viernes, 7 de diciembre de 2007

Esperando a Montero

          Te he citado aquí, en este viejo barsucho de barrio que ha resistido los embates del tiempo y la transformación urbana, en pos de compartir algo inaudito.
          Ya me vas a ir entendiendo, Montero.
          Es cuestión de paciencia y una esmerada actitud receptiva.
          Supongo que sólo eso es suficiente.
          Veamos...

          En verdad, este relato tiene su origen un par de meses atrás.
Mientras caminaba por Lacroze al salir de la Imprenta, pasé por este esquina, me acodé en la barra, hojeé el periódico y fui cayendo en un ligero sopor.
          Estaba cansado y preocupado.
          Diversos avatares confluyeron en esta anodina vida de cincuentón.
          Casi sin darme cuenta estaba inmerso en la unívoca función del observador: merodeaba por la ciudad al son de la voz del Polaco Goyeneche, acentuaba ciertos hábitos nocturnos, bebía de más y ejecutaba, sin conmiseración, los amplios rituales de la soledad.
          Pero volvamos a aquel extraño atardecer.
          Como te dije, andaba como alma en pena, una sombra errante entre otras sombras, como la del joven que se sentó ahí, ahí mismo, en la mesa más cercana al baño de caballeros.
          En el rostro tenía dibujada la desgracia. No sé, cara de poeta trágico, cara de tipo atormentado, cara de hombre que pide una doble medida de whisky (en mis adentros pensé que no bebía), y del bueno, aclaró, que sea Johnny Walker, etiqueta negra.
          De inmediato abrió un pequeño portafolio y extrajo unas hojas sueltas: hojas tamaño oficio, hojas que no aguardaron ninguna señal, hojas dispuestas a absorber un cimbronazo de palabras vertidas por el espíritu de un poseso.
          Imaginate: yo estaba sentado ahí, en platea preferencial, desde donde relojeaba los movimientos del fulano.
          Le sirvieron una triple medida (como corresponde), agradeció la generosidad al mozo y se abocó con minuciosidad a lo suyo. Escribió la fecha del día y, sin poner título, le empezó a dar rienda suelta a las palabras.
          Letra de maestro, redondeada, cuidada, de una caligrafía inusual para quien lo hace con rapidez y con un bolígrafo común de tinta negra.
          Éste está peor que yo, me dije. Hablo de un muchacho de 30 años, más o menos, alto y esmirriado, de hombros estrechos, vestido a la moda, con zapatillas, jeans y remera negra por fuera del pantalón.
          Mientras escribía balbuceaba las frases y se preguntaba y se respondía y maldecía, se quejaba, resoplaba y volvía a la carga.
          Casi no corregía.
          Como escuché decir a algunos narradores, lo hacía como si se lo dictasen.
          Al cabo de un rato controló la hora en su reloj pulsera. Bebía a sorbos y saboreaba con delectación, como buen sibarita que debe de ser.
          Estaba absorto en ese mundo interior que no atinaba a interpretar.
          Lanzaba su cuidadosa caligrafía sobre el cúmulo de hojas que empezaba a amontonarse en un costado de la mesa. Pensé que podía tratarse de un diario personal, o bien de una carta, o desglosaba ideas e imágenes para el guión de una película.
          Antes que nada, te digo que lo escrutaba con disimulo, agradecido por los favorables ángulos que me otorgaba esta pared-espejo. Como vas a notar, este antro está siempre lleno de gente. Lo bauticé como el café de los fracasados. Estamos los hombres perdidos, los borrachos, machistas empedernidos, jugadores, fabuladores, almas noctámbulas, insomnes, inadaptados, fanáticos por su militancia política, o por su equipo de fútbol, burreros, taxistas, ajedrecistas de medio pelo y hasta un peletero que cuenta siempre las mismas anécdotas.
          Entretanto, mantuve intermitentes diálogos con el encargado y un mozo, ése que está atendiendo la mesa del fondo, Marcelo, el tucumano, a quien susurré en un oído por el paradero del fulano.
          - No, che, ni idea. No tiene buen semblante. Tampoco tiene pinta de pertenecer al barrio, ¿o me equivoco?


