuerpos que giraban sobre la declinación solar, cuerpos que caminaban, que llevaban sus perros a pasear y sus torsos desnudos expuestos con músculos trabajados durante años en el gimnasio que percibo de reojo-, y llegaba a la vereda de la Av. Coronel Díaz, creí reconocer a quien nunca me iba a reconocer.

Es ella, me dije, quien paralizó mi andar y los latidos del corazón, aunque necesité corroborar lo visto, respirar profundamente y seguir pasos que no sentí propios hasta alcanzarla, reconocerla de perfil, de medio perfil y de palabras que salieron de mi boca en tono de falsete, casi agudo, nombrándola de modo impersonal, sin énfasis, hasta que ella detuvo la marcha, se dio vuelta y dijo que sí.

Pedí disculpas por la interrupción y sin ofrecer mayores explicaciones le pedí tomar un café, o sentarnos en un banco por 5 minutos esclarecedores para saciar buena parte de mi curiosidad por esos agujeros negros y agoreros que sudaban en mi frente y en mis manos.

Su penetrante mirada de rasgados ojos verdes me recordó la falta de perspicacia y me anuncié amigo íntimo de Paco.

Repetí innecesariamente su nombre.

- Ahora entiendo. Acompañame hasta el primer café, entrando al Alto Palermo, y ahí hablamos.

Eso hice, dispuesto a eliminarla de algún modo, contratando tipos pesados de los suburbios, zona sur, o bien asustarla con métodos perversos, o persuadirla con amenazas que fueron diluyéndose antes de sentarnos, mirarnos de frente y oír la convicción despedida por una voz grave y sensual que preguntó:

¿Qué querés saber?



Su poder de síntesis me abrumó.

Primero quiso saber cuál era el alcance de mis conocimientos por fuente genuina, llámese Paco o Paula. Una vez reconocida la dimensión de los agujeros negros –debo confesar que me sorprendió la escueta información recibida ante la inconmensurable suma de lecturas entre líneas, donde lo tácito converge, ilusoriamente, con hechos concatenados a través del sentido común- me sumí en oídos abiertos y atentos a una versión que destituyó cualquier otra versión en el sumidero invocado por las falsas apariencias.

Me sentí humillado. Luego ignorante.

Un ser incapaz de discernir entre los lazos afectivos y los lazos reales.

Resulta que sí fueron al Albergue Transitorio, se besaron, se acariciaron, pero no tuvieron sexo. Hablaron y hablaron hasta que el cansancio los venció, aunque, paradojalmente, ninguno pudo dormir. Ambos, sin mutuo conocimiento, dieron parte de enfermos en el trabajo. Se buscaron, se llamaron y se volvieron a encontrar.

Fue amor a primera vista, afirmó.

Amor que desborda.

Amor que no respeta consignas, ni compromisos, ni promesas ante el altar.

Amor que trasciende barreras y despoja al hombre de su sostén.

Esa misma tarde Paco le escribió una estremecedora carta, bastante extensa, en la cual confiesa, a su pesar, la voraz y empecinada pasión que lo dejó sin posibilidad de discriminar, ni de huir, ni disimular.

Ella tenía guardada la misiva, manuscrita un 21 de julio en el bar Británico, enfrente al Parque Lezama. Dijo que si la quería me la iba a enviar.

Eso hizo.

Eso y otras tantas aclaraciones me dejaron anonadado, sin reacción, sin palabras, absorbido por su clara exposición al respecto, como el encuentro a solas con Paula al día siguiente, y hubieron muchos días siguientes que reunió a los protagonistas en forma conjunta y separada, aunque por desgracia, dijo ella, todavía innominada, Paco renunció al dictamen del corazón y se abocó a cumplir con el mandato marital.

Ahí salió el tiro por la culata, afirmó, pidiendo disculpas, sin eludir un ápice en cada detalle, concreta y pragmática, las cosas por su nombre, sin eufemismos, sin respiro, carcomida, ella también, por una arrasadora fuerza que la llevó a intentar todo lo posible, desde la seducción hasta la persuasión, desde la condena hasta la intimación, desde la amenaza hasta las lágrimas compartidas por la imposibilidad (remarcó ese muro como infranqueable).

En pocas palabras, Paco no pudo atravesar aquel límite, se traicionó en aras de una ley escrita sobre piedra, y en la piedra selló su epitafio.

La culpa, es verdad, lo aniquiló. Y ya que estamos, digámoslo de una buena vez: Paco quiso desaparecer.

Y lo logró.

