domingo, 26 de agosto de 2007

Inminente

       Debo detenerme. Lo pienso y lo digo a la vez.
       Detener la contínua erosión de imágenes que se convierten en escenas semejantes a los sueños que no serán recordados antes de volver a sentarme en este escritorio de roble para escribir la misma historia, la que siempre se escurre entre las manos, la que regresa y desaloja mis escasos vestigios humanos.
       Detener es un verbo y algo más.
       Algo que ejerce la función de una súplica ante estos arrebatos mentales que escriben dentro de una habitación entreabierta, o en su aire viciado, o en los muros descascarados que envuelven el sentido de la dignidad.
       Detener los pasos de una ascendente curiosidad en pos del retorno más temido: el de mi mujer.
       Detener el febril movimiento de estas manos sobre la blanca espera de una página que multiplica al infinito las conjeturas acerca del reencuentro.
       Estiro las piernas sobre un sofá, enciendo un cigarrillo y persigo las volutas de humo que deshacen al instante en otro y así sucesivamente hasta que la soledad adquiera conciencia en mí.
       Abro y cierro los ojos.
       Entretanto, el porvenir camina y recorre calles empedradas que conducen a una puerta forjada en hierro desde fines del siglo XIX.
       Ella avanza con sigilo.
       En una mano lleva una carpeta.
       En la otra, la inexpugnable decisión tomada.
       En esa mano el dedo índice recobrará su verticalidad.
       Entonces pestañeo y cierro los ojos.
       Los cierro definitivamente.
       Dejo de intuir: ya sé lo que me espera.
       Ella hace girar la llave inglesa y atraviesa un amplio pasillo hasta la puerta del ascensor. Ingresa y presiona el adecuado número impar.
       Siento su vigor cuando apoya los pies sobre unos tacos bajos.
       Son nuevos esos zapatos.
       Luego abre con una Yale la última puerta.
       Advendrá una inolvidable noche de insomnio.
       Debo de haber fruncido el ceño.
       Dentro de la propia oscuridad oigo su proximidad, la respiración entrecortada y el aroma floral del perfume francés.
       Se detiene y se corta mi respiración.
       Sabe que no estoy durmiendo.
       Sin pronunciar palabra deja la carpeta sobre el escritorio.
       Suspira.
       Toma una hoja oficio entre las manos y lee.
       No es posible, digo para mis adentros.
       Inmerso en un sepulcral silencio me escucho a partir de sus labios clausurados.
       Y no es posible, repito.
       Mientras me lee los pensamientos en una hoja tan blanca como la nieve que empieza a ser depositada sobre la ciudad, oigo el primer susurro de su voz cavernosa afirmando:
       “Debo detenerme.”
       A veces el preludio del horror nace con la intemperancia del frío.

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jueves, 23 de agosto de 2007

Caballero de mar y tierra

Un oficial de la Armada debe ser ante todo un caballero.
Y si sabe navegar, mejor.
Almirante Nelson



In memoriam Tod Browning y Arturo Cancela



Tenía que hacer tiempo en tierra. Y no iba a caer en esa pésima costumbre que tienen los mercantones, de irse a emborrachar o a revolcarse con alguna fulana por las casas malas del Paseo de Julio, apenas pueden largarse planchada abajo. Un oficial de la Armada, un caballero del mar, nunca debe proceder así. Ejercitar el cuerpo o el intelecto, o colaborar con las fuerzas del orden, uniendo a lo agradable lo útil, son las formas de ocupar honrosamente sus horas de esparcimiento. Como Teniente de Corbeta en uso de licencia, no olvidaba esas máximas. Pero al no presentarse ocasión de ayudar a la policía para atrapar cacos en fuga, disolver huelgas y meetings, o reprimir a maximalistas revoltosos, decidí consagrar mi franco a cultivarme.


Ni en La Prensa ni en La Nación anunciaban conferencia alguna, y tampoco era horario de teatro o de conciertos, por lo tanto meterme en una sala a ver una cinta era el imperativo del momento. Y por cierto, lo que restaba de mis viáticos no permitía mayores efusiones crematísticas. Un chauffeur de taxi me había dejado pato después de haberme arrastrado al garete por toda la ciudad y sus extramuros. Un bergante, un filibustero resultó. Por culpa suya, tuve que andar luego saltando de un tramway a otro, guía en mano, ya que –apartado estoicamente por mis deberes de la vida ciudadana- muchísimo me cuesta orientarme cuando no estoy en Puerto Belgrano o en el Apostadero Naval Dársena Norte.