          Y no se equivocó, aunque no tenga la menor importancia, porque ese joven estaba volcando la sangre entera de su cuerpo sobre esas hojas ardientes, que son éstas, las que te aguardan, como yo, como el pabilo de una vela encendida, como el sumo sacerdote que se encuentra próximo a oficiar un rito sagrado, donde el sacrificio será tan inapelable como eficaz.


          Montero, puedo imaginar los cambios de tus gestos a medida que voy leyendo esta lacerante misiva.
          Tus cejas levantadas, tus bruscas interrupciones, el modo de repetir el final de una frase, la sorpresa y la necesidad de comprender.
          Es que debemos leerla juntos, mi amigo. Vos sos el interlocutor adecuado para que deshilvanemos la madeja de una historia novelesca que se precipita sobre mi conciencia como la casi imperceptible llovizna que cae dentro de la mirada del hombre que espera.


          Y te lo cuento igual, qué tanto, así voy matando el tiempo, ocioso o libre, o el tiempo perdido, vaya uno a saber.
          Y entonces me puse a hablar con don José, el encargado.
          Nada del otro mundo. Chamuyamos de bueyes perdidos, de este extraño mes de noviembre en Buenos Aires, de la suba de precios, el contubernio entre los jugadores de la selección y los nuevos improperios lanzados por Hugo Chávez.
          En fin, una charla amena y olvidable que me permitió centrar la vista en las diatribas del muchacho.
          Antes que la noche acaparase el ánimo de sus habitantes, caí en cuenta que el quetejedi estaba totalmente desesperado.
          Cada vez escibía con mayor rapidez, mirando la hora, como si la respiración del cuerpo dependiese de su escritura, que era la verbalización de una brutal confesión ajena a los velos que caían, uno a uno, irremediablemente, sobre imágenes devueltas por una memoria alterada que se batía a duelo con alguien ausente.
          Creeme Montero, a los seres en situaciones límites los huelo, los detecto, emanan algo que vibra mal, no sé cómo explicarlo, pero supe que estaba al borde de un abismo del cual no se regresa más.
          Y dale que dale con su descarga vertiginosa, su caligrafía perfecta y cuidada, su mechón de pelo enrulado que se posa como un flequillo rebelde sobre el rostro desencajado.
          Definitivamente desencajado.