Pagó la vida con una culpa que lo devoró desde sus propias entrañas: autofagia, que le dicen. Pero la culpa era otra: se había enamorado perdidamente de ella, la joven diosa del Olimpo, quien le correspondió, pero él no fue capaz de acompañar los latidos de un corazón que se apagó para dejar de sufrir.

Ella habló con autoridad y suficiencia. Fue clara y expeditiva. Lo dijo sin quitarme los ojos de encima, como si, a su vez, agradeciese esta oportunidad para poner las cosas en claro y así cobrase conciencia la versión oficial de esta tragedia urbana.

Antes de despedirnos, quise saber el contenido de aquel hipotético epitafio sellado sobre piedra, en su lápida.

Fueron sus últimas palabras: “He aquí un alma que no se atrevió”.

Nuevamente sin habla, casi sin respiración, como en estos momentos, al terminar de releer la misiva que le envió a Valeria Cetolini un 21 de julio, antes que caiga otra noche sobre la ciudad e imponga su oscura letanía sobre la memoria del porvenir.

Sí, dije la memoria del porvenir, o esa extraña visión que reconoce sus abismos en estado de desesperación.

Aún hoy no he podido hablar de Paco, ni de esta carta, ni de mi perplejidad.

A veces siento que aquel epitafio aguarda al hombre que soy.




[por Mariano99]

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Simetrías

1




Venía pensando en ruinas, en la fascinación que ellas ejercen sobre mi mundo imaginario, en la posibilidad arqueológica de reconstruir aquello que inevitablemente acabará carcomido por la maleza.

También venía pensando en el cuerpo, este cuerpo, entre otros, que desconocerá, desde que muera, el proceso de su lenta disolución.

Venía saliendo de la boca del subte, Estación Uruguay, inmerso entre la muchedumbre que pugna por salir cuanto antes del vaho sofocante en pleno verano, casi al mediodía, antes de realizar un trámite bancario y tomar una breve pausa para almorzar.

Venía escrutando rostros, rasgos fisonómicos, perfiles y la constitución ósea de los transeúntes.

Antes de poner un pie en la Av. Corrientes, reconocí de espaldas a una mujer que no debía habitar ese cuerpo.

Intentaré ser claro: hablo de una pasión, de los escombros que deja la desmesura, de los subterfugios utilizados para evitarla, en principio, por temor al rechazo.

Hablo de un nombre, Claudia, a quien llamé por su identificador y a quien admiré por el espesor de sus cabellos enrulados. Castaños, los cabellos.

Hice entrega de un carnet y me tomé el atrevimiento de seguirla e invitarla a cenar cuando ella quisiese, sin darle tiempo a pensar.

Respondió afirmativamente.

Ese mismo día, al atardecer, estábamos sentados en un café con vista al río.

No hubo cena: hubo atracción.

Acorde al llamado de nuestros instintos, nos abocamos a consustanciar un vínculo que transitó entre el encantamiento y la desesperación.

Éramos jóvenes, con algo más de veinte abriles puestos en la mirada que aún ignora su condición mortal. Nos besábamos en las plazas, en el auto del viejo, en los boliches, en las calles y en cualquier ocasión que se presentase favorable.

¿Te acordás, Claudia?

Lo dije mientras apoyaba una mano en el hombro descubierto de la mujer que no debía habitar ese cuerpo: era el cuerpo de Claudia.

Ella giró, abrió desmesuradamente sus ojos verdes, semejantes a los evocados, y negó rotundamente.

Pedí disculpas.

No obstante, el parecido me dejó atónito.

Cuando estaba a punto de retirarme, cabizbajo y algo perturbado, fue ella quien dijo:

- No es nada, pero me llamo Marcela. ¿Te pasa algo?

No respondí lo que pensé, aunque me leyó la mente al vuelo.

En pocas palabras, el equívoco nos llevó a otro café, sin vista al río, donde, en principio, cotejamos impresiones banales para sacarme los nervios de encima.

En vano la intención.

Mientras observaba la borra del café, aludí sin ambigüedad a la cuestión.

Ella reaccionó como si ya lo supiese.

Entonces fui al grano:

- Sos el calco de una mujer que conocí mucho tiempo atrás.

- Se notó.

- Y es la primera vez que me pasa. Entre nos, espero que la última también.

- Entonces no se trata de conocer.

- Perdón…

- Creo que el verbo adecuado es enloquecer.

- Ah, claro.

Sonamos, me dije, ésta se la trae.