Incontables veces consulté ese derrotero de tierra firme que es la Peuser, hasta que logré establecer mi posición estimada. Puse entonces rumbo a la calle Libertad. Si me apuraba, llegaría justo para la función vermouth. En los papeles parecía fácil. Pero navegar es otra cosa. Fatigué bordejeada tras bordejeada sin encontrar la arteria de los cines. En una de tantas maniobras, di con una cortada que me fue imposible identificar. Cuál no sería mi satisfacción, al divisar -embutido entre la escasa luz que dejaban las hileras enfrentadas de edificios-, el cartel vertical de una sala: Gran Select. Toda máquina adelante, pues. Quizás aún no estuviera perdida la tarde.


Vi que en la marquesina anunciaban un título, corto y de una sola palabra, pero enrevesado, sin traducir. Al pie, se aclaraban un poco los tantos: Nuevo film del portentoso creador de Dracula. Ésa sí que me había gustado. Recordaba que mi acompañante –la hija menor de un Capitán de Navío a la que había conocido en el Hospital Naval- por la impresión que le dio la sangre se apretó contra mí, sabedora de que estaba con un hombre hecho, que ha navegado de cabo a rabo la ría Bahía Blanca.


El boletero, desde su pecera, me miró con mal talante. ¿Qué le pasaba por el caletre? Yo vestía mi uniforme de invierno con la mayor corrección. ¿Acaso reprobaba los fastos de la Patria? A tanto han llegado las prédicas ácratas y bolcheviques en nuestra cosmopolita ciudad capital.


-¿Está seguro que quiere entrar a la función especial? Además, el filme está empezado -quiso rigorearme ese don nadie como si tratara con un cadete bisoño.


-Deme una -lo maté con la indiferencia, porque ceder a las provocaciones no es demostración de fortaleza, sino falta de templanza.


Mientras manipulaba el talonario sin dejar de ficharme, advertí algo: ese presumible partidario de los Soviet era tan tuerto como los piratas de las novelas que yo leía a escondidas, durante las guardias, en la Escuela Naval. Escrutando con su único ojo, contó una a una las moneditas que le di. Recién después de eso me alcanzó la entrada. Estaba recibiéndola, cuando sentí un insistente tironeo de manga y en consecuencia bajé la vista. Un petiso, qué digo, un legítimo enano, se prendía a mi saco naval como fox terrier en celo. Ipsofacto lo fulminé con el visaje que me ha valido fama recia en cada casino de oficiales que pisé. El mamarracho advirtió mi gorra, vio las tiras sobre mis hombros, y comprendió los kilates que tenía enfrente. Llamado a sosiego, hizo su ofrecimiento:


-¿Lo guío, señor?


-¡El Señor está en el cielo! Yo soy el Teniente de Corbeta Pérez Smith, Horacio Temístocles, dotación del escampavías A.R.A. Biguá, surto en el puerto local por reparaciones de su casco y aparejos.


-¿Lo escolto, Teniente? –insistió el sujeto.


Serio, con una inclinación de cabeza, asentí. Para qué. Si bien paticorto, el acomodador andaba como ballenera con viento por la aleta. Hablando mal y pronto, me llevó a los santos pedos por una escalerita medio oculta y mal alumbrada. Confieso que me molestaba para avanzar el sable naval, que a cada escalón se me enredaba entre las piernas. Sin que yo me percatara cómo, desembocamos al fin en la sala. Una rubia oxigenada de buen aspecto balconeaba desde la pantalla. Había como un cacareo por lo bajo que me hizo colegir un lleno a rabiar. Mi ocasional baqueano terminó ubicándome a un costado, después de algunas idas y vueltas con la linterna entre los dientes. A la luz de ésta, que se ayuntaba con el parpadeo del proyector, aprecié la facha caníbal del tipejo antes de que se retirase bufando. Sería lo que no le di propina. Qué iba a hacer, si no me caían unos centavos ni haciendo salto arriba.


Aún no me había terminado de quitar la gorra, que ya estaba avivándome del clavo: la cinta era hablada en inglés. Y yo no conozco de ese idioma otra cosa que algunos pocos nombres de las piezas del buque. Igualmente decidí quedarme.


La acción transcurría en un circo de esos de hace añares, con carromatos y todo. La musiquita, bastante parecida a la que toca la banda durante las prácticas de infantería y las listas mayores, me caía de lo más agradable. Lo que se veía chocante eran los protagonistas. Había unas hermanas siamesas, una gorda con mitad de la cara bien y la otra barbuda como gaucho alzado, unos cosos con la cabeza formato bochín -encima pelados-, otro enano con más mate que tronco y uno sin brazos ni piernas que se movía tipo víbora de la cruz. Nada placentero de ver. Por suerte, estaba la rubia esa. Más adelante apareció un forzudo, también normal. Y otros enanitos; rubios y bien formados -ella y él-, pero que no se alzaban medio metro de la tierra. Nomás vuelva a bordo –se me incrustó entre ceja y ceja-, me asesoro bien con el Cabo de Mar Güezo a ver qué número le corresponde al enano, y lo corono con unos pesos en la tómbola de Montevideo.