          Y no llegás, Montero.
          ¿Por dónde andás?
          Me hago la pregunta para retomar, sin respuesta alguna, las sensaciones que quedaron, ahora sí, plasmadas dentro del cuerpo, que ya no sé si es mío, es suyo, o pertenece al género humano.
          En un momento dado cayeron lágrimas, Montero. Eran lágrimas de fuego. Lágrimas aletargadas durante siglos, quizás milenios, quien sabe, como acopio del dolor que no cabe en un ser vivo.
          No obstante, su sangre sigue circulando, la respiración se vuelve jadeante, las manos tiemblan (en cada breve pausa) y la mirada se pierde dentro del laberinto construído con parsimonia por aquellos que no están, que no estarán, o que ya dejaron de amarlo.
          Degusta, por última vez, lo que quedaba en el fondo del vaso y sabe que su destino ya ha sido escrito por el oráculo de una mujer.
          Despide un extenso párrafo que quedará inconcluso, Montero.
          ¿Lo vés?
          No creo que haya leído su libelo contra los designios del corazón.
          La inició con un signo de exclamación y, al cabo de seis renglones, abandonó una palabra en la quinta letra: t-r-a-i-c-i.
          Simplemente la abandonó así, sin puntos suspensivos, dejando un billete de 50 pesos debajo del vaso; abandonando, a su pesar, el pliegue de hojas, sin numerar, que dejó desparramadas para este voyeur de la conducta humana.
          Nuevamente miró al hora, acción que emulé, y faltaban dos minutos para las ocho. Salió disparado como un resorte de su asiento y se retiró acelerando la marcha, con pasos seguros, para finiquitar, de una vez por todas, el desasosiego (que no acabará).
          Don José se percató de mis supuestas distracciones, de mi estado de ausencia, de mis acotaciones en piloto automático antes de atrapar esas hojas, que son éstas, Montero, que son las que debo leerte apenas llegues, cuando vuelva a quedarme sin aliento, aunque la relea, en mi caso, por enésima vez y me falte el aire, como te decía, como te digo ahora, como le digo a la ausencia del muchacho, como me digo en voz baja, susurrando, sin apelar a los recursos que devienen del espejo.
          Porque no puedo detener este torrente de palabras desbocadas en mi cerebro.
          Y me quedo en babia, henchido por voces que quieren superponerse, aunque no las deje.
          ¡Bajo ningún concepto las dejaré!
          Te esperaré, Montero, ya que aprendí la lección.
          Paciencia y disciplina.
          Paciencia y capacidad de observación.
          Paciencia que me arroja, o arroja la mirada, sobre estas malditas confesiones del alma en carne viva.
          Paciencia que me lleva a contar sus tribulaciones aunque no hayas arribado todavía.
          Espera que desespera ante las primeras líneas de su misiva cuando dice: “Estoy exhausto, vencido y condenado. En un rato asistiré a la entrevista concertada con el Doctor Rufinelli, quien oirá lo inaudito: el retrato de un sobreviviente que se entregó en cuerpo y alma a la ceguera de su instinto destructivo y traicionó, definitivamente, el legado de la sangre.”
          Se refiere a la mala sangre que toma posesión de uno y absorbe íntegramente el sino del porvenir.
          En las primeras páginas se refiere al descubrimiento del amor cuando conoció a Alejandra, mujer voluptuosa, de armas llevar, quien desvió la mirada del otro por terrenos impensados.
          El joven, abocado al trabajo y al estudio, se crió en una familia burguesa, con claros lineamientos hipócritas, una oblicua tendencia a lo intelectual y prejuicios crecientes hasta el hartazgo.
          Se encontraron un martes cualquiera, por la tarde, enfrente al Parque Rivadavia.
          Ambos esperaban el mismo colectivo.
          Ambos, como es costumbre de los porteños, estaban ansiosos.
          Sin embargo el flechazo fue inmediato.
          Intercambiaron palabras, impresiones, gustos y números telefónicos. Supieron que trabajaban en el centro, a escasas cuadras uno del otro.
          Al día siguiente tomaron un café en La Victoria, pegado al Cabildo, y dieron rienda suelta al mutuo encantamiento.
          Ambos con la misma edad: 24 años, Montero.
          De ahí en más se gestó un vínculo pasional sin precedentes, al menos para el muchacho. Convengamos que ella era una laburante de clase media venida a menos, y él un fifí, un nene de mamá con ribetes contestatarios, pero criado, si vale el término, en los cánones de Barrio Norte.
          En poco tiempo resolvieron la convivencia, las primeras vacaciones juntos y algunos proyectos a mediano plazo. Pero...¿qué querés que te diga? Percibo que las especulaciones le pertenecieron al tipo. ¿Te suena? Menciona la obstinación por el cuerpo de ella, que es rubia (no me lo esperaba), fogosa, de labios gruesos, voz de locutora y pechos prominentes, al natural, como la Coca Sarli. Dice que lo hacían todos los días, que a veces le costaba sostener una conversación por la premura del instinto, por ese deseo devorador que no encontraba saciedad, que nunca lo dejó en paz, ni aun en sueños, cuando ella se tornaba esa mujer fatal que inaugura el pánico en la virilidad de cualquier hombre.
          Y sigo.
          Y me represento.
          Y dice que se empezó a perseguir sin motivo alguno.
          Mientras tanto se recibió de diseñador gráfico, lo ascendieron en la agencia y surgieron nuevas propuestas alentadoras, aunque nunca volvió a recuperar la calma.
          Llegó a seguirla, levantar en secreto los mensajes del celular y leerle los mails (ya estaba en el horno). Olía su vestimenta (sobre todo la ropa interior) y hurgaba en la cartera. La leía entre líneas e intentaba hallar el hilo que lo condujese al meollo de la trama, pero la trama partió de su mundo imaginario.
          Desde aquí, por fuera, es fácil darse cuenta.
          Y la mina percibió algo: no lo dice, pero ellas tienen ese sexto sentido que no falla.
          La cuestión es que la obsesión se volvió enfermiza, persecutoria, delirante y adoptó formas inconducentes.
          En pocas palabras, digamos que cruzó la línea roja sin retorno posible.
          Vivía y se desvivía por ella, a quien convirtió en un ícono y en la justificación de su paso por la vida.
          Y se alejó de todo y de todos, Montero.
          Se recluyó en un malambo que lo condujo a la enajenación, con incipientes problemas en la presión arterial, la digestión y el insomnio.
          Luego lo incipiente dejó de serlo.
          La red de los conflictos adquirió ribetes inconmensurables.
          Le molestaban sus amigas, la influencia del medio laboral, su familia de medio pelo, pasarse el fin de semana en jogging, escuchar música melódica, cocinar siempre lo mismo, haberse rebajado el corte de pelo, ver programas pasatistas en la tele y ser una mujer ordinaria dentro de una extraordinaria carrocería que iría declinando.
          Irremediable esa declinación, ese ocaso casi imperceptible del cual nadie escapará.
          Entonces le dio la bienvenida a los sedantes, a la ambivalencia en el trato, al desinterés en su oficio, al progresivo encierro, a la agresión y las primeras ideas suicidas.
          Un hombre atrapado en sí mismo.
          Atrapado sin salida.
          Alejandra no demoró el planteamiento de la crisis y decidió tomarse un respiro.
          El preludio del infierno, Montero.
          La puta pausa que nadie debiera nombrar ni llevar a cabo.


