viernes, 29 de diciembre de 2006

Entre agujeros negros

Sonó el teléfono como tantas veces sonó en estos últimos días, en estas últimas semanas, aguardando el veredicto que caería sobre el cuerpo exangüe de mi amigo Paco. Atendí mientras percibía por la ventana del Estudio como se desvanecía la lánguida luz del otoño sobre Plaza Lavalle. Atardecer con cielo gris encapotado sobre una voz apagada, casi inaudible, que me nombra y afirma el deceso esperado. Fue a las siete en punto, sin conciencia, entumecido por la morfina y otras sustancias que intentaban calmar sus agudos padecimientos: metástasis de un cáncer de páncreas combinado con leucemia.Al día siguiente, a primera hora de la mañana, fue el responso y la cremación en el Cementerio de la Chacarita. Varios amigos tomamos la palabra para despedirlo y rendir un breve homenaje a la memoria de un ser entrañable que no llegó a cumplir veintiseis años en esta vida. Las lágrimas unieron a sus seres queridos ante la misma impotencia. Entre nos, aún no he podido aceptar su muerte, o mejor dicho, el motivo primordial de su muerte.

Me explico.




¿Cómo explicar eso que me atravesó apenas cortada la llamada?

Estuve dando vueltas en el despacho del Director como una fiera enjaulada, una fiera dispuesta a matar una sola persona, una mujer, una expresión que jamás olvidaré: la escena que regresa una y otra vez desde el mismo lugar, la parrilla de la calle Ortega y Gasset, donde festejábamos el día del amigo.

Siete hombres reunidos en una mesa alrededor de otras tantas mesas aunadas bajo el mismo ritual.

Pedimos lo de siempre: tiras de asado con algunas achuras y papas fritas. Generosa cantidad de vino tinto y alguna que otra botellita de agua sin gas.

Hablamos lo de siempre: anécdotas y evocaciones tamizadas por la situación política o social del momento. Alguna que otra mención futbolística, alguna que otra confesión de medianoche y el ineludible brindis con discursos desmesurados, o saturados de alcohol, embriagados por un clima de algarabía in crescendo.

Tardé en darme cuenta.

Con Paco era una ardua tarea el darse cuenta.

Desde una mesa contigua, en posición oblicua a mi perspectiva, estaba una auténtica beldad de ojos verdes, morena, de tez mate y una actitud socarrona que, poco a poco, inquietó los ánimos de nuestra mesa. Estrictamente hablando, no le sacó la mirada de encima a Paco, para variar, quien era apuesto y seductor, un galán nato que hizo suspirar a muchísimas mujeres antes de abocarse a Paula, nuestra Paulita, un ser encantador que estaba hecha a la medida del amigo, y viceversa.

El hechizo fue devastador: breve e intenso.

A los pocos meses de conocerse establecieron la fecha de la boda y se casaron sin previa convivencia.

La relación, para qué negarlo, fue ejemplar.

Verlos juntos era un deleite.

Escucharlos, un remanso.

Paula y Paco constituían el ideal que, como bien sabemos, está llamado, más tarde o más temprano, a su paulatino desmoronamiento.

Nadie creyó en la fuerza tanática que iba a irrumpir a partir de aquella aciaga noche.

Noche gélida, preñada de señales que abrieron un cauce cenagoso en las aguas de la desgracia.



Ella, la auténtica beldad aún innominada, se incorporó, se aproximó y sin titubeos se dirijió al semblante de su presa. Algo susurró en sus oídos, ambos sonrieron, y luego dejó una nota escrita entre sus manos. Le guiñó un ojo y, al cabo de un rato, siguieron el rumbo marcado por la complicidad, retirándose solos, tomados de la cintura, atravesando los oscuros meandros del deseo, que nunca es sólo deseo, sino abertura incesante por las grietas del muro que denominamos, arbitrariamente, realidad.

Al día siguiente, bajo los efectos de una resaca insidiosa que fue restableciéndose lentamente, supe que, ni lerdos ni perezosos, fueron al Albergue Transitorio más cercano.