- Sí, enloquecí, o enloquecimos, o compartimos ese amor único, visceral e inaugural. Estuve fuera de mí unos buenos años, absorto ante semejante belleza, como la tuya, y me entregué en cuerpo y alma, sabés? Algo devastador, una relación que creció, si vale el término, hasta la convivencia, hasta lo demencial, hasta que tatuamos nuestras experiencias con sangre desbocada, ésa que circula fuera del cauce e inunda y arrasa lo poco que queda a tu alrededor.

Ella se llama Claudia.

Pero ella se llama Marcela.

Me interrumpe.

A mi pesar, fui relatando en sentido contrario a lo acostumbrado: de lo general a lo particular.

Ella pide detalles, esas minucias que constituyen el mundo real.

Su mirada perfora. Sus ojos verdes también son claros, enormes, sin las pintitas oscuras que circundaban el iris de Claudia.

Ella gesticula y se asemeja aún más.

Utiliza frases cortas, a veces lacerantes.

Tiene la cara redonda, la nariz recta y los maxilares pronunciados acentúan rasgos duros en las facciones.

Viste de modo informal, con jeans y musculosa en tonos vivos, zapatillas nuevas, muy blancas, y mueve constantemente las manos al hablar.

Tampoco fuma.

Encuentro diferencias en la estatura (Claudia es más baja), en los hombros redondeados, en su voz gruesa, casi ronca, en su disposición a escuchar, en sus manos anchas y en sus pechos prominentes, ligeramente caídos, a pesar del sostén.

Se muestra segura y atenta. Al acecho, diría, sin saber de qué.

- Eso: los hechos insignificantes, o aparentemente insignificantes, que pueblan cada día.

Ella se llama Marcela, me lo repito en silencio, mientras insiste y sigue hurgando en las historias mínimas a través de las cuales gira una relación.

Evoco una tarde entre el otoño y el invierno, cuando empezaba a lloviznar y apuré al paso para llegar al departamento que alquilábamos juntos, por Acoyte, y estaba a 2 cuadras, y pensé en su olor, en su aroma dulzón a leche de lactante. Ingresé a la panadería para llevar medialunas con el mate que me aguardaba y se produjo el relámpago salvífico de su voz en mi mente, que no era grave, mencionando su debilidad por los scones, los cuales percibo, quizá por vez primera, recién salidos del horno.

Antes de doblar por la esquina compro rosas y dejo por escrito en una tarjeta mi devoción por ella.

Sin embargo, al poner un pie en el santuario me encuentro con una nota sobre la cómoda.

Es la crónica de una despedida anunciada.

Antes de leerla, supuse que había llegado la hora de buscar alianzas y sellar nuestro compromiso. Vaya intuición la mía…

Debo ser elocuente.

¿Ella me lee el pensamiento?

Al unísono dijimos:

- Era la nota de la despedida.

Algo así, aunque en verdad fingió una pausa para tomar distancia y pensar y decidir lo que ya estaba decidido.

- Soy un tango –afirmé.

Luego me remití a las previsibles consecuencias, al efecto devastador de otra nota, días subsiguientes, en la cual dictaminó la sentencia del adiós sin piedad.

Bienvenidos fueron los psicofármacos, los insomnios, la pérdida de peso, la caída libre hacia la melancolía y la soledad, los vaivenes con la idea del suicidio y un ensimismamiento que se prolongó más allá de lo tolerable.

- ¿Cuándo la llamaste?

- ¿Qué?

- Lo que oíste.

“Claudia, nunca volví a llamarte”

Casi abrí la boca.

Detuve aquel impulso y me frené.

Del temor brotó otra frase, quizá inconexa:

- Soy un hombre casado y con 3 hijas.

Ella sonrió y mantuvo abierta la expectativa.

El silencio se apoderó de la escena hasta que me sentí perdido.

Definitivamente perdido.

- Nunca volví a llamarla y nunca volví a verla.

- ¿Por qué?

Respondí de inmediato, sin pensar:

- Cobardía.

He aquí el punto de inflexión, un instante previo al abismo que no será cruzado, eso inminente que no se plasmará en el devenir.

Afirmé que durante más de mil días y mil noches me aboqué compulsivamente a la pareja.

“Mentira: así me aboqué a ella.”

Del mismo modo fui perdiendo el interés y el contacto con los amigos, con los partidos de fútbol, con la familia, los estudios y las buenas costumbres del club.

Literalmente quedé prendado de un imán tan poderoso como aniquilador.

Creí que jamás me recompondría.