          Así ingresamos al previsible terreno que será simiente entre víctimas y victimarios.
          Al regresar de un viaje por el altiplano, Alejandra puso las cosas en su lugar y se separó. Puedo oír tu voz aclarando: “se separaron.”
          He aquí nuestro disenso.
          He aquí las disímiles experiencias emocionales, mi amigo.
          No lo olvides: ella ha sido y seguirá siendo el eje alrededor del cual gira el mundo.
          A partir de entonces hablaremos de un hombre desorbitado y, para qué negarlo, ligado al cáncer no ha carcomido lo suficiente al cuerpo del amor.
          Así de real y así de cursi.
          Quien no tiene nada que perder es un peligro: tanto para él como para su entorno.
          Menciona que habían hecho una promesa, un pacto de sangre y una invocación a vaya a saber qué dioses para sellar la unión en aguas de la eternidad.
          Un poeta el tipo.


          El mundo cae, cede y estalla en incontables fragmentos que jamás serán reunidos.
          ¿Y qué queda?
          Escuchá esto: “Sopla la brisa sobre el rostro y acaricia las heridas palpitantes del que no ha muerto. Todavía no, aunque hayamos compartido esa aciaga noche de secretos develados en pos del perdón, Alejandra.
          Misericordia, madre de Dios, hasta que la muerte nos separe. Pero no. Ni la muerte nos separará. Estamos condenados, cumpliendo la sagrada alianza en el cielo o en el infierno, pero juntos, Alejandra, desde el amor o desde el dolor, pero plasmados en una imagen fatal que descascara nuestros nombres en el túmulo innombrado que alguien recobrará y dará a conocer.”
          ¿Escuchaste, Montero?
          Al fulano lo miraba de reojo y lo leía de memoria.
          Su herida no iba a ser cicatrizada.
          En un sólo día cabe la obra devastadora del desasosiego sobre nuestra condición.
          Y el día no concluye: es siempre el mismo.
          Un recorrido circular que se regodea en la desdicha.
          Algo incesante: en la vida, así como en el arte, no hay reglas fijas.
          Doy fe.
          No obstante, cuando un ser humano no logra eliminar sus lágrimas, sobrevuela la sombra de Thánatos en él y en su circunstancia.
          Eso inminente que se torna insoportable por ser inminente.
          ¿Y entonces?
          Entonces Alejandra bajó la cortina que no volverá a abrirse.
          Ella ha sido clara y explícita.
          Un punto final que no se prolongará entre puntos suspensivos.
          Una decisión inclaudicable desde el corazón.
          Una daga certera y punzante que dejará todas sus heridas abiertas.
          Sangre que desangra, Montero.
          Sangre del joven que dice:
          “Debí de palpar los bordes del abismo, pero actué como un hechizado, Alejandra. Días atrás compré el arma, lo cargué y lo mantuve escondido dentro de la mesa de luz. Es que tampoco soporto esa pulcra cueva que alquilé después de que me echaste.
          Sí Alejandra, me echaste y te sacaste de encima el lastre de un miserable. No demos más vueltas. El arma, por paradójico que resulte esto que voy a afirmar, era un muro de contención ante mis devaneos con el silencio. El arma que es necesario tener para no atreverse a gatillar.
          Pero hay noches, como aquella noche de ayer, en la cual se precipitaron los hechos y reaccioné al modo de un despechado. Saqué el coche del garage y me fui a casa. Nuestra casa. Nuestro nido de amor, que ya no es tal. Nuestro espacio traici”.