En principio no lo creí posible, a pesar del efecto que unas copas de más pueda impulsar sobre nuestra voluntad. Pero…la carne es la carne y cuando afloran determinados llamados hay oídos que no escuchan.

Dionisios invade por los resquicios del cuerpo y uno responde con firmeza ante la tentación de las tentaciones.

Antes de volver a mi casa, ya tenía reconfirmada la versión.



Qué es la existencia sino un cúmulo de perspectivas limitadas que pretende abarcar una idea, o una sensación equívoca: la totalidad.

Lo acepto, pero cómo admitir lo sucedido a partir de una reacción -¿perversa?...¿alocada?...¿pueril?- que iba a destruir tantas vidas.

    ¿Cómo?
    ¿Cómo fue capaz?

¿Cómo se atrevió a llamar por teléfono a Paulita y vociferar que estaba enamorada de Paco?

¿Cómo fuiste tan…amigo mío, cómo llegó a sus manos tu celular, la característica de tu casa y la dirección del correo electrónico?

¿Cómo es posible que Paula y ella hayan conversado a solas en un café, si no habían pasado aún 48 horas de aquella maldita noche del 20 de julio?

Luego nos reunimos con vos, Paco, amigo del alma que tanto te necesito, y extraño, pero más extraña resultó la perspectiva propia que no entendía.

Sí, ella lanzó su estocada sin medir consecuencias, está claro; y vos eras un hombre apetecible, pero casado y comprometido con un proyecto henchido de esperanzas y tanto más que no sé ubicar los acontecimientos en su debido lugar.

Me pierdo y me digo perdido.

Un manto oscuro se tendió sobre los días y las semanas siguientes, entrelazadas por conjeturas y disonancias que hicieron mella en tu rostro, luego en la pérdida de peso, en la crisis matrimonial, en tus estados de ausencia, ido, absorto dentro de un silencio que abrió infinitos caminos a la interpretación.

Casi no hablabas: apenas unas respuestas monosilábicas entre puntos suspensivos dilatados y nuevamente devorados por tu mudez.

Supe que en sendas oportunidades se reunieron los tres, hasta que la susodicha, al parecer, dio un paso al costado y desapareció.

Lo que no desaparecieron fueron tus trastornos, Paco.

Te deprimiste, tomabas psicofármacos y acudiste a varios médicos antes de tratarte con un psiquiatra y aceptar que la culpa se había apoderado completamente de vos.

Dejaste de reunirte, no salías y caíste en un ostracismo lindante con la catatonía.

Si bien mantuviste con responsabilidad tu trabajo en la compañía de seguros, no hiciste nada para volver a ser el Paco de antes.

Fuiste perdiendo vitalidad y ganas de vivir.

Luego siguieron los continuos chequeos y nuestras secretas conversaciones telefónicas con Paula, o bien tu madre, quienes nos mantenían al tanto.

Un buen día te internaron y se descubrió lo inadmisible: cáncer de páncreas.

La misma palabra detonó como preludio de una muerte anunciada a través de las metástasis combinadas con una leucemia letal.

Estuve a tu lado, Paco, sin contener el dolor propio, lloramos juntos, y soportaste con estoicismo los tratamientos que no aliviaron tu abrupta agonía.

A veces, en los últimos días, estabas en otro lado, en la otra cara de este mundo, consumido y anestesiado, apagándote sin conmiseración.

Ya no querías estar acá.

En verdad, aunque cueste decirlo, sigo sosteniendo que a partir de la culpa que te inundó, el cuerpo desplegó una incesante travesía hacia la aniquilación.

Desde entonces quedó establecido el tabú entre tus amigos: no se habló más de Paco y su circunstancia.

A solas, recluido entre las agudas voces de la conciencia, no he dejado de viajar entre considerables agujeros negros hilvanados por múltiples suposiciones que discuten, chocan y se anulan entre sí.

¿Qué fue lo que pasó, Paco?

¿Cómo sobrevivir a tu ausencia?

Cómo admitir la secuencia de imágenes que cruzan por mis recuerdos desde aquella noche, que debimos concluir entre nosotros, que debimos encontrar el límite, hacer algo aunque estuviésemos borrachos, mantenernos protegidos, unidos, y celebrar el afecto que nos une hasta que la vejez, por vía natural, nos despidiese como Dios manda. Pero los hechos mandan y uno se adapta como puede, si puede…

¿Y qué es lo que he podido?