Ella, ya no sé si Marcela o Claudia, o el demonio mismo, insistió y me pidió mayor hondura en la descripción del vínculo.

Los recuerdos volvieron a abrir cicatrices que creí selladas por el paso del tiempo.

Según dicen, él todo lo cura. Ahora sé que no es así.

Apelé al remanido recurso de mirar el reloj y decir que ya me debía de haber ido.

“Cobardía”.

La palabra hizo mella en mis adentros.

Dí las gracias, ya mis manos húmedas temblaban, había hormigas en el estómago y, si no me equivoco, padecí un principio de taquicardia que me incorporó para despedirla con un sonoro beso y un billete de 10 pesos puesto debajo del cenicero.

Antes de retirarme, o de volver a huir, la mujer presionó una mano sobre el saco y lanzó la estocada imprevista:

- Sólo respondé si vas a decir la verdad.

Nos miramos.

Su insondable mirada me detuvo al borde del colapso.

- Qué sentís por tu mujer.

Lo dijo sin tono de interrogación, de modo imperativo.

Entonces me dí vuelta y me retiré cabizbajo.

Huir es el verbo que me contiene.



2




Venía pensando en el próximo festejo de mi cumpleaños, en esto de cumplir 35 y sentirme joven, lejana a la implicancia social de esos dígitos, soltera y en extraña soledad. Sí, sofocada por el calor y por miradas libidinosas que se posan sobre mi cuerpo sinuoso, ya entrado en carnes, sin la cintura ni los muslos firmes de antaño, aunque siga recibiendo piropos y elogios tributados a una madurez que no acompaño desde la conciencia.

Venía pensando en quehaceres domésticos y cambios a implementar en el diseño de la nueva casa, donde reuniré a mis seres queridos para celebrarlo.

También venía pensando en otras modificaciones: la planificación de los eventos, las nuevas estrategias publicitarias acerca de productos de bajo consumo, la dieta, la constancia en la gimnasia localizada y el rostro del hombre que me saque del letargo emocional.

Hoy es un buen día, me dije, ya que pude descansar, iniciar la mañana sin la tiranía del despertador y confirmar reuniones en horarios espaciados, alrededor de una misma zona: el centro.

Mientras ascendía por las escaleras, en la boca del subte, sentí que una mano titubeante se posaba sobre mi hombro. Me contraje y oí la voz de un hombre:

- ¿Te acordás, Claudia?

También titubeó esa voz.

Me dí vuelta, giré con brusquedad y lo miré como quien mira a alguien antes de una breve e incisiva confrontación verbal inoportuna.

Otro pajero, pensé.

En sus ojos oscuros y profundos cabía la dimensión del equívoco.

El hombre se disculpó y bajó la mirada. Algo había en ella, algo semejante a una súplica, o bien a la mítica figura de un ideal alcanzado en otra vida. Algo extraño.

Cuando puse un pie en la vereda, me detuve, o mejor dicho, algo me detuvo.

- No es nada, pero me llamo Marcela. ¿Te pasa algo?

- Sí, algo raro.

Fácil advertirlo.

Fui expeditiva y le sugerí tomar un café en la esquina.

Dijo que no tenía tiempo, pero lo tuvo.

Él era un tipo más bien insignificante. De no ser por la profundidad de las cuencas, lo cual definía su mirada inmersa en situaciones límites, uno lo calificaría como un hombre común.

Oscura e inescrutable la mirada.

Cruzamos Av. Corrientes, ingresamos a la confitería y pedimos dos cortados.

Había desesperación en su historia: de eso estaba segura.

Entonces me alcanzó otra voz, la que proviene de mi historia, otra voz gruesa como la mía, la de mi hermana.

“Marcela, Marcelita, a ver si dejás de intentar salvar a huérfanos y náufragos. ¿Cuándo vas a aprender? Las causas perdidas siempre fueron tu debilidad. Dejate de joder y afrontalo: necesitás a tu lado un hombre con mayúsculas, con las pelotas bien puestas y la virilidad acorde a su capacidad de tomar decisiones. Seguís siendo una gran teta, una gran madre, y ya sabemos que atributos te sobran, pero empezá a darte cuenta, che: somos eso que elegimos.”

Eso que elegimos: eso.

Y aquí estaba, oyendo absorta el relato de una historia amorosa que casi no se diferenciaba de la mía.

Pablito enloqueció con plena abnegación.

Me convirtió en su musa y me idolatró.

No le importó conocerme: le bastó amarme, si a eso se lo puede llamar amor.