          Y ahí concluye la misiva.
          Dejó sin concluir la palabra traicionado.
          Traición, Montero.
          Ésa es la palabra que abandonó por la mitad antes de tomar la entrevista con el psiquiatra. Entrevista tardía, claro está, a la que asistió puntualmente, quizás entonado por el whisky, portando el arma letal, que no ví, para llevar a cabo el desenlace de una obra signada por la tragedia.
          De algún modo lo preanuncia al promediar la escritura de la carta.
          Escuchá: “Sin contemplaciones vislumbré los tonos del atardecer. Es cuestión de arrojar el cuerpo sobre la hierba, dejar pasar los pensamientos como pasan las nubes, que dejan de ser blancas, se vuelven doradas, rosadas, cobrizas, violáceas y rojizas hasta que el ocaso pasa por tonalidades grisáceas antes de volverse negro el cielo encapotado.
          Entonces pensás y recordás que todavía respirás, que seguís sufriendo, esperando el momento oportuno para interceptarte, tomar el brazo de la dama y forzar un diálogo absurdo, humillante, reiterativo, donde afirmás con calma, en principio, que ya no me amás y que vas a rehacer tu vida sin mí.
          Sangre que desangra dentro de las venas, mi Alejandra, mía desde que nos conocimos, mía desde la ausencia, mía cuando subimos a nuestro departamento, que ahora es de nadie, y no aceptaste el único recurso que te hubiese permitido renacer a mi lado.
          Tampoco me creíste.
          - Guardá eso y no seas ridículo, por favor.
          ¿Acaso me conocías?
          He firmado notas y postales con la fusión de nuestros nombres.
          Alejandra, yo soy vos y vos soy yo.
          Entonces sonreías y avalabas esa sentencia.
          Te la recordé.
          Sin quitarme los ojos de encima, con esos profundos y hundidos ojos almendrados inyectados de una extraña satisfacción, renovaste, ya sin calma, la inaceptable sentencia.
          - No te amo, ni te amaré jamás.
          Fuiste muy lejos. Demasiado lejos.
          Desde esa lejanía extraje el caño recortado del revolver y apunté al centro del pecho.
          - No seas patético.
          Fueron tus últimas palabras antes de recibir el impacto de dos certeros disparos a la altura del corazón y despedir, entre jadeos, el último aliento.
          Te cuento, Alejandra, donde quieras que estés, que luego te abracé, te besé esos gruesos labios y absorbí la sangre del pacto que nadie podrá quebrantar.”
          ¿Escuchaste, Montero?
          Es la línea roja que no se debe cruzar.
          Ambos lo sabemos, por más que sigas demorándote y corra por cuenta de la casa este segundo café doble, bien cargado, como me gusta, mientras guardo en el maletín un recorte del diario, en la sección policial, donde le dedican una columna entera al caso del homicidio y suicidio dentro del consultorio del Doctor Rufinelli, situado en Avenida Forest.
          Sí Montero. El joven, una vez cruzada la línea roja de la traición, puso manos a la obra y concluyó la frase abandonada en una entrevista inconclusa para el Doctor, para él mismo y para este hombre cansado de esperar.
          Y los pactos se acuerdan con las manos limpias, Montero, manos abiertas en pos de una inquebrantable lealtad.
          Pacto de amigos.
          Pacto que no requiere promesa.
          Pacto que debió de cumplirse.
          Pacto celebrado en silencio, sin testigos.
          Pacto asumido hace más de 30 años.


          El inconveniente, por llamarlo de algún modo, es que el rumor crece, las conjeturas dejan de serlo y la mujer que amé en secreto, Adriana (ahora lo entendés) dijo lo que no debió decir.
          La semana pasada me la encontré y supe que estuviste con ella, en vano, en menos de lo que dura una estación, que fue el verano, cuando vacacioné con mi familia en Mar del Plata por última vez.
          Los tres teníamos 24 años.
          Ella también se traicionó, lo cual la forzó a requerir una discresión tardía, como esta espera que quizás, algún día, otra mano se atreva a narrar con la conciencia que se desprende de la palabra perdón.
          Yo no podré hacerlo.
          Yo seguiré aguardando el veredicto de esta última traición.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy interesante lectura.