La verdad, tampoco era el lugar como para disfrutar del rato. Estaba muy húmedo y se alternaban corrientes súbitas de aire frío o caliente. Como además notaba una especie de trepidación bajo el suelo, supuse que alguna línea de subterráneos pasaría por allí. Cada vez que uno de los deformes detentaba la pantalla, era festejado por una de gritos, gruñidos y borboteos, que me sentía propiamente metido en un zafarrancho. Y de las demostraciones más o menos vocales, pasaron pronto a una pedorrera cuya autenticidad certificaba el enrarecimiento de la atmósfera. ¡Qué falta de respeto al séptimo arte y a la Civilización Occidental!


En un momento, se cortó la cinta. Acá se arma, me malicié. Voy a tener que impartir lecciones gratuitas de pugilismo y esgrima. Corrían minutos y se ve que no daban pie con bola para arreglar el aparato. De abajo, sentía la trepidación esa, y el pataleo del público era como que le contestaba. Más fuerte, cada vez más fuerte. Si yo estuviera encargado del local, otra cosa sería, iban a ver cuántos pares son tres botas. Aburridos del ejercicio, supongo, los acólitos se entretuvieron con una guerra de escupitajos. Suerte que ni uno me rozó, porque entonces no respondía de mí. ¡El uniforme es sagrado!


Lo raro era que no encendieran las luces. Una imprudencia de la administración, así es como suceden las desgracias. Por suerte arrancó de vuelta el proyector y se apaciguaron los ánimos. De lo que veía, saqué en claro que andaban de casorio. Nada menos que el enanito rubio y la oxigenada. Los esperpentos, reunidos ante una larga mesa, brindaban por su felicidad conyugal. Aparte, la enanita lloriqueó despechada. La situación hizo que se me escapara una risa, y algún intolerante me chistó. No quise retarlo a duelo por una menudencia así. Además, seguramente se trataba de un cualquiera, de un guarango. Muy poco para que un oficial de la Armada desenvaine su sable.


La musiquita que de entrada me había agradado, ya me fastidiaba tanto como cuando uno lleva más de veinte vueltas a la Plaza de Armas con el Mauser al hombro y clavando taco. Se me hacía difícil entender las peripecias de la pantalla sin captar ni jota de lo hablado. Pero pude colegir que andaban en tejemanejes extraños la oxigenada y el forzudo. Cuando esos dos ya directamente mostraron la hilacha besándose, el petiso que tenía en la butaca de al lado los carajeó como si fueran de carne y hueso. Y cuando se rajaron con la plata de los enanitos, flameaba que apenas se podía tener en su sitio. Estuve a punto de llamarlo al orden.


La troupe de contrahechos se avivó de la matufia y salió a perseguir a los amantes. Iban todos los monstruitos bajo un chaparrón poniendo cara de malos. Uno, el privado de brazos y piernas, reptaba llevando entre dientes un puñal. Me hizo acordar al acomodador con su bendita linterna. Entretanto, no paraba la cantilena esa de circo, que junto con los olores apelmazados en la sala incrementó mi sensación de encierro. Me sobraban las ganas de efectuar abandono del lugar. Pero debía ser muy temprano. ¿Qué iba a andar haciendo por esas calles de Dios hasta que me tocara ir a relevar al oficial de servicio?


Con la captura de los fugitivos terminó la persecución. La sala se venía abajo de los aplausos y los hurras. Debo haber sido el único que se mantuvo ecuánime. Al fin y al cabo se trataba de una cinta nomás. No se mostró el castigo que le dieron a la falsa rubia, por intrigante y por traidora, pero sí sus consecuencias. Le dejaron la cara hecha una magulladura viva. Le habían cortado las piernas -que bien pulposas y torneadas las tenía-, y la guardaban en una suerte de corralito, adornada con plumas y haciendo de gallina humana. A lo mejor, también le habían arrancado la lengua. La pobre andaba dele cocó, cocó, cocorocó. La turba aullaba de vengativa satisfacción. Yo no soporté tanta indecencia junta y me dispuse a zarpar.