Nada, Paco. He sido cautivado por la impotencia y sigo adelante por inercia, obsecuente con eso de lo que no se habla, de vos, de tantos agujeros negros imantados en la piel hasta que alguna vez, en forma tardía, hace su presencia la bronca, que nace en uno y se desplaza a la figura de aquella beldad, me digo, a la que quisiera matar, destruir, o verla sufrir, o llevar a cabo el inigualable placer de la venganza hasta sus últimas consecuencias.

Pero…¿qué es lo que he podido?

Sólo decírmelo, ser obstinado, pensar una y otra vez en el modo de ejecutar esa fantasía, soñarla, desearla y, ya que los hechos mandan, callarla.

No obstante, el pez muere por la boca y por el contenido de su secreto.

Me explico.



Era una tarde espléndida: diáfana y primaveral. Aproveché para despejar cuerpo y mente, salir a caminar y distraer preocupaciones cotidianas ya olvidadas. Mientras cruzaba el Parque Las Heras, -pletórico de cuerpos diseminados sobre la hierba, sobre la tierra y sobre reposeras, cuerpos que giraban sobre la declinación solar, cuerpos que caminaban, que llevaban sus perros a pasear y sus torsos desnudos expuestos con músculos trabajados durante años en el gimnasio que percibo de reojo-, y llegaba a la vereda de la Av. Coronel Díaz, creí reconocer a quien nunca me iba a reconocer.

Es ella, me dije, quien paralizó mi andar y los latidos del corazón, aunque necesité corroborar lo visto, respirar profundamente y seguir pasos que no sentí propios hasta alcanzarla, reconocerla de perfil, de medio perfil y de palabras que salieron de mi boca en tono de falsete, casi agudo, nombrándola de modo impersonal, sin énfasis, hasta que ella detuvo la marcha, se dio vuelta y dijo que sí.

Pedí disculpas por la interrupción y sin ofrecer mayores explicaciones le pedí tomar un café, o sentarnos en un banco por 5 minutos esclarecedores para saciar buena parte de mi curiosidad por esos agujeros negros y agoreros que sudaban en mi frente y en mis manos.

Su penetrante mirada de rasgados ojos verdes me recordó la falta de perspicacia y me anuncié amigo íntimo de Paco.

Repetí innecesariamente su nombre.

- Ahora entiendo. Acompañame hasta el primer café, entrando al Alto Palermo, y ahí hablamos.

Eso hice, dispuesto a eliminarla de algún modo, contratando tipos pesados de los suburbios, zona sur, o bien asustarla con métodos perversos, o persuadirla con amenazas que fueron diluyéndose antes de sentarnos, mirarnos de frente y oír la convicción despedida por una voz grave y sensual que preguntó:

¿Qué querés saber?



Su poder de síntesis me abrumó.

Primero quiso saber cuál era el alcance de mis conocimientos por fuente genuina, llámese Paco o Paula. Una vez reconocida la dimensión de los agujeros negros –debo confesar que me sorprendió la escueta información recibida ante la inconmensurable suma de lecturas entre líneas, donde lo tácito converge, ilusoriamente, con hechos concatenados a través del sentido común- me sumí en oídos abiertos y atentos a una versión que destituyó cualquier otra versión en el sumidero invocado por las falsas apariencias.

Me sentí humillado. Luego ignorante.

Un ser incapaz de discernir entre los lazos afectivos y los lazos reales.

Resulta que sí fueron al Albergue Transitorio, se besaron, se acariciaron, pero no tuvieron sexo. Hablaron y hablaron hasta que el cansancio los venció, aunque, paradojalmente, ninguno pudo dormir. Ambos, sin mutuo conocimiento, dieron parte de enfermos en el trabajo. Se buscaron, se llamaron y se volvieron a encontrar.

Fue amor a primera vista, afirmó.

Amor que desborda.

Amor que no respeta consignas, ni compromisos, ni promesas ante el altar.