En este hombrecito, que en nada se parece a mi Pablo, hallé la misma obstinación.

Oscura e inescrutable esa obstinación.

Hablaba como un poseído, con los ojos vueltos hacia adentro, hacia esa mujer llamada Claudia que tanto lo enloqueció, que lo aproximó a lo demencial, a vivir fuera de sí, inmerso en un cuerpo que adquirió la dimensión del universo.

Mañana , tarde y noche pensando sólo en ella.

Sí, el verbo adecuado es enloquecer.

Hay un punto de fijación que es antesala de otras rupturas, las venideras, las inevitables.

Trato de puntualizar sobre eso: los hechos insignificantes, o aparentemente insignificantes, que pueblan cada día, como el de hoy, como este preciso instante en el que percibo su deseo encendido por ella, o por mí, o esa mítica mujer que no existirá más que en la imaginación del retraído.

Leo sus pensamientos y lanza la frase que lo define de pies a cabeza.

- Soy un tango.

Quise golpearlo.

A veces las líneas paralelas no se juntan en el infinito, ni en el horizonte.

A veces no son paralelas, mi Dios.

A veces son la misma línea bifurcada por el espejismo de nuestra ilusión.

Me distraje, que es un modo de estar atenta a otros hilos ya deshilachados del pasado, y pregunté lo que me vengo preguntando desde tiempos inmemoriales.

- ¿Cuándo la llamaste?

- ¿Qué?

Nuevamente el deseo de golpearlo.

- Lo que oíste.

Me inquietó la pausa que se extendió.

El hombrecito sin nombre caviló dentro de aguas recónditas para luego emerger, suspirar, recobrar el aquí y el ahora, siempre inestable e inasible, y afirmar:

- Soy un hombre casado y con 3 hijas.

Sonreí para no golpearlo.

La tercera será la vencida, me dije.

Y así fue.

Quedé inundada por aguas turbias que provenían de un mismo manantial: aguas oscuras que presagian la desgracia.

Sí, hombrecito que reúne dentro de sí a todos los hombres que me han querido.

Leí la sensación que abrió tus fauces para dar lugar a la verdad.

Cobardía dijiste, o dijimos al unísono, mientras visualicé un punto henchido de puntos suspensivos.

Estabas de pie, detenido sobre el precipicio que no conocerá tu caída.

No respondiste a la otra verdad, hombrecito, o Pablito, o quien quiera que seas.

Sentir es el verbo que asumo como condena.

Soy las lágrimas que están cayendo.

Ellas se encargarán de evitar la sentencia a perpetuidad.


--[por Mariano99]

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domingo, 24 de diciembre de 2006

Partida un 24 de diciembre

Me acaba de llamar mi amante.

Por el teléfono escuchaba el sonido opaco,
(en sordina de aceite) de los eslabones entrechocándose.
Los eslabones de la cadena plateada que él siempre lleva al cuello.
Toro Mariposa. Francisco de Goya (1746-1828).





















...

Hace años... hace años.

Nos hemos visto, en octubre, creo.
No somos de dejar marcas
Creemos que no hay patetismo,
nada de correr con las melenas al viento.

...

Somos como hermanos en algún sentido.
Nos conocemos y sabemos cuándo hay
que optar por estar juntos.

...

No hay regalos, no hay flores. Hay prejuicios. Hay contacto.
Aseguramos no estar enamorados. El tiene hijos, yo también.

El fue mi flor, yo fui su caballo.
El tiene espinas en las manos. Yo, me coroné de clavos en los pies.
Ahora él es mi mariposa y yo soy su toro.

...

Eso sí, no importa dónde, con quién,
soy capaz de quitarle esa móvil pelusa de la corbata
con mi lengua.

...

Me acaba de llamar. Dice que quiere verme.
Quiere aclarar un par de puntos. Algo pasó,
y no me lo quiere adelantar así, telefónicamente.

Su esposa no estaba y le entraron en la casa.
Lo sé. Me lo dijo mi marido.

Posiblemente me pida consejo profesional.
O, ¿será el accidente de su mujer?



Mi marido y él se irán juntos el 2 de enero
a pescar a la costa.

Yo quedo en casa. Hay vodka.

...


Lo que en realidad no soporto de él, es esa cadena plateada
como collar de ahorque manchado de baba,
que no queda más remedio, debe utilizarse para perros grandes
que hay que dominar.


Es eso lo que en el fondo nos separa.

Es esa cadena que le regaló su madre.

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jueves, 7 de diciembre de 2006

Un país diferente.