Ganaba a tientas el fondo de la sala, cuando concluyeron los títulos finales y se encendieron las luces. Ahí me di cuenta de una particularidad del Gran Select, en la que no reparé antes por haber ingresado como quien dice por la puerta de emergencia. En virtud de algún capricho modernista de sus arquitectos, tenía la entrada bajo la pantalla. Viré por avante, un poco incomodado por la desorientación y otro tanto por las manifestaciones de la plebe alrededor. Cuál no sería mi sorpresa. Entre los asistentes a la función yo era el único bien nacido. Mujeres con barba, hermanos y hermanas pegados por un flanco o por la espalda, jaurías de enanos y de gibosos, engendros de cabeza desproporcionada, gigantones de cara y manos larguísimas, se interponían entre la calle y este servidor. Apuré la marcha para abrirme paso entre ellos y alcanzar el aire libre. No sé si les disgustó mi aspecto de guerrero bien plantado, mi actitud marcial, o si los movía la envidia por la apostura con que lucía yo el uniforme. El asunto es que me miraban feo. De los más cercanos a los que estaban distantes, se empezó a correr un rumor insultante. Ya después me señalaban sin ninguna inhibición, los muy maleducados. Y hasta se atrevieron, envanecidos por la innoble fuerza del número, a impedirme el paso.


Yo me calcé la gorra bien calzada, agarré fuerte el sable, y a paso redoblado me decidí a romper el bloqueo:


-Cocó, cocó, cocorocó, cocó.









--Juan Bautista Duizeide

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martes, 21 de agosto de 2007

Cena en lo del Baco

Hay una vid en el oasis
tras el páramo y aspereza
de las lenguas anudadas,
y cálido aún en tormenta.

En medio de este sahara criollo
no hay vírgenes ni palmeras
que suavicen este embrollo
ni dátiles ni quimeras.

Hay que tener un permiso
para entrar por esa puerta
que florece en único diálogo
que ya dura tres décadas.

El sábado lo conocí
y la vid de tinto espesa
con Velázquez y su triunfo,
en su nombre y en su mesa

Conversamos largamente
hablando como quien reza
al dios de los libertarios,
derrotando la tristeza.

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jueves, 16 de agosto de 2007

El baile, querida Miriam



El baile, es un arte que no tiene parangón con otros con la escultura, ni con la pintura, ni el dibujo, ni la escritura. En ninguno de ellos es tu cuerpo mismo el que está involucrado en la manifestación. En los otros queda fuera de vos el arte. En la danza es tu cuerpo mismo el mensaje.

Claro está que puede venderse, y arruinarse. Puede degradarse. Puede ser que el bailarín no esté en su propio cuerpo. Que esté alienado.

Sin embargo el cuerpo arrastra, vincula, une, aún destrozado es mensaje corazonado y es un cachetazo al olvido de nosotros mismos.

Por eso es que está enraizada la danza a todo lo verdadero. Cuando un hombre ve una mujer bailar no puede resistirse a su encanto si es que aún tiene ojos.

Es un signo la danza. Un signo que nos recuerda que aún podemos ser. Y es eficiente: provoca lo que significa. Nos comunica. Nos conecta. Por eso es que en de la danza, dos seres humanos pueden tocarse aún cuando no se conozcan. Aún cuando socialmente no estuviera permitido como en tiempos antiguos. Por eso es que aparece el amor aunque sea por un momento. El corazón se te derrama en cada gesto.

besos.

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viernes, 10 de agosto de 2007

La poesía urgente, en busca de la palabra justa


VIDA Y OBRA DEL POETA Y MILITANTE CARLOS AIUB

También geólogo y vendedor de libros, está desaparecido desde junio del ’77. Acaba de publicarse (Versos aparecidos), dentro de la colección Los Detectives Salvajes. El libro incluye 30 poemas encontrados por sus hijos, escritos en un cuaderno Exito.

Con la publicación de Versos aparecidos, de Carlos Aiub, nace la colección Los Detectives Salvajes –nombre de una de las novelas del escritor chileno Roberto Bolaño–, un proyecto en el que participan algunos hijos de desaparecidos, que conformaron alguna vez HIJOS La Plata, como Soledad Rodríguez Sabater, Julián Axat, Juan Aiub y José María Pallaoro, que brinda el sello editorial de La Talita Dorada para armar la colección de poesía. Axat cuenta que este proyecto se divide en dos partes: la primera consiste en la búsqueda detectivesca de la poesía inédita, perdida, escondida y silenciada por efecto del terrorismo de Estado. "Es increíble que comenzamos a movernos y de golpe aparecieron textos de todos lados, principalmente de familiares de desaparecidos", explica el poeta. La segunda parte del proyecto se propone armar la colección, el ejercicio de archivo, de tratamiento de los textos, de valoración estética y edición. "Ponemos allí todo nuestro esfuerzo para devolver a la luz la palabra poética desparecida, rescatarla del olvido –precisa Axat–. Hacer 'poesía aparecida' decimos, no casualmente ése es el nombre que eligieron Juan y Ramón Aiub, los hijos de Carlos y ahora miembros del proyecto, para titular la publicación de los textos que abren la colección." El coordinador de la colección sostiene que "el ejercicio de rescate de la palabra poética completa el trabajo de la memoria en tanto revalorización de un lugar que cada militante ocupaba y la forma más íntima que elegía para llevarla".

Nota en página12.

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