Amor que trasciende barreras y despoja al hombre de su sostén.

Esa misma tarde Paco le escribió una estremecedora carta, bastante extensa, en la cual confiesa, a su pesar, la voraz y empecinada pasión que lo dejó sin posibilidad de discriminar, ni de huir, ni disimular.

Ella tenía guardada la misiva, manuscrita un 21 de julio en el bar Británico, enfrente al Parque Lezama. Dijo que si la quería me la iba a enviar.

Eso hizo.

Eso y otras tantas aclaraciones me dejaron anonadado, sin reacción, sin palabras, absorbido por su clara exposición al respecto, como el encuentro a solas con Paula al día siguiente, y hubieron muchos días siguientes que reunió a los protagonistas en forma conjunta y separada, aunque por desgracia, dijo ella, todavía innominada, Paco renunció al dictamen del corazón y se abocó a cumplir con el mandato marital.

Ahí salió el tiro por la culata, afirmó, pidiendo disculpas, sin eludir un ápice en cada detalle, concreta y pragmática, las cosas por su nombre, sin eufemismos, sin respiro, carcomida, ella también, por una arrasadora fuerza que la llevó a intentar todo lo posible, desde la seducción hasta la persuasión, desde la condena hasta la intimación, desde la amenaza hasta las lágrimas compartidas por la imposibilidad (remarcó ese muro como infranqueable).

En pocas palabras, Paco no pudo atravesar aquel límite, se traicionó en aras de una ley escrita sobre piedra, y en la piedra selló su epitafio.

La culpa, es verdad, lo aniquiló. Y ya que estamos, digámoslo de una buena vez: Paco quiso desaparecer.

Y lo logró.

Pagó la vida con una culpa que lo devoró desde sus propias entrañas: autofagia, que le dicen. Pero la culpa era otra: se había enamorado perdidamente de ella, la joven diosa del Olimpo, quien le correspondió, pero él no fue capaz de acompañar los latidos de un corazón que se apagó para dejar de sufrir.

Ella habló con autoridad y suficiencia. Fue clara y expeditiva. Lo dijo sin quitarme los ojos de encima, como si, a su vez, agradeciese esta oportunidad para poner las cosas en claro y así cobrase conciencia la versión oficial de esta tragedia urbana.

Antes de despedirnos, quise saber el contenido de aquel hipotético epitafio sellado sobre piedra, en su lápida.

Fueron sus últimas palabras: “He aquí un alma que no se atrevió”.

Nuevamente sin habla, casi sin respiración, como en estos momentos, al terminar de releer la misiva que le envió a Valeria Cetolini un 21 de julio, antes que caiga otra noche sobre la ciudad e imponga su oscura letanía sobre la memoria del porvenir.

Sí, dije la memoria del porvenir, o esa extraña visión que reconoce sus abismos en estado de desesperación.

Aún hoy no he podido hablar de Paco, ni de esta carta, ni de mi perplejidad.

A veces siento que aquel epitafio aguarda al hombre que soy.




[por Mariano99]

1 comentario:

Daniel Ortiz dijo...

Como siempre, Mariano concibe una historia interesante para contar. En ese aspecto, la cantera es inagotable. En otros cuentos he criticado los finales: no sé bien por qué causa, cierto barroquismo los hacía diluir y tornar oscuros. No es el caso de este, en que por un camino más directo el narrador comparte sorpresivamente el pesar por un epitafio que parece también estar dedicado a él. Eso me gustó, fue claro, directo y bien elaborado.
Para considerar: hay algunas palabras, datos, explicaciones, etc. que considero de más y que deslucen la narración: el agua no tiene gas, no hace falta decirlo. Si tiene gas, entonces será un "agua con gas". El Bar Británico queda(ba) en Parque Lezama, lo sabemos, y si somos británicos y no conocemos Buenos Aires, el dato no nos agrega nada. Cierta indeterminación en algunos datos me parece siempre bienvenida, más literaria. Otra observación más: al principio, me desorientó que, hablando del flechazo con la amante, continuara hablando del flechazo con la esposa. Si se trató de un recurso estilístico, la puntuación debe acompañar ese objetivo.