Lo llevo en mí clavado/
como un puñal celeste y blanco/
por cada niño que muere/
nace un santo. [Pancho Chévez]


El 6 de diciembre estuvimos con León y su Argentino Diferente en el Teatro Argentino de La Plata. Desde el inicio, León advierte, "Estamos haciendo tiempo, ahora vienen los artistas, prepárense para algo diferente"



Hubo videos, sobre Carlos Cajade y sobre Miguel Bru, con algunos inconvenientes técnicos...

Luego convocó a una más de una veintena de artistas: una pintora, cantantes, músicos, compositores, bailarines, un locutor, fotógrafos, gente que filmaba, entre los cuales había gente con otras capacidades. A sala llena. Llena de emoción, música, y sobre todo, de golpes directos al corazón.

El mismo corazón que te permite ayudar, te muestra tu debilidad. El mismo canal de comunicación que abrís cuando no podés soportar más tu soledad, te lleva a otro dolor, el de los demás. Escuchar es condición. Y a la vez es praxis. "Desde 1999 se salvaron 400 personas, debido a que el dinero recaudado por la cesión de derechos de En el país de la libertad, se donó al Hospital Garrahan y así se pudo comprar un neuroendoscopio de alta complejidad".

Cada uno de los artistas que compusieron este espectáculo inesperado tenía una historia. "Con Martín me encontré en el aeropuerto de San Luis. Estaba con su padre. Quería cantar"... "Estos son los músicos de Pancho... Nos encontramos en Rosario, y me vino a ver, le regalé una armónica con soporte para el cuello. Él compone canciones hermosas, va por su segundo disco y también tiene libros"... "Aquí les presento a Carina, está por sacar su disco,..." "... la música de la entrada es de él, va por su cuarto disco..." Nada estaba sin lugar, sin referencia, sin algo que decir, todos eran personas, únicas, que están en el corazón de Gieco.

"Lo perfecto es enemigo de lo bueno" me decía mi papá. Así podría ser el lema del encuentro del cual participamos. Sí, claro que sí, lo bueno es mejor.

Y al salir, la luna sobre el Argentino.

Nota: Las comillas son una ilusión. Supongamos que el corazón dicta y coloca en la boca de los personajes de esta historia textos que no necesariamente corresponden a la realidad "he dicho".

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sábado, 2 de diciembre de 2006

Y como que el título podría ser "Nostalgia de algo que nunca pasó" ...

...como dijo Sabina, y Charly, y... obvio pero antes lo sugirió Jorge Luis Borges (¡Me salió estilo Podeti! ¿no?)

Luego de los cuarenta, suceden los reencuentros.

<haceme click, bombón>



Reverse con los ex compañeros de "secundaria". Adolescentes pasados de maduros. Organizar grupos de internet para conectarnos, alquilar un boliche, toda una noche, venirte desde Sao Paulo para la fiesta, desesperarte por verlo a ese, sí a ese para contar el número de muertos, mostrar que tan mal no estás, hacer bromas del tipo "¡asumiste tu homosexualidad!", esperar a la fiesta, matarte de hambre, tomarlo de la mano, apretarle la cintura, clavarle las gomas operadas en su pecho (mientras pensás, así amortizo los morlacos de la operación), besarlo, franelearlo, decirle que lo dejaste pasar hace 20 años y ahora "no te me escapás"... (piensen los dos con arrugas, las más importantes son las que no se ven), con el berretín de "hace 20 años que tengo 20 años", e irse finalmente con él, a la vista de todos.

Y, luego, a la mañana siguiente, llorar.

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Ruda Macho

Que la ruda macho es buena para la envidia es un hecho ampliamente aceptado. Mi abuela, paz descanse, tenía una en su jardín,
y yo jugaba de chico a arrancarle una o dos hojitas y ponérmelas en la nariz, para sentir su olor fuerte.


¿Era para que otros no te envidien? ¿O es para que uno no envidie a otros?

No sé, creo que no le dió resultado.

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Suele ir de la mano

En aquellos días el señor dijo al profeta: "búscate una mujer y rasura todos los pelitos fuera de tu alma...".

El profeta había caminado 100 días y 500 noches hasta que le sangraron los pies, se le convirtieron en muñones y quedó pidiendo limosna a las puertas de Damasco.

Entonces pasó el Mariscal González. El profeta lo interpeló: "Mariscal, usted prefiere atacar con infantería o con caballería?". González le contestó: "¡caballería! caballos como los que ví en San Isidro, ¡no hay, hermano!